sábado, agosto 09, 2008

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Uno se pone a mirar al cielo. Este cielo de nubes espesas y solo nubes. Levanto la vista, respiro hondo, y siento que me ahogo, que me hundo en aguas turbias con nubes espesas y solo nubes.

Pero el cielo es solo para verlo un ratito. El ahogo no dura para siempre. Ni las aguas son tan turbias ni las nubes tan espesas como nos cuentan. Los libros de historia mienten tanto como los poemas enamorados de amor.

Bajo la vista y ahí está; una ciudad en estado vegetal. Donde nada pasa o donde las cosas pasan tan rápido que pareciera que nada pasa. Después de ver el cielo, nada es como antes. Las cosas cambian aunque no quieras, loco. La gente se va, se pierde como un terremoto sobre un tablero de ajedrez. Y ocurre que todavía no encuentro donde es que debería ir a parar. Todo es difícil cuando se comienza de nuevo, cuando el camino te lleva al punto de inicio. Entonces todo es como antes, como hace tanto. Pero las piernas andan cansadas de tanto trajín. El corazón galopa, la angustia se torna en un sonido casi imperceptible que te quiere volver loco. Que te arrima a algún otro camino circular.

Las nubes no son tan malas. Lima, con todo su turbio ahogo tampoco es tan mala. Estar solo y sin donde ir tampoco es tan trágico como se pinta en los poemas.

Debe ser que los poemas nacen para ser algo trágicos. Debe ser que es hora de abrir trocha, de hacer un trekking suburbano y despertar de una vez.