lunes, febrero 21, 2005

De espadas, paredes y conejos

Edmir Espinoza escribe en negritas
Eduardo Cornejo, no.

Aquí dos amigos. Aquí dos filudas historias leídas con frunción y sonrisa obligada. Dos historias que, como el cigarrillo y el café, alimentaron mi latente gastritis hasta hacerla erupcionar. Aquí dos enemigos. Aquí dos filudas historias que se fusionan en una sola. Para levantar el polvo gradado bajo l alfombra. Para raspar vidrio con chapita de gaseosa. Es pues, este escrito a dos manos, la declaración abierta de los que se quieren mantenerse lejos de la pose... lean entonces, y comprueben si no cuesta serlo. (JRR).


Es difícil, si lo piensas de alguna forma. Ser joven, digo joven del que ya pasó la base dos. Entonces, ser joven, casi adulto, estudiante, neurótico y seudo escritor.

A los veintidós años uno está en la boca de la tormenta. A merced de esta vorágine que te invita a ser un poco menos tú, y más cualquier otro. Piénsalo un momento. La juerga, la responsabilidad que uno tiene que adquirir, porque bueno, hombre, ya estás grandecito y no te vas a pasar toda la vida creyendo que el Nobel te lo van a regalar porque están bonitas las cosas que escribes, porque tu mamá y tus amigos te dicen que tienes potencial. A los 10 años está bien tener potencial, a los veintidós, digamos que pareciera ser solo una justificación.

Sigamos. Iba en esto de la juerga, la responsabilidad, la necesidad de formar parte de un grupo, de incluirte, de ser parte de algo. La presión esa de que si escribes, si te juras escritor, no solo debes escribir sino leer, leer porque se debe. Leer lo que se tiene que leer y no necesariamente lo que a uno le viene en gana. Entonces, pienso de nuevo, aunque no quieras, siempre terminas por ser, efectivamente, menos tú, y más cualquier otro.


Más que un alter ego adquirido por la capacidad de haber aprendido a escribir historias que se entiendan y gusten, tengo la idea de que la imaginación es una pieza fundamental en este oficio que es el mejor cuando uno lo elige, casi tan satisfactorio como cuando uno elige su propia soledad. La imaginación es nuestra reina de ajedrez, la que protege al rey y nunca se quiere perder. La vida, en cambio, es como todo a esta edad, te arrima con violencia a una encrucijada, contra la espada y la pared, lo importante o lo ideal, al menos, es aprender a identificar contra qué pared estamos y de quién viene la espada que nos aproxima a lo peor: las mujeres, el amor, los amigos, la familia o incluso el propio arte de escribir. Creo que mi estado es muy singular, mi espada y mi pared es desde hace un par de años escribir y escribir.

Me dejó pegado la alegoría de la espada y la pared, eso del escribir y escribir. Puedo decir, exento de eufemismos, que mi pared es, sin duda, la literatura. Mi espada, en cambio, tiene distintos matices camaleónicos. Los amigos, la familia, las mujeres. Las mujeres.

Aquí entra de nuevo mi neurosis casi crónica. Aquella obligación-necesidad de encontrar el amor, como una búsqueda interesada y casi paradójica. Siempre he tenido un concepto bastante idealizado de ese sentimiento. El amor, en cuanto a mí respecta, es ese incendio que calcina los huesos, ese temblor de vísceras que comprime el páncreas y el apéndice (que nada tiene que ver con mariposas en el estómago), y que, para mi mala suerte, nunca he sufrido.

Supongo que esta suerte de amor ideal me viene de la literatura. Supongo que busco un amor de cuento, uno de novela de ficción. Entiendo que la frágil humanidad de quien me quite el sueño no va a tocar a mi puerta mientras tome café a solas. Así que, de nuevo, no tengo más remedio que inmiscuirme en aquello de la vida bohemia, y frecuentar bares y reuniones, con la sola motivación subconsciente de encontrar, de pronto y sin aviso previo, a la Maga de pelo corto y zapatillas colorinches que me haga dejar de buscar. Presiento, entonces, que la busco solo para encontrarla, para dejar de buscar más y así sumergirme de una buena vez en esto de escribir y escribir. Y olvidarme de espadas y paredes, que no son más que metáforas carcomidas de tanto uso.

El amor. Qué fácil es aproximarse a este tema sin intentar hacerlo, qué ingratos seremos cuando la tengamos de lado para tan solo amar y no hablar de cómo, cuándo, dónde y con quién lo hacemos. Yo escribo y escribo y sin embargo no puedo hacerlo sin dejar de pensar en el amor, el enamoramiento. En el personaje femenino que siempre trasciende en mis historias, y son mujeres que llegan pacientes, levitando desde la memoria. Una memoria que las protege siempre del olvido. Yo me enamoro una vez al día y de lunes a domingo. De la que menos se espera. A veces de la muchachita de ojos verdes en el café, que ni siquiera sabe mi apellido, otras de la francesita que de niño me dejó arrastrando las manos por las paredes y pensando en ella mientras me dejaba en un vuelo sin regreso de Air France sin escalas a París. También me enamoro de las que no me dicen nada pero me miran. Y es que debe ser que el amor sobre todas las cosas es un arte, una verdad innecesaria, una escalera caracol que no tiene principio ni fin. Una verdad que nosotros mismos no podemos esconder, o hacerla esperar. El amor es el más infantil e inocente de los juegos. Ya no soy el niño que cuenta hasta cien para salir a buscarlo como en las escondidas, sino que siempre llega cuando uno trata de no ser atrapado. Y de pronto, nos convertimos en malabaristas chinos, con miedo de que todo se rompa antes de los aplausos y convertirnos en el mimo más triste de la carpa, que es la vida. Luego del amor, todo. Entre tanto y como se dijo antes, también tomaré café a solas.

Tengo una amiga con la que suelo beber conversaciones cortadas con leche mientras cafesamos. Lo hacemos siempre en un cafetín en el centro de Miraflores, donde alimentamos por horas esa filia de renegar de nuestra ambigua capacidad de ser. Ser; dícese del verbo sustantivo que afirma del sujeto lo que significa el atributo. Y en esto del café, el ser y el conversar, convergen demasiadas cosas. Por ejemplo, la necesidad de contarnos cómo la persona que nos debiera gustar, no lo hace. Porque por más que la ninfa que busco, debe entender de la soledad y del disfrute del silencio entre dos, tiene que poseer, además, los dotes, paradigmáticos a rabiar, del rostro fino, la cintura estrecha y las posaderas curvas como dos gotas de agua.

Por ejemplo, también está lo del café, que es más un cliché bohemión que otra cosa, y del que pareciera me he vuelto adicto por convicción. Porque uno, que escribe y aspira a seguir haciéndolo hasta que no haya más que escribir, debe, por marco histórico y por protocolo intelectual mediático, tomar café por galones, y fumar, hasta convulsionar el cenicero de tantas colillas. Y yo lo hago casi sin remordimiento. De nuevo, y ahora sí, me confieso turbio prisionero de las frases hechas, lugares típicos y posturas ensayadas.

La primera jarra de donde resultaron seis tazas de café para estas dos personas, ha terminado siendo un desierto húmedo. Las gotas que cuelgan de las paredes de cristal parecen lágrimas de ojos con rimel. Nunca pensé que el poder escribir me haría dar cuenta, por ejemplo, de lo que acabo de hacer: la comparación entre una lágrima oscura, con el café que aún nos mantiene despiertos. Ahora sé que mis días giran en torno a palabras, a conversaciones usadas, a personajes reales que deformo haciéndolos irreales, que son finalmente recursos literarios. Esto no es más que un acto de magia que resulta de tan solo pensar. Y no quiero creer que algún día pueda dejar de hacerlo.

Aquél que escribe en negritas me sirve una taza de café, de café recién preparado. En los parlantes suena Sweet Home Alabama. Le doy tragos cortos. Pero él me distrae, dice algo así como que estos contrapuntos son una competencia. Sé que no se trata de ganar y él lo aclara. Según lo que expuse líneas arriba, esto es como un acto de magia. Si él me sirvió el café mientras yo sacaba el conejo del sombrero - o escribía -, me limito entonces a detenerme para saber si a lo mejor él libera del sombrero algo mejor que un roedor blanco y dentón.

Ni creo en conejos que salen de sombreros, ni creo que escribir se pueda contemplar como un acto de magia. Pienso, en cambio, que estas analogías-metáforas no son más que recursos tan marchitos y gastados como lo de la pared y la espada.

Yo sigo pensando en la Maga que he de encontrarme algún día en algún pub barranquino por pura casualidad. Sigo con la idea de lo insulso del café, del cigarrillo, del escuchar a Sabina a las tres de la mañana y de las posaderas en forma de gotas. Persisto con lo jodido que es tener veintidós a los veintidós.

Pero acepto, de nuevo sin remordimientos, que antes de salirme de aquello de las frases hechas y los lugares típicos y las poses ensayadas, quiero sentarme en un café parisino a tomar vino y café. Deseo escribir de Roma en Milán, y jugar al sexo y al amor con alguna madrileña en Barcelona. Quiero pasar la noche, mirando el cielo raso, en algún hotel donde Cortázar pasó la noche. Añoro vivir, siquiera un tiempo, de crónicas de viaje que envíe desde algún recóndito rincón del planeta, y que llevar un número de Arte Facto bajo el brazo dé, algún día, un toque de estatus intelectual. He aquí tu conejo.

Antes de seguir, mi querido amigo, me confieso un soñador. Hace poco leí en un diario, que el café más barato en los bulevares de París no vale más de esos que nosotros solemos beber en el distrito con mar que nos vio nacer en un mismo año. En algún poema escribo: siempre guardo un dólar para mi primer café en París. Ahora no tiene validez aquel verso. Pues mañana veré cómo consigo un dólar más, porque el café en Francia te lo invito yo. Entonces, utilizaré la buena memoria que me atribuyo, para interrumpir, ahora yo, tus cortos tragos de café sobre una mesita con mantel de dibujos de Torre Eiffel; y te recordaré, mientras piensas en tu juguetona mujer madrileña que dejaste en Barcelona, que escribir sí es un acto mágico. Tanto como meter alguna mano al bolsillo de mi saco para hacer aparecer un libro mío y firmártelo con la mejor letra palmer que aprendí. A ver si de una vez y por todas te convenzo que eso es magia. Si no logro que me creas, confirmaré entonces, que fue tan bueno el truco que no puedes entenderlo. Me harás pensar, que soy el Houdini de la literatura.
Pero todo esto es de un soñador con grandes esperanzas, un prometedor comprometido con las mejores palabras que se merecen los papeles en blanco, una sombra de lo que seré; y tú, mi amigo retador, de lo que serás. Siempre hay un futuro, el problema es que nunca se sabe de qué se trata, a lo mejor nosotros encontramos en la literatura esa felicidad necesaria para poder vivir un día más tomándonos un café americano en Lima y seguir conversando que la vida a los veintitantos, no es más que un columpio de experiencias que faltan aún por sobrevivir. Solo queda citar ahora, una frase de Napoleón que encontré una vez en tu cuaderno privado: Todo está perfectamente acabado.