lunes, enero 31, 2005

Hablemos del Principito

"La prueba de que el Principito ha existido
está en que era un muchachito encantador,
que reía y quería un cordero.
Querer un cordero es prueba irrefutable de que se existe"

De este pequeño ser de cabellos rulos y rubios como el trigo, que nunca da una respuesta por perdida, y que reconoce a simple vista el dibujo de una boa constrictor (sea esta cerrada o abierta) digiriendo un elefante.

Lo primero que habrá que decir, es que el Principito habla 150 idiomas y ha compartido sus aventuras con más de 250 millones de terrícolas. Un montón de personas entre adultos y niños que memorizaron la memorable frase “Lo esencial es invisible a los ojos”. Millones de personas que hoy, pueden también, diferenciar entre el dibujo de un elefante dentro de una boa, y el de un sombrero. Eso es un gran mérito. Antoine de Saint-Exupéry y su alter ego de pelos color oro y extraño traje, deben sentirse felices de, por fin, haber encontrado tantos amigos.

El Principito talvez no entendería lo serio que nos lo tomamos algunos. Seguramente se reiría de saber de que unos cuantos lo hemos leído una cantidad infinita de veces. Me diría que no hacían falta más que una leída, y que me cuidara de la palabra “infinita”, que los adultos no entienden de esas cosas, así que mejor utilizara “quince mil trescientas veintitrés”, para que, entonces, comprendieran cuanto me gusta su cuento. Y es que el Principito sabe que, nosotros, los adultos, necesitamos siempre que nos expliquen todo con cifras, nombres propios y con costos.

Estas cortas líneas no buscan más que el justo homenaje que le debo al Principito, quien me enseño que la guerra entre flores y corderos, es un tema mucho más importante que la serie de banalidades por las que suelo zambullirme en una especie de letargo depresivo.

A veces, incluso, juego a ser el Principito. Me río al preguntar a adultos y jóvenes de este libro. Siempre hallo la misma respuesta. Que sí, que lo han leído, pero hace tantísimo tiempo... de muy niños. Que ya no están para leer tonterías de chiquillos. Es cuando me río más, (para mis adentros, digo, porque no es bueno burlarse de las personas) y pienso que los adultos todo lo confunden, todo lo mezclan.

Y es que, ese asunto de crecer es, en verdad, algo bien fregado. Uno poco a poco va perdiendo todo lo realmente importante de la vida. Se vuelve un simple esclavo de las cosas serias, que a la larga nunca terminan por ser esenciales. Así, que, amigos y amigas, rebeldes, inconformes con el sistema y pro todo ese rollo anarquista, deben de releer el Principito. El tiene las respuestas. Aunque, de repente, ya estén bastante viejos para entender lo fácil que es, que un pequeño hombrecito les diga lo verdaderamente importante de las cosas.

Estábamos en aquello de lo difícil que es crecer. Y es que es difícil. Es algo parecido a la involución. Dejamos de entender las cosas que nunca deberíamos dejar de entender, a medida que pasa el tiempo. Nos volvemos serios, poco sinceros, apurados (un niño no entendería porque todos las personas mayores van tan apuradas a todo sitio) y, a veces, malos. Nos volvemos ciegos del corazón. Tan despistados, que terminamos creyendo que, de verdad, se ve mejor con los ojos (¡bah! Los adultos, tenemos cada cosa). Solo nos curamos de esta ceguera de espíritu cuando nos arrugamos toditos, y nuestra voz se vuelve más quebradiza. De viejitos el corazón se nos aclara y, de nuevo, entendemos todo.

Ahora me toca hablar del buen Antoine de Saint-Exupéry. Estoy seguro que a el no le gustaría que hablara mucho de el. Que me insistiría que cuente de lo encantador del Principito, pero se que me entenderá. Porque como persona mayor que fue, entenderá que los que están leyéndome son, en su mayoría, adultos o prospectos bastante avanzados de estos, que necesitan saber del autor de una obra, para así entender la esencia de la misma. Su – nuestra - lógica, bastante extraña por cierto, hará que solo enterándonos de quien fue Antoine, sepamos como es que era el Principito. Así que diré solo lo necesario. Que Antoine fue un francés que nació en 1900 y que solo vivió 44 años. Y es que era un hombre muy arriesgado. Las dos cosas que hacía, eran acaso las más temerarias que se pueden hacer. Piloteaba aviones, y escribía libros. Antes de emprender su último vuelo, escribió “Si me derriban no extrañaré nada. Yo nací para se jardinero”. Pero yo creo que no. Que se equivocaba. Que el nació para dar a conocer a aquel hombrecito que tanto queremos, aquellos que nos resignamos a perder la inocencia con la que nacimos, y a convertirnos en los eufemistas que suelen ser las personas grandes.

