martes, abril 12, 2005

Odio los domingos

Salvo cuando el lunes es feriado.Recuerdo el día en que nació esta fobia. Estaba yo en quinto de primaria. Disfrutaba de los domingos como cualquiera los disfruta. Hasta que me di cuenta de la catástrofe. Ya no era divertido. El maldito lunes no se contentó con ser abominablemente fatídico. Tuvo que contagiar al domingo, infectarlo como la gangrena. Hizo al domingo turbio, triste, atroz.

Siempre he pensado que el domingo comienza demasiado tarde, y nace junto con una zumbante resaca.
Odio el domingo por que la simple aritmética indica que un día de descanso no equivale a seis de trabajo. Entonces... y ahora si, el domingo no solo es atroz, sino injusto. Por que si lo pensamos como un bien social, deberíamos descansar tres días a la semana. Así se tendría que contratar más gente. Por ende, más trabajo para más peruanos. Como dice Sapolio.

Pensemos en una tarde de domingo. O bien una estratégica siesta, o bien la angustia de terminar el trabajo encomendado para el lunes (según los jefes y los profesores, el domingo se puede hacer lo que no se hizo en toda la semana), o bien una película vista un ciento de veces que tiene como principal atractivo, las patadas de Van Dame. Todo un día siete. Perfecto, inmejorable.

Nunca leo los prólogos. Normalmente los paso desapercibido. Y es que detesto las antesalas (por ejemplo, está la irritante hora antes de un partido de fútbol, en la que dos futbolistas frustrados intentan predecir lo que a continuación va a pasar). Así que odio las antesalas tanto como los finales. Las cosas no deberían comenzar ni terminar nunca. El conflicto, la trama en sí es lo interesante de las cosas. Y en el domingo no hay tramas. O es principio, o es final. Y yo que no soy de extremos.

No creo que pueda haber nada más estresante que un día a la semana, donde estas obligado a descansar, a no estressarte. ¡Es demasiada presión!. Eso me estressa. Odio no poder excusarme en lo cansado que estoy para no hacer nada. Y que en mi día libre, me obliguen a tender mi cama. Odio los domingos por que el domingo me toca lavar los platos. Y este es justamente el día en que llegan las visitas,. hay postrecito, platito de ensalada. Ergo: lavo toda la tarde.

Odio los domingos por que tengo tanto tiempo para escribir, que no lo hago. Y porque es el día que uno tiene tiempo para ver televisión. Y es sabido que los domingos no hay nada para ver. Los odio por que queda la nostalgia del viernes y el sábado, y el temor de un nuevo lunes. Por que toda la semana dejas cosas para el domingo. Y entonces te descubres en tu día libre, más ocupado que nunca.

Si yo fuera un día de la semana, sería martes. Luego de la catástrofe. Dos por uno en el cine. Sería un martes modelo. Nada de juerga ruidosa, nada de miedo ni descanso sórdido. Juro que no me simpatizaría ningún domingo. Y es que un domingo es reconocible a simple vista. Un vago depresivo. De aquellos que no hacen nada, y se odian por no hacer nada.

Odio el domingo por que no tiene sinónimos. Por que los domingos no pasa nada. Y uno se vuelve como los ancianitos que viven de los recuerdos. Los domingos vivo de lo que hice el viernes y el sábado. El domingo no existe, es una cruel mentira. Es un fraude. No es más que una escala triste. Los doce pasos rumbo a la silla eléctrica. Una maldita antesala, preludio, prólogo de un lunes, cuando, siempre, los zapatos pesan más que los pies, la corbata aprieta demasiado, las horas de clases son más largas, y las de sueño casi ni se sienten.

Odio los aretes en el ombligo

Por que casi siempre vienen con pulseras multicolores, aretes estrafalarios y frases tontas.
Veo ese metal (a veces plástico) que cuelga, campante e inútil, enajenando, profanando a más no poder el dulce pocillo del ombligo, y me deprimo.

El ombligo es la parte más divertida de uno. Basta con imaginar la persona más formal, recta y autoritaria del mundo, jugando con su centro de equilibrio, aquel agujerillo tan personal, para que, de pronto, la persona se revista de un halo de inocencia y vulnerabilidad.

Odio que la moda asalte al buen ombligo, y lo vuelva, en un dos por tres, soso y sin gracia.
Siempre he pensado que un arete en el ombligo cambia a las personas. Que el metalito este, o el dolor del pinchazo, actúa como un chip cerebral que modifica la conducta. Y entonces podemos ver a grupos enteros de féminas adolescentes exhibiendo su panza, casi siempre plana, con el solo propósito de lucir el piercing de turno. El piercing no es más, para mí, que la cereza del postre. La confirmación absoluta de un estereotipo desgastado.

Si el ombligo hablara, estoy seguro que se quejaría del maltrato con que se lo tratan. Viviría enojado con su dueño por haber sido relegarlo a un segundo plano, por haber sido opacado por una argollita, puntito o demás, que permanece colgado del único lugar donde no debería hacerlo.

Se me ocurre que el piercing en la barriga está, como cada adorno corporal, hecho para mostrarse. Esto significa que las panzas permanecerán calatas, a vista y paciencia de todos, andarán por ahí, luciéndose y compitiendo por ver quien está mejor adornada. Y esto está mal. Terriblemente mal. La panza está para guardarla cual secreto privado. El ombligo no debe ser baratamente mostrado a quien no haya hecho los suficientes méritos. Es una humilde opinión. No vaya ser que el pobre ombligo, con todas sus arruguitas y recovecos, pesque un resfriado.

Odio el bendito arete de moda porque normalmente vienen con risas y conversaciones que no quiero comenzar. Y que generalmente comienzan. Las veo divertidas, jalándose la argollita como quien estira una liga. Y yo que no comprendo por que tanto maltrato. Odio esa moda, porque al odiarla, hace que me sienta un joven viejo. Y pienso, que diría mi abuelita.

Siempre dije que cuando sea papá, voy a ser uno genial. Voy a jugar con mi hijo y con mi hija. No me importará aprenderme el nombre de todos los pokemones, ni manipular muñecas Barbie. Pero eso sí, nada de piercings en el ombligo. Eso sí que no.

Me escucho, me leo... y me parezco al tío al que nunca me quise parecer. Eso también lo odio. Pero sigo pensando en que nada de huequitos en la barriguita. Odio los piercings porque casi todas mis enamoradas han tenido uno, y yo siempre peleé contra el, y siempre perdí.

No tengo problemas con los tatuajes, por más dolorosos que puedan ser, ni siquiera con los que rodean el ombligo, pues me consuelo pensando quie más bien, lo realzan. Pero lo del arete es grave. El piercing esconde el agujero finito más divertido del mundo. Mi parte del cuerpo preferida.
Insisto en que el ombligo es el único pedazo de piel que tiene un fin lúdico. Y eso me gusta. Me aterra pensar en alguien sin ombligo, porque la alegría se acumula ahí. Por eso es que las chicas embarazadas lo tienen salido. Es lo que llamo, un rebalse de felicidad.

Lo afirmo de nuevo. Detesto desde mis tripas, y más allá, los ombligos, camuflados por metales que los agujeran, los atraviesan y, por último, los vuelven simples adornos. No me parece.

Odio el día de San Valentín

Por que los globos en forma de corazón se apoderan de las calles. Y yo le tengo miedo a los globos y a los payasos.

Por que los besos deberían ser medianamente privados. Y el catorce de febrero estos se vuelven un acto público y casi obligatorio. Casi tanto como el regalar flores, que no es más que un cliché. Y los cichés son insufribles cuando todos lo hacen al mismo tiempo. Está también aquello de la música romántica, que más bien, me parece deprimente y tonta.

Odio San Valentín, por que por un día, Ricardo Arjona y Alberto Plaza se ponen de moda. Y no hay nada peor que las modas efímeras.

Detesto que el no tener enamorada un día al año, te descalifique par pasar un San Valentín digno. Y que los noticieros siempre tengan un enlace vía microondas desde el parque del amor. Pienso que no hay justicia en aquello del día del amor. Por que, por ejemplo, amo a mi mamá, y se vería bastante mal que ande por ahí, un catorce de febrero, con mi madre de la mