jueves, setiembre 28, 2006

Pum Pan


Lo miró, con sus ojos viejos y cansados. Lo miró por última vez y vio en él a un pedazo de hombre. Solo era un niño, un pequeño con ínfulas de héroe. Lo encontró tan desprovisto de todo, tan a merced de una suerte ya esquiva, que sintió lástima por él. Aquel jovencillo travieso solo había querido llamar la atención con sus mataperradas, pero estas habían causado ya, muchos disturbios. Así que al Capitan Garfio no le quedó más remedio que apretar el gatillo, y con esto, todo el país del Nunca Jamás se vio envuelto en llamas.

jueves, agosto 31, 2006

Rompiendo palitos chinos

Horacio es un hombre como cualquier otro. De los que te encuentras en la panadería cada mañana, de los que te cruzas en el parque al pasear al perro. Es de aquellos que siempre ves y nunca saludas. Uno de esos hombrecitos que hacen su vida sin muchos problemas. Un Horacio como cualquier otro Horacio que se nos pueda ocurrir. Trabaja, se toma sus cervezas de vez en cuando. Ama terriblemente a su enamorada, compra el pan cada mañana y silba siempre la misma canción cuando sale a pasear a su perro Argos.

Todo hace suponer que esta mañana lo veremos por el barrio silbando alegremente de la mano de su chica, que es linda, y además pareciera quererlo tanto como él a ella. Cualquiera podría apostar que muy temprano iría en busca de una bolsa de pan francés y del periódico de cada día. Pero pasa que no. Pasa que hoy Horacio no tiene ni tiempo ni ganas para comenzar su día como los anteriores. Pasa que Argos lo mira, de lejos, con algo de nostalgia y tristeza, sospechando que esta tarde no habrá parque. Y es que los perros intuyen cuando sus amos andan mal.

Horacio anda hecho añicos. Con un cenicero al lado que revienta de tantas colillas y una especie de terrible certeza que le indica que las mañanas, como la de hoy o como la de mañana, no volverán a ser lo que eran. Los hechos que acababan de suceder, uno detrás de otro, en una cronología imposible, han terminado por desmoronar por completo a Horacio. Lo han vuelto simple polvillo. Nada de la nada. Un simple hedor sin olor. Una contradicción.

Susana -la novia linda y alegre por la que Horacio andaba loco- que nunca llegó a dormir. Que llega. Que luce incómoda, como queriendo fabricar excusas en tiempo real. Como queriendo morirse de veras, morirse siquiera un par de horas, morirse para no tener que mirar a los ojos al pobre de Horacio y decirle que todo se fue por el caño en una sola noche.

Y bueno, Susana sabe muy bien que las mentiras tienen patas cortas, y aunque está consciente que el mundo se le puede venir encima por una sola verdad, el semblante sombrío de Horacio no la deja pensar en la mentira indicada. Así que Susana se sienta en una esquina de la cama, prende un cigarrillo con los dedos tembleques y estalla en un relato terrible, en el que describe el sabor de un sudor ajeno, una cama de tres estrellas y, en fin, una traición consumada esa misma noche. Luego, el silencio captura la habitación y pocos segundo después, un sollozo en coro lo quiebra. Un sollozo visceral que pronto se convierte en llanto. Y entonces a Susana le vienen unas ganas inmensurables, unas ganas inmensas e impostergables de darle a Horacio el abrazo más grande y fuerte que nunca le dio, y resulta que a Horacio le pasa lo mismo. Pero es tarde para abrazos. Para abrazos, para besos y cosas lindas de novios. Horacio sigue amando a Susana con todas las fuerzas que todavía le quedan, pero un ápice de orgullo lo vuelve de roca instantáneamente. A Susana le pasa algo parecido. Su sollozo termina finalmente, y de pronto se acaban las ganas por el abrazo y en cambio aparece un deseo incontrolable de volver a la cama de ayer, de volver a probar el sudor de anoche y comenzar de nuevo sin nunca más tener que contarle nada de nada a Horacio, que sigue estático y pálido como una piedra.
Los brillos de la mañana desaparecen como en cámara rápida y de pronto llega la tarde. La habitación de Horacio continúa igual que antes, con el cenicero rebalsando y la cama destendida. Argos da vueltas por toda la casa y Horacio, poco a poco, deja de ser la roca que fue en la mañana y se alista para ir al parque. Argos salta de felicidad y lo abraza de la manera que un perro puede abrazar a su amo.

Irrelevancias de una mañana

El té filtrado de todos los días lo esperaba en la mesa de noche, despidiendo un vapor sinuoso y un olor que se filtraba por las paredes de la habitación. Las sábanas permanecían destendidas y húmedas, dibujando los rezagos de un amor de penumbra de aquellos que lo carcomen todo entre las sombras de la noche, y que se desvanecen como las nubes de verano al contacto con las primeras luces de la mañana.

Sentado en la esquina de la cama, Gonzalo chupaba un cigarrillo moribundo. Su mirada de agujero negro, contenía toda la culpa que su cuerpo no. Sólo los anteojos redondos que permanecían empotrados en su semblante desde siempre, disimulaban de alguna manera esa certeza irremediable que dictaba que de Gonzalo, casi no quedaba nada. Apenas la pena, la culpa y dos vidrios redondos sobre sus ojos.

Claro, es bastante difícil que se entienda la cara de encierro de Gonzalo si se cuentan las cosas desde la mitad. El principio, media hora antes de que el cigarrillo moribundo muriera, fue tan fatídico que por primera vez Gonzalo dejó que el té de todas las mañanas se enfriara sin siquiera percatarse de que el olor de canela y clavo se le impregnaba en las tripas. Todo fue tan rápido y confuso, tan de historia ficticia, que no había sabido que responder en el único momento en su vida en el que debió responder: con una mentira, firme e inexorable. Una mentira tan plagada de verdades ajenas que terminaría siendo más verdad que cualquier otra. Pero no. La confrontación le cayó tan de golpe, que creyó que, de pronto, catorce fiebres distintas se lo comían. Quedó impávido y comenzó -maldita duda, malditos segundos- a balbucear.

A Valeria le vinieron las catorce fiebres al cuerpo cuando vio, incrédula, como una silueta dibujada, de pelos castaños y pestañas atestadas de rimel, salió del baño de Gonzalo sin más prenda que los vapores propios de un amor de penumbra que, de seguro, se acababa de consumar en esas sábanas ensopadas de lujuria.

Seguramente, a estas alturas del relato, todo este lío doméstico, de infidelidad y culpa hará pensar que esta historia no es tan original. Cualquiera podría decir que a cualquiera le pasa que su novia aparece una mañana en su departamento, lo ve a uno desnudo, ve las sábanas arrugadas y huele esa amalgama de sudores, y entonces se arma la de Troya. Pero pasa que hay cuestiones, detalles quizá que son más interesantes que la mera infidelidad. Al fin y al cabo, eso no es lo importante de la historia. Lo importante es el té. La taza de té que siempre descansaba en la mesa de noche, cada mañana, esperando que Gonzalo la tomara entre las manos, que la acariciara y se la llevara a la boca. Lo importante es el cianuro de la taza, del té. Lo resueltamente relevante del cuento, es ese cuarto personaje que amaba a Gonzalo con una locura a prueba de toda razón.

El cuarto personaje de este cuento, estuvo siempre en el. Vivió el amor irremediable de Gonzalo y Valeria, sintió y olió cada noche y cada conversación entre los dos. Vivió feliz sabiendo lo mucho que Gonzalo podía amar. Juró que esa mirada, de ojos azules, agrandada por la lupa de sus anteojos, la miraría así, con la misma devoción con la que miraba a Valeria.

Aquella noche, en la que Gonzalo se había dejado devorar por el deseo de un cuerpo extraño, hubo un testigo de la infidelidad. Alguien nublada de celos, y de algún tipo de obsesión, que permanecía agazapada tras las cortinas, acumulando todo el odio, toda la decepción de saber que Gonzalo olvidó, por unas horas de sexo, a su amada Valeria. Entonces era inevitable, Gonzalo no podía amar a nadie de verdad. Nunca podría amarla a ella, ni siquiera después de esa mañana, cuando Valeria, luego de una tortuosa agonía provocada por cianuro, muriera de una vez y para siempre.

Pero esa madrugada lo había cambiado todo. Valeria no tenía más culpa que la de haber amado a su amado. Valeria no haría que Gonzalo la amara. Nadie lo podía hacer. Así que mientras la cama arrugada sostenía dos cuerpos abandonados al cansancio y al sueño, nuestro cuarto personaje ingresó a la habitación, caminó hasta la cocina y abrió el microondas, donde la taza de té todavía helado, esperaba la mañana, para recién calentarse e ir a parar a la mesa de noche de Gonzalo.

Luego saldría del departamento, bajaría hasta la calle, caminaría unas cuadras, compraría una gaseosa, y vertiendo el cianuro en la bebida, la tomaría, recostada en un parque para que nadie se percate de su muerte hasta horas después.

Gonzalo quedaría vivo. Con la cara de encierro, con la culpa acumulada en la mirada, y con el té frío mirándolo con recelo, sabiendo que su destino, esta mañana, no sería unos labios, sino el alcantarillado.

martes, mayo 02, 2006

Tiempo perdido


Supongamos que un día amanece y el tiempo se ha ido. Yo se lo difícil de imaginarse tremendo desbarajuste de la vida tan programada y ordenada que tiene uno, pero hagamos un esfuerzo, digamos con un afán meramente lúdico.

En primer lugar todos los relojes se perderían en un dos por tres. Podría pasar que en la mañana uno amanezca y se de con la rabiosa sorpresa de que su reloj de pulsera desapareció así como así, dejando como vestigio tan solo una marca de bronceado debajo de la mano. Puede también, que simplemente los relojes sigan ahí, trepados en las muñecas, colgados en las paredes y en los cafés sin decir nada. Absolutamente nada. El mismo día en el que el tiempo se fuese, comenzaríamos todos a preguntarnos el porqué de estos aparatitos tan singulares como inútiles, que no hacen más que ocupar espacio y servir de casi nada. Entonces los cafés y restoranes dedicarían unos minutos a bajar de las paredes esos aparatos.

En primer lugar, habría un problema terrible al momento justo de levantarse e ir a trabajar. Finalmente, sin relojes ni tiempo, cada quien iría a trabajar en el momento antojado, y laboraría cuanto se le antoje. La paga sería la misma, pues nadie podría descontar horas o ese tipo de medidas que, bajo nuestra primera premisa, no existen.

Luego deberíamos pensar que todos andaríamos más en nuestras casas, durmiendo o cosas por el estilo. Las reuniones y citas comenzarían a desaparecer y cada vez que pasases por un café, y vieras gente conversando y riendo, sabrías que esos dos se encontraron por mera casualidad, que son como deberían pasar las cosas en serio.

Nuestra vida, pues, sin el tirano e imperialista tiempo, carecería de este tipo de restricciones y controles que a mí de un tiempo a esta parte me ha comenzado a desesperar.

Las universidades serías simples puntos de reunión a donde uno llegaría cuando pensara que es una buena idea. Del mismo modo, los profesores se levantarían de su cama y pensarían lo simpático que sería ir a la universidad y empezar a enseñar diversas cosas que uno aprende en la vida, y entonces cada profesor haría sonar una campana inmensa cada vez que llega a la universidad, de manera que los jóvenes que se hallen en el patio podrían plantearse como posibilidad pararse y dejar la majadería un rato y sentarse en uno de esos pupitres a escuchar que bueno tiene que decir el profesor este, al fin y al cabo, por algo es profesor.