Antoine tampoco quiso perder la inocencia. Se dio cuenta que ya tenia cuarenta y cuatro años, y que no tardaría en dejar de entender las cosas, y comenzaría a confundirlo todo. Es por eso que desapareció. Y es que desapareció. En verdad. Como el Principito, un día, subió a su avión, y piloteó hasta la eternidad.

Y claro, después de ese día, los adultos se encapricharon en saber qué había sido de el señor de Saint-Exupéry, en encontrar su cadáver o cosas por el estilo. Porque a los adultos nadie los contenta diciéndoles simplemente Antoine desapareció porque sí. No, que va. Ellos necesitaban ver su cuerpo, inerte y sangrante, para estar felices y así, constatar que el autor estaba, efectivamente muerto.
Los pobres se habrían ahorrado un montononón de trabajo si tan solo hubieran leído el cuento que Antoine había escrito un año antes, para darse cuenta que lo que hizo, ese 31 de julio de 1944, no fue morir, sino desaparecer como su encantador personaje, para volver, luego, en el corazón de cada uno e nosotros..

miércoles, enero 05, 2005

Para gustos...y colores

28 de agosto del 2003. Mediodía. Salomón Lerner, presidente de la Comisión de Verdad y la Reconciliación (CVR), presenta el informe final luego de dos años de investigación y la recopilación de miles de testimonios, en doce tomos y siete anexos.

El dato que enciende la atención a primera vista es uno. Los veinte años de lucha contra el terrorismo trajeron un saldo de 69 mil 280 perdidas humanas. Alrededor de 44 mil muertes más de las estimadas antes de la presentación del informe. Así de fácil. Aparecieron, de la noche a la mañana, 44 mil muertos. O desaparecieron 44 mil personas que, a fin de cuentas, es casi lo mismo.

El escándalo duró poco menos de una semana. Luego, los temas en carpeta sería la responsabilidad que la comisión le daba a los gobiernos que estuvieron en el poder en las últimas dos décadas.

Así que los 44 mil muertos, pasaron a ser, otra vez, de un día par otro, una simple estadística que reflejaba la magnitud del terror que perpetraron grupos terroristas. Estadísticas que debajo esconden nombres y apellidos, familias e historias propias. Miles de historias.

Otro dato que desató sorpresa, de nuevo solo pocos días, fue la revelación de que poco menos de la mitad de las muertes que ocasionó la época del terror, tuvo como culpables a los mismos militares que luchaban contra el terrorismo.

Costo social, exclamaron entonces los responsables. El título de "asesinados" o "muertos" fue estratégicamente desplazado por el de "bajas del terrorismo". Mártires, sacrificados por la consolidación de la paz. Eso dijeron. Y la opinión pública pareció creer todo esta suerte de eufemismos plantados convenientemente, para la lavada de manos de unos cuantos. El tema terminó por formar un simple recordatorio de este triste y "olvidable" capítulo de nuestra historia.

Y es que la muerte pareciera no ser un tema tan relevante en el Perú. Al menos no, si las "bajas" corresponden, en un 75%, a personas quechuahablantes, lejanas de la realidad de Lima, aquella que pareciera es la única capaz de sensibilizar a los líderes de opinión, a los medios de comunicación y, por reacción en cadena, a la sociedad.
En cambió si, el secuestro de un adolescente de clase media –solo cuatro días después de la presentación del informe final de la CVR– por más de 39 días, puede quebrar las fibras más sensibles de la sociedad limeña. En una prueba de que el Perú puede unirse, como lo hace cada vez que selección de fútbol juega, Luis Guillermo Ausejo se convirtió, en sus días de reclusión, en una razón para solidarizarse. Porque a cualquiera le puede pasar. Porque uno es hijo, o es madre o padre y piensa, ruega, que jamás Dios le brinde una agonía como ésta. Así que la reacción no se hizo esperar, y días después del 1 de setiembre del 2003, el que no exhibía un lazo amarillo de solidaridad en la solapa del saco, era a secas, un insensible.

El pueblo se unió. Como en el poema "Masa" de Cesar Vallejo, miles alzaron la voz en un pedido, en un ruego común. ¡Liberen a Luis Guillermo! Y mes y medio luego del día del secuestro, el joven, todavía asustado pero feliz de estar libre, ya posaba para los flash de medio Perú. Incluso "El Comercio" presentó en su edición del 31 de diciembre, Una foto inmensa de Luis Guillermo el día de su liberación, como tema del año.
Los 69 mil muertos jamás serán tema de portada. Luis Guillermo les ganó.

Y así. Los temas de interés público, están directamente en proporción con respecto a que tanto lleguen a sensibilizar a los estratos más cultos de nuestra sociedad.

El machismo arraigado que se halla inserto en la sociedad peruana, ya hace tiempo no es tema en carpeta. Pareciera que bastó con un Ministerio de la mujer para menguar el ímpetu con el que algunos luchaban contra esta discriminación sexual.

Los homosexuales siguen siendo flagelados por declaraciones del cardenal de Lima, Juan Luis Cipriani, que parecieran estar sacada de los discursos más ortodoxos de los religiosos en tiempos de la inquisición.
La clase política en el Perú sigue siendo mayoritariamente de raza blanca, cuando es sabido que estando en un país tan plurirracial, estos pocos no representan a un país con distintas realidades.

El color de la tez sigue siendo documento de identidad para el acceso a ciertos lugares "exclusivos", y el termino "buena presencia", al igual que el currículo con foto son solo muestras de las diferenciaciones en las que incurre el sistema a la hora de organizarse.

Seguimos, pues, inmersos en una sociedad que no solo admite, sino que alienta y propicia tratos desiguales. Ya sea por la cultura, nivel social o económico, raza, procedencia, género u opción sexual, el Perú, inexplicablemente, y en una clara y lamentable influencia de occidente desarrollado, se ha vuelto un país que discrimina sin darse cuenta, o lo que es peor, un país donde la discriminación es una actitud tan arraigada y establecida, que simplemente se toma como regla, por tanto se acepta y practica.

Mariano Querol, renombrado psiquiatra del medio, parece deber más su fama al secuestro del que fue protagonista en los noventa, que al de su éxito como profesional. Evento que significó lo que en el año pasado la reclusión de Luis Guillermo. Todo un golpe a la libertad. Un hecho terrible contra un profesional y un caballero a carta cabal. Mientras que en los olvidados Huancavelica y Ayacucho se mataban pobladores a diestra y siniestra, sin siquiera el preámbulo del secuestro. Los mataban y ya. A llorar al río, pero un ratito nomás, que no hay tiempo para el luto y toda la parafernalia post mortem.

La opinión pública se rasga y araña las vestiduras en nombre de los deudos de Utopía. Titulares en los periódicos y entrevistas. Pero de los deudos de Mesa Redonda ya casi no se sabe nada.

Pareciera que la discriminación y el racismo son solo condenados y rechazados como pestilentes cuando le pertenecen a un hecho particular. Tiemble aquel que ponga en un anuncio que solicita trabajadores de "tez blanca". Cuidado con pedir como requisito para entrar a un centro educativo el certificado médico de virginidad. Porque los medios te pondrán la cruz y no descansarán hasta tumbarte.

Pero la discriminación que perjudica más, no es aquella que unos cuantos manifiestan exagerada y flagrantemente. La feo, lo malo y lo difícil es esa discriminación social, en grupo. Aquella que uno asume como parte de la realidad. Como parte de un sistema. Y entonces uno no peca si profesa su homofóbia, si segrega de su grupo social a los que no tienen el color, el dinero o la familia correspondiente, o si despectivamente, cholea y negrea a diestra y siniestra y sin desparpajo. El hecho es uno. Hay una discriminación inserta, de tal manera en nuestra sociedad, que no es considerada discriminación, sino simplemente una consecuencia de las diferencias en el país. Diferencias, que, para todos, tienen escalas y jerarquías. Así, lo blanco es más que lo negro y lo cholo, y el ingles, obviamente más que el quechua.

Así estamos. Viviendo y formando una realidad que, en serio, no nos corresponde. Conformamos una sociedad, que paulatinamente, ha hecho de lo enajenado y lo alienado, su sello inconfundible. Nuestra mayor identidad es, paradójicamente, lo parecidos que somos a los demás.
Pero esto no es reciente. Esta suerte de discriminación moderna, colectiva y mediática viene desde antes. Es pues, menester de la propia sociedad, de los medios y de aquellos que de una u otra manera tienen influencia en el comportamiento de la masa, el terminar con esto.

Miraflores esté realizando una campaña contra el ruido. Los protagonistas de las fotos de la campaña son niños que entre mueca y mueca te motivan a parar la contaminación. Todos son blanquitos y rubios. Niños miraflorinos, que les dicen. Seguramente que se hizo un casting. Seguro que hubo una cola inmensa de niños, todos tomados de la mano de mamá. Seguramente todos blanquitos y rubiecitos. Todos esperando ser los más blanquitos y rubiecitos, porque al fin y al cabo, los más bonitos son los elegidos.

Y es que pareciera que seguimos una perspectiva bastante norteamericana. El pelo rubio sigue vendiendo, atrayendo miradas y costando más que los rulos oscuros. Las discotecas de moda se jactan de solo tener un “tipo” de gente. La más chick, la más regia y linda.

Y es que pareciera que somos cualquier cosa menos una sociedad y hacemos, en reemplazo, extrañas hordas que se que deben sus miembros al color de la piel, la procedencia demográfica o familiar, la opción sexual o el poder adquisitivo.

Un país no mejora sin unión. Eso está claro. Y la única manera de que grupos tan distintos confluyan en una verdadera sociedad, es eliminando los prejuicios. Aquellos que lucen imperceptibles, pero que en realidad son los más profundos.

La frase, tan manoseada y maqueteada de “en el Perú, el que no tiene de inga, tiene de mandinga”, una vez más, adquiere vigencia cuando se habla de este tema. Dentro de un contexto como el peruano, es, por decirlo menos, ridículo tener jerarquías a partir de conceptos como el color, la religión o el nivel social.

La propuesta está hecha. Abrir un poquito la mente. Tan solo un poco, para descubrir lo presos y encadenados que estamos de nuestros propios “criterios de selección”, de nuestros propios prejuicios. Ya fue bastante de discriminación, del trato diferente por estúpidos criterios. Comencemos a aceptarnos todos. Atrevámonos de escapar de nuestra impermeable burbuja, y conozcamos un poquito el mundo. Porque el mundo lo hacen las personas. De todititos los colores.




martes, enero 04, 2005

Odio no ser de la wich

Odio intentarlo e intentarlo en vano. El no completar el perfil necesario para ser "de la gentita". Carezco del carro de rigor, aquel que en la maletera guarda un equipo Bosse y que para repleto de chicas bien, cubiertas apenas por trapitos que dejan casi nada para la proyectada y que son negadas totalmente al arte de armar una buena conversación. Pero no es solo el carro. Recibí un golpe certero de realidad el día que me tope con el axioma de que la televisión miente. Y es que miente. Porque aquello de "100% Actitud" es puro cuento. Una falacia atroz. Disculpe el que todavía no lo ha descubierto. Pero la actitud no basta. Hay que ser regio de nacimiento. De herencia. Genética y de la otra.

Repito. Quiero ser de la Wich. Pero mi naturaleza me niega la oportunidad. Reniego cada mañana contra mi yo y desde que leí a ese de Freud, guardo un secreto resentimiento con mis padres. Y es que después de años de vano intento, todavía no le hallo el ritmo a la música electrónica. No la entiendo. Creo como "Chema" Salcedo que "Son seres que se mueven mecánicamente bajo el yugo de un ritmo inexistente". Odio las discotecas. Siempre. Con terrible y viceral ímpetu. No puedo sonreír hipócritamente durante 3 horas en un lugar donde la música "bailable" revienta mis tímpanos. Y la hipocresía está de moda.

Gusto de la nada popular soledad. Y eso no es Wich. No me apetecen las caras escarchadas y sigo pensando que prefiero imaginar cuerpos desnudos que simplemente ver escotes reveladores. No soporto que una fuerza de rumor[1] me señale a que lugares ir el jueves, y el viernes, y el sábado. Me cago en ello. Me sigue interesando más lo que me pueda decir una mujer, que la capacidad contorsionista de bailar sin tregua y no sudar. No soy partidario del messenger[2]. Bloqueo a cada contacto que tenga como parte de su nick a una lunita, un arco iris, un corazoncito y demás.

Mis gustos no son de moda y Serrat está bastante viejo como para ser "cool". Pero, repito, lamento mi actitud. Quiero ser de la Wich. Porque son felices. No veo aquella nebulosa mental de drama existencial en su semblante. No tienen las marcas del ceño fruncido, como yo. Se los ve ligeros. Siguiendo patrones que odio y viéndose bien. Los veo tan inocentes y puros, cogiendo en la sala de espera del dentista todas las revistas "Cosas" y buscar atolondrados las páginas sociales. Luego la lenta inspección. Y entonces comienzan las sonrisas. En silencio. Pero quieren decir "a esta la conozco". Viven felices de saberse Wich. De saberse tan élite, tan envidiados.

Yo no les puedo conversar del viaje de prom a Santo Domingo, al que nunca fui. No puedo correr tabla como ellos y mi bronceado nunca es perfecto. Prefiero el café al whisky. Y un libro a catálogos de Ripley. Gusto más de las reuniones íntimas. De grupos pequeños y conocidos. No me interesó jamás hacer amigos. Voto por una hamburguesa de carretilla al fin de juerga antes que el Mc´Donals tan poco artesanal.

Beso a mi mamá y a mi hermano en público, sin la vergüenza de rigor, con desparpajo y con "te amo" incluido. Me jode la voz de serferito diforzado de los Djs de radio doble 9, así que simplemente no la escucho. No se manejar. No pienso aprender tampoco. Viajo en micro. Vivo cada día el trauma de la música de combi, y me produce odio el pensar que hay gente que se salva de esta.

Así que finalmente, creo que los odio más a ellos que a mi naturaleza. A su concepto degenerado de lo divertido. Odio Su MaNeRa De EsCrIbIr porque, como bien dice una amiga, pareciera que los disléxicos se han puesto de moda.

Hoy es un día de frustración. Odio la wich tanto como no ser parte de ella. Una paradoja que lo único que no me genera es indiferencia. Y es que o molesta o divierte. Esa clase de gente, toda linda y perfumada que entran sin hacer cola. Yo no quiero hacer cola. Yo quiero tomar taxi.












[1] Ver terrible "termómetro", afiche publicitario colocado en el tercer urinario a la derecha en el baño de Larcomar, donde te exhortan, bajo amenaza de no ser cool, a visitar el día indicado el lugar indicado. Pastoreo digo yo.

[2] Nueva manera de comunicación selectiva. Recomendación: Bloquear todos los contactos y solo habilitar con quien quieres comunicarte. Es irritante ver ventanitas que parpadean con tontolonisimas conversaciones que uno nunca quiere

domingo, enero 02, 2005

Jorge Caldo

"No creo en el libre arbitrio. No creo que exista la libertad"
Jose Luis Borges


Jorge termino de releer por séptima vez un ensayo de Kafka, hizo unos cuantos apuntes en su cuaderno, ya bastante viejo y destartalado de tantas ideas, y siguió llenando paginas y paginas de Word de un escrito infinito.
Jorge Caldo era contador. Cálculos y estadísticas, control de flujos mercantiles. Eso hacía. Su diario acontecer. La razón por la que las hojas del calendario se perdieran sin sentir alguna diferencia. Los días, los años, solo eran perceptibles por las arrugas, por el intenso dolor en el lumbago que punzaba cada vez más, con el correr de los años.

Jorge Caldo odiaba ser contador. Odiaba ser Jorge Caldo. Los números le producían una eterna migraña, con la cual ya hacia tiempo sabía vivir... Odiaba sus compañeros, todos complacientes. Imbéciles tragados por el sistema. Estúpidos sumisos, que no se atreven a cambiar su destino. Como tú Jorge Caldo. Como tu.
Odiaba su cubículo, tan poco personal, los colores muertos, el eterno olor a cigarrillo y las cosas acomodadas en un desorden tan metódico, que pareciera siempre, que en unos momentos, Jorge metería todo en una caja, y se iría, a buscar nuevas penurias.

Tenía 57 años. Llevaba ya 25 en la empresa de su tío, su jefe. Llevaba 35 más casado, con Maria Nieves, hija de amigos de sus padres, enamorada desde la adolescencia. Gorda, amargada. Enamorada desde niña de un primo casado que vivía en Suiza. Nunca tuvo hijos porque nunca convino. Otros 30 años con interminables deudas que junto con su esposa y el trabajo, regían una interminable lucha, la de ser la peor de sus desdichas.

De joven jugaba a tener otra vida, soñaba con algo más llevable, menos su vida, más cualquier otra. Pero a los 57 uno ya no tiene ganas de jugar a nada. Ya no hay sueño que le arranque una sonrisa a uno. Así que de un día para otro, sin darse cuenta, Jorge dejó de soñar. Las noches eran un negro impío, lúgubre y monótono, un negro gris.

La esperanza que un día daban los ahorros, se desvaneció con la compra, en liquidación, de un departamento en un conjunto habitacional de San Felipe, que, dicho sea de paso, odiaba con todas sus fuerzas, con su mente y con su odio. El resto Maria lo gastó en unas cuantas noches de casino. Las putas nunca costaron tanto y eran menos frecuentes.

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Tenía apuntes, citas textuales e indirectas que buscaban justificarse a si mismo. Nietzche decía que la libertad no existía. Kafka jamás se sintió libre. Comentó que "Estar encadenado es, a veces, más seguro que estar libre".
Caldo comía libros, uno tras otro. Intentaba convencerse de que no añoraba la libertad. Pero en serio la quería, quería el valor para hacerse de ella. Quería tener los huevos, el desparpajo de mandar todo al diablo, todo y todos. Pero no podía.

Alguna vez leyó que Platón y Aristóteles sugerían que la libertad está destinada para unos cuantos. Jorge se sabía parte de un grupo mayoritario el de los no elegidos-justamente ese era el único consuelo, confundirse con la masa anónima-. Él no formaba parte de la elite que describían Platón y Aristóteles. De haber vivido en la Grecia antigua, sería un esclavo modelo.

Revisando ensayos de psicología descubrió a un Erich Fromm que habla de un miedo a la libertad y no saber que hacer con esta, y de pronto se sintió aliviado de no ser libre, de no tener los huevos.

José Luis Borges hablo de la libertad como una meta, a la que se llegaba solo cuando se llega al Nirvana, meta que Jorge prefería ignorar. Eso no era lo suyo.Lo suyo eran los números y las jaquecas. Los avatares del trabajo, las discusiones con la esposa.

Llego a pensar en ser infiel, en buscarse una chiquilla y viajar con lo poco que tenía, salir a conocer el mundo con una niña a la cual hacerle el amor en cada aeropuerto, en cada hotel y en cada playa.

Pero solo lo llego a pensar. No hizo más. Y cuando digo que lo pensó, me refiero a que se le cruzó por la mente, lo deseo con todas sus fuerzas, pero jamás se atrevió a pensar en la posibilidad. Jamás se sintió capaz de hacerse feliz.

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Salvo un día. Un único día en su vida. Una sola vez en la que Jorge Caldo dejó de ser Jorge Caldo. Así, sin avisar ni presentar alguna señal. Se cansó por fin, y decidió, ahora si, ser libre.

Sentado en el sofá, frente al televisor, los párpados comienzan a caer. Estas muy cansado, otro día de mierda. Es bastante tarde y una película malísima western te ha hecho mantenerte en vigilia más de la cuenta. Ves el reloj de la cocina, cuentas con los dedos. Te quedan 3 horas y media para dormir. Mañana hay que trabajar.

Te asalta de pronto, unas vertiginosas ganas de no ir. De, por primera vez en mucho tiempo (ni siquiera recuerdas si alguna vez sucedió) dormir hasta que ya no puedas más. Quieres levantarte para el almuerzo. Siquiera llegar tarde al trabajo, saludar conchudamente a la gente y sentarte como siempre en tu cubículo, esperando a que el jefe venga a putearte, como a los chiquillos tardones.

Pero tú no Jorge Caldo. Tu no eres ya un niño, a ti nadie puede, o debe requintarte nada. Tienes 25 años llegando 10 minutos temprano, siempre, cada día. El único día que faltaste fue el del infarto, hacia ya como cuatro años. ¿Te acuerdas? Avisaste, desde el hospital, que por motivos de fuerza mayor no podrías asistir. El corazón se te exprimió como limón. Se te estrujó, y tú, llamando para avisar que tenias que faltar.

Así que a la menor mueca, al más insignificante gesto que no te guste, al mínimo reproche, mandarás a la mierda a todo, y si en necesario, repartirás unos cuantos puñetes. Así de simple. Y si no es suficiente, lo será con un "renuncio pues carajo".

Ahora era mucho más que un simple deseo, en serio se te metió la idea en el cerebro. Lo decidiste ahí, frente al televisor sentado en el sofá, con una música de vaqueros de fondo.

Dejaste el miedo a un lado, y te emocionaste de lo que sabias, ibas ha hacer. Comenzaste a sudar. La adrenalina te excito aún más. Saliste a comprar cigarros y fumaste. Fumaste hasta quedarte dormido.

Esa mañana la cama pareciera más grande. Habían llegado tíos de Suiza, según su llamada, la habían invitado a dormir. Así que se quedaría junto al primo, al eterno amor platónico casado.

Jorge durmió placidamente, sin preocuparse por donde estaría María. Sin perturbarse por los gemidos que de seguro estaría lanzando, por el éxtasis que su mujer estaría sintiendo ahora, y que tu nunca le brindaste. Estabas feliz, emocionado. Deseabas que el primito de mierda se la quedara. A ver si podía con la esposa y tu mujer. Pobre de el, pensaste..

El despertador suena con un timbre insoportable, te levantas sin recordar el día que es hoy. 6 y 15 de la mañana. Te frotas los ojos, te sientas en la cama, y de pronto lo recuerdas. Flaqueas por un momento. Ya estas despierto, te tienta saltar de la cama como impulsado por un resorte, bañarte con agua hirviendo, cambiarte con la ropa que planchaste tú mismo ayer, salir corriendo con solo un café y un cigarrillo de desayuno, y llegar, como siempre, 10 minutos temprano, antes que el jefe, antes que seguridad, antes que todos.

Pero no. Lo has decidido. Buscas en algún rincón de tu ser un bostezo imposible y eterno. Acomodas tu almohada, y te hechas, a seguir durmiendo hasta el almuerzo. Piensas es tu sueño, en la sorpresa de los demás, en lo difícil que será que se las ingenien sin ti. En la cara de tu jefe-tío furioso, intentando llamar a un número que jamás le interesó apuntar.

***************


La oficina de Jorge Caldo fue distinta. Los contadores, encorbatados, se miraban, con una marcado gesto de extrañeza cómplice. Jorge Caldo no había llegado al trabajo, hasta que llegó. Tarde...por cinco minutos.
Se lo veía apagado, con ojeras de caricatura, refunfuñándose en un quejido de murmullo. Y es que no había podido. Como siempre. O como nunca. Caldo llegaba y se criticaba el simple hecho de haberlo intentado, más que el de no haberlo hecho. Llego a la conclusión que cada vez que se propuso algo, en verdad, lo había conseguido. Nunca se había propuesto nada, nada en serio, además de una esposa no querida, un departamento odiado y un trabajo nefasto. Solo ese día. Solo el hecho de darle un escupitajo a su triste realidad, y dormir, y permitirse reír de quien no quisiera que duerma, o que cante, o fume en el pasillo.

No tuvo ese valor que nunca creyó tener hasta la noche anterior. Es que había parecido tan real, tan fácil por un momento. El hacer lo que quería se volvió factible, por primera vez. Pero seguro sería el sueño, el cansancio, o cualquier cosa. Por que el valor era ficticio, no existía, en ti no existía.

Desde ese día no paso nada más. O no quiso pasar nada. Jorge Caldo no volvió a llegar tarde a la oficina, no volvió a acostarse tarde viendo westerns que le ocasionaban ciertas ideas estúpidas. No más.

Simplemente se dedico a envejecer como se debe envejecer. Viviendo de los pocos recuerdos que merecían recordarse. Jubilándose, en el mejor día de su existencia, un día antes del peor de todos, el día que se dio cuenta, que sin trabajo de contador, sin flujos mercantiles ni cálculos, Jorge Caldo no sabía quien era Jorge Caldo, ni sabía que hacer. Así que se dedicó a dormir hasta la hora del almuerzo por un mes. Hasta que se cansó.

Siguió con los cálculos, y los flujos por cuenta propia, independiente que le dicen...pero nuca llego a mudarse del mundano departamento de conjunto habitacional en San Felipe.

Continúo con sus investigaciones filosóficas, escribiendo, haciendo más interminable todavía el escrito de Word. Familiarizándose con Los sabios de la humanidad, buscando una eterna justificación para ser como era, aceptar una realidad impuesta, sin atreverse nunca a alzar la voz de protesta, a cambiar por una vez, y de una vez por todas, una vida que no escogiste.

Hasta que Jorge Caldo murió. Un día en la mañana. Escribiendo o haciendo números. Dice María que estaba cerca. Que lo vio apretarse el pecho, con la mirada perdida, sin un ápice de susto, sin ningún intento de quedarse.

No más de treinta personas fueron al entierro de Jorge Caldo. No hubo más llanto que el de su esposa, y su secretaría Rosmery. No hubieron palomas blancas ni nada de parafernalia. A el no le hubiera gustado.
Simplemente un clima de congoja típico, que celebraban la ida de un hombre, que no tuvo casi nada en la vida, salvo un intento real, hacía 10 años, de liberarse de todo y de todos. Un intento firme y seguro, por el que hubiera dejado todo. Un intento vano, al fin y al cabo, que hizo de su vida, una con sentido. En su epitafio no se lee más que "Aquí yace Jorge Caldo, esposo de María Nieves. Hombre, esposo y compañero ejemplar".

sábado, enero 01, 2005

Tarantino, mon amour

Quentin Tarantino admira a D.J. Salinger. Aquel escritor ermitaño de una sola novela, que vive aislado del mundo, que odia las entrevistas y las fotografías. "El guardián entre el centeno" es una obra de culto en Estados Unidos e inspiración de más de un asesino en serie. Tarantino ama también esa novela.

Y es que Quentin Tarantino no es solo un director y guionista. Este personaje, que arranca sonrisas en cada entrevista por sus exagerados gestos, es también el cultor de una nuevo concepto de cine. Aquel donde las historias se entrelazan en perspectivas vertiginosas. Donde la música pareciera no acompañar a la imagen, sino difuminarla.

Eso es Quentin Tarantino. Un cuadro pastel alborotado por una explosión de colores. De rojos, azules y rosados. De lágrimas que chorrean verde y amarillo.

Pulp Fiction, más que una película genial, es un ícono que conjuga imagen, música y narración y lo convierte en único e inseparable. John Travolta jamás olvidará su baile con Uma Thurman, y Samuel Jackson, jamás el versículo de Ezequiel 25: 17, que no aparece por ninguna parte de la Biblia.

Historias que aparecen y desaparecen, que se arman a retazos. A Tarantino poco le importó aquello del inicio o el desenlace. Pulp Fiction es un conflicto de dos horas. Un quiebre de reglas, de paradigmas. Y está dicho que quien quiebra los cánones marca hitos. Quentin se debe saber feliz por eso.

Kill Bill fue su última entrega. Una película de cuatro horas, que por motivos de producción, terminó saliendo en cartelera en dos volúmenes. Aquí se luce la principal debilidad del director, Uma Thurman. Tarantino no entiende el porqué de su admiración por la rubia. Alega, simplemente, que tiene una fijación con sus dedos, principalmente con los de sus pies. Y por eso vemos a cada momento los pies descalzos de "la novia" embarrándose o pisando ojos. Incluso, en la escena del primer volumen, Uma tiene una conversación maravillosa con el dedo gordo de uno de sus pies.

La sangre es también elemento recurrente en el sello Tarantino. Comenzando por Reservoir Dogs, pasando por Jackie Brown y finalizando con Kill Bill, el director ha mostrado su fetiche por las armas y los cuerpos cortados, agujereados, baleados, mutilados. Desde rifles y revólveres hasta las míticas espadas Hattori Honzo. Lo genial, en todo caso, es que pareciera que el sadismo que profesa el buen Quentin parece, más bien, inocente y trivial.

Todavía Marsellus Wallace debe preguntarse qué demonios había dentro de su maletín. Y Vincent Vega seguirá pensando cómo las balas no lo atravesaron.

Tarantino dejó ya de ser una persona. Un guionista acucioso o un director de renombre que ocasionalmente actúa en sus películas. Tarantino es un nuevo concepto. De arte visual y estética cinematográfica. La conjunción de sonido, imagen, color y neo-narración engranan una nueva forma de presentar historias. Con diálogos exquisitos e interminables, o acrobáticas peleas donde lo único que se oye es el rechinar de dientes, las balas en fricción con el percutor, y los sufridos jadeos de quien fue alcanzado por un disparo.