Los exámenes serían de lo más divertidos, pues al no haber un terrible reloj en el centro del salón, mirándote, presionándote e instándote a equivocarte por simple apresuramiento, los alumnos resolverían el examen con una paciencia terrible, como esperar cualquier cosa en este tiempo en el que el tiempo no existe. La gente se tornaría muy paciente y el esperar se tornaría en un nuevo placer que dominaríamos cada uno.

jueves, marzo 16, 2006

Cartas y contestaciones II


Yo tenía una chica. Era preciosa, linda. A decir verdad, tu la conoces. Su pelo era lacio y castaño y sus ojos claros, casi transparentes. No sabría decirte si eran verdes o celestes. Ha pasado algún tiempo y como que mi memoria no es lo que era antes. Aunque, pensándolo bien, mi memoria nunca fue muy de fiar que digamos. Tu la conoces bien. ¿Recuerdas el tiempo en que estuvimos juntos? Pues fue en ese tiempo que la conocí. Luego de verte, luego de revolcarnos en tu sofá, desnudos, yo largaba raudo a su casa. Escuchábamos música toda la noche a la luz de unas velas decorativas que tenía ella en su casa, mientras devorábamos cigarrillos y cigarrillos. Yo entiendo tus celos, pero si de algo sirve, mi chica preciosa y yo nunca nos besamos siquiera. No queríamos hacerte daño, traicionarte del todo. Eso pensábamos ambos. Aunque nunca nos lo dijéramos por esos días. A decir verdad, yo no era tan noble. Si nunca me acerqué demasiado era solo por temor a un rechazo que, irremediablemente, me habría alejado de ella y de ti. Que arrepentido estoy, como ella. Míranos ahora, alejados los tres, uno de otros. Por la distancia o por los hijos, pero alejados como si cada quien hubiera desaparecido para los otros dos. Aunque me cuentan que ustedes todavía se hablan. Se cuentan sus vidas y obvian, siempre, que existió un enamorado de años que medio que las hizo dudar de su infranqueable amistad. Una persona que hizo tambalear tantos años de abrazos y secretillos guardados.

Ella me dijo hace un tiempo cuan arrepentida estaba de no haber mandado al mismo demonio ese respeto por ti. Me contó que hubiera preferido darme el beso que nunca nos dimos y que ambos probáramos nuestros sudores. Lo tengo escrito. Me mandó una carta con todo esto, y lo digo para que luego no digas que levanto falsas calumnias en pos de separarlas. Nada más falso. Pero en la carta me contaba, por ejemplo, los discos que escuchábamos en su casa a la luz de esas velas de todos colores. Y bueno, la música hace que uno recuerde los detalles más impensados. Como el asco que me daba de vez en cuando verte, sabiendo que eras tú y nadie más que tú la que impedía que yo y mi chica preciosa estuviéramos juntos. Ya lo ves. Tu gran amiga fue mi gran amor. Mi amor platónico. Mi alma gemela a la potencia de –2. Todo un logaritmo imposible. Pero no te preocupes, no te hagas mala sangre que de nada sirve. Ya te dije que nada pasó. Que ambos nos moríamos de ganas de irrespetarte, pero que el miedo obró en bien de esta fidelidad de cuerpo que no es más que simple cobardía. Creo que en verdad te odio por haber estado siempre presente en intangible, cuando estábamos mi chica preciosa y yo, en el sofá, mirándonos los ojos con unas ganas fulminantes de sellarnos con un beso que lo rompiera todo. Sería ocioso pensar que hoy tendría el valor. Lo más probable es que el miedo me embargase de nuevo y quedaría igual, a medio camino, sin siquiera un beso de ella, y con miles de besos tuyos que no valían una sola sonrisa de ella.

Cartas y contestaciones III

Quiero que sepas que tengo todo planeado. Que no hay absolutamente nada por que preocuparse. Ya no debes fingir, mi amada. Nunca más tendrás que hacer como que amas a alguien. A partir de hoy seremos solo tu y yo. Lo juro. El pelmazo ese, que tienes como esposo no podrá encontrarnos nunca. Ya tengo todo planeado, te lo he dicho.

Te lo digo ahora para que no vuelvas a tener miedo. Ya no tienes que sonreír cada vez que él te intente besar la mejilla, ni lanzar gemidos de supuesto placer cada vez que te bese en la boca y en tus pechos. Ahora eres libre, adorada. Solos, tu y yo, y el mundo, el inmenso mundo que es solo para nosotros ahora.

Claro, sería bueno que empaques poco a poco, que guardes tus joyas, que no hay nada peor que una mujer tan linda como tú sin sus joyas. No te preocupes de tu niño, amor, que ya vendrán más. Además bien sabes que a pesar de todo, el pelmazo de tu marido quiere al pequeño demonio ese. Mi plan es perfecto, y al no verte, no le quedará más que cuidarlo y tenerlo como la única cosa que le quedó de ti.

Es triste, lo se querida, pero que se le puede hacer. El pelmazo no es un mal hombre, teniendo en cuenta que siempre te dio todo, pero yo soy de la opinión que todo no es más que suerte. Yo solo tengo un plan para darte, muñeca, pero es un plan infalible que nos hará libres, por fin.

Estoy ansioso ¿sabes? Mi mujer me ha dicho para ir de campamento con los niños en unas semanas, y yo he reído solamente. Porque en unas semanas no estaré más. Estaré, pero lejos de aquí, y contigo en brazos, como siempre debió ser. No tengas miedo, mi princesa, es lo único que te pido. El miedo es razonable cuando no se tiene un plan como este, como el mío, que es infalible, que está tan bien hecho que no admite la menor falla.

Yo se como son las cosas, estoy totalmente consciente de todo, mi querida. Desde esa vez que nos miramos, el día que nos mudamos al costado de tu casa, supe que te quería. Que te quería con todas mis fuerzas y ni todo el mundo junto podría contra este amor. Yo se que eres muy tímida, y que finges ser feliz la mayor parte del tiempo, pero para engaños solo los tontos. Conmigo no tienes por que fingir, mi querida, mi amada. A mi me bastó esa mirada, y un par más cuando coincidimos a la hora de sacar la basura (la verdad es que esperaba que tú la sacaras para recién yo salir) para saber que este amor es mutuo.

Por eso te escribo, para decirte que no debes de preocuparte más, que yo se bien que me quieres, tanto como yo a ti. Así que nada, espera solamente otra carta. La dejaré, como ésta, en el buzón, porque sé muy bien que solo lo revisas tú. Te escribiré explicándote al detalle mi plan, pero por el amor de Dios, esconde las cartas en un lugar seguro. Por favor, no se te ocurra dejar una de mis cartas por ahí, encima de la mesa o a vista y paciencia de tu marido, que ahí sí se arma la de Troya. Ya me pasó una vez que tenía un plan bastante parecido a este, con una chica que era bastante bonita, aunque no tenía esa sonrisa tan mona que tienes tú, y resultó que su esposo encontró la carta y le fue con el cuento a mi mujer. Imagínate que, en un ataque de miedo, ella negó que me conociera y que fuéramos amantes, a pesar que las miradas que nos mandábamos eran tan o más explícitas y sugerentes que las que nos mandábamos tu y yo. El marido intentó mentir, dijo que ella había recibido una carta mía y que se la había dado a leer. Yo se que no fue así, que ella me amaba pero algo le falló. Seguro, porque siempre pasa, que el niño lloró y ella fue a atenderlo. Y entonces la carta encima de la mesa y plaff!!! Ya vez... Todo se arruinó. Mi mujer casi me hecha de la casa y ella desapareció para siempre. Pero la verdad, agradezco que la muy tonta fuera tan imprudente. Al fin y al cabo, si no hubiera hecho lo que hizo, no estaríamos a punto de irnos a vivir lejos, juntos los dos, como siempre debimos estar.

miércoles, marzo 15, 2006

Cartas y contestaciones IV

Decía que las cosas andan terriblemente mal querida Dely. El señor Hols hace meses que está con el cáncer que no lo deja ni a sol y a sombra. La señora ya se mandó a hacer el traje de luto y caleta nomás, el cajón, donde pasará una larga temporada, ya está elegido. La señora, ni que decir. Si bien está mejor de la presión, luego de la muerte por leucemia de Pebels no ha sido la misma. Anda sombría e imagínate lo sombría que estará con ese nuevo vestido de luto que planea usar un año entero.
Se que esperabas una carta más optimista Dely, pero las cosas aquí andan terriblemente mal. Con decirte que yo también estoy comenzando a sentir en serio la muerte de Pebels. No era una gran chica, tu lo sabes muy bien, siempre prepotente y con esa cara respingada de mierda. Siempre intentado demostrar lo mucho que valía, lo virtuosa que era. Se que esto no parece una carta, sino la lista tenebrosa de alguien teñido por la tragedia, pero debo contarte que todas las plantas han muerto. O están en proceso de morir. Han sido olvidadas, y aunque he hecho el mayor de mis intentos en mantenerlas vivas, mi poco tiempo (las últimos meses fueron dedicados a Pebels) y mi poca destreza con los jardines no alcanzaron para mantener ni una sola viva. Ando más que triste por esto último, pues sé cuanto amabas este jardín. Lo se porque te veía cuidándolo como si cada planta, cada flor fueran parte de ti. Lo se por el brillo de tus ojos y por la parsimonia de tus manos cuando las cuidabas, por lo dulce de tu voz cuando les hablabas.

Si algo bueno pasa hoy en esta casa, es la nueva actitud de el pequeño Enrique. Sobra que diga lo cruel que siempre fue para con todos aquí. Todo su engreimiento y sus ínfulas de principito, parecieran haber acabado luego de tanta tragedia. Con decirte que ahora me llama por mi nombre y con un cariño poco usual. Últimamente me ha dado bastante lástima el pobre, porque a pesar de lo mal que se portó siempre, nadie se merece tanta desgracia a tan corta edad. Así que últimamente he ordenado que le cocinen su comida favorita cada dos o tres días, y ya no me molesto porque esté en la mesa a la hora indicada. Si bien estaba furioso luego de que te fueras, al punto que pensé en renunciar, creo q es mi deber, luego de tantos años sirviendo aquí, seguir siendo el mayordomo de esta familia, siquiera hasta que tanto acontecimiento funesto deje de asomarse con tanta periodicidad. Se que en unas semanas las aguas se calmaran, y cuando esto pase te prometo que hablaré con la señora para que te reponga en tu puesto, para que tu misma sanes a las plantas que tanto quieres. No sabes cuanto te extraño, mi querida Dely, pero en estos momentos no puedo insistir en tu regreso, pues sería muy sospechoso. Te amo a mares, mi adorada Dely, responde esta carta lo antes posible, que ante tanta tragedia, tu aliento se convierte en mi única razón para aguantar todo este despelote.

lunes, marzo 13, 2006

Cartas y contestaciones V


A decir verdad, no soy un entendido en esto del ajedrez. Del juego este, no comprendo casi nada, pero me apasiona a mares el ver como Rubén y Mario se sacan la misma madre en partidas somníferas y eternas, en el centro mismo de Miraflores, en las mesitas estas donde la gente, en una especie de exhibicionismo intelectual, suele agarrarse a alfilazos y a reinazos. Yo se, es bastante incongruente eso de que me apasionen sus extensísimos juegos, y que al mismo tiempo me parezcan somníferos. Pero es que del juego, como dije, no entiendo nada de nada ni me interesa entender nada de nada. Hay que verlos, en cambio, para entender la pasión que despiertan, sentados pero en pie de guerra, cosa que podría sonar también bastante contradictoria.

Ambos compungen la cara con cada pieza ganada, con cada pieza perdida. Los dos transmiten esa tensión furibunda, esa pelea de mentirita que los absorbe a los dos por un par de horas.

Una de las cosas más divertidas es verlos acabar una partida. Uno siempre esboza esa mueca tan reconocible del que se sabe triunfador. El ganador siempre engendra los mismos gestos, las mismas maneras del triunfador modesto. Ninguno de los dos se mirará con rabia o recelo, pero por dentro el pecho se les infla, estiran los brazo como si despertaran de un letargo prolongado, como si la tensión de las horas no hubiera hecho el menor escarnio en sus vidas.

El perdedor, igual, no se inmuta ante una derrota, pero si uno es atento y observador -como yo- puede encontrar que la frustración lo invade totalmente, como la rabia se manifiesta por más solapada que se intente, y entonces se echan a reír y a conversar sobre mujeres y fiestas y sobre los partidos de fútbol del miércoles y el domingo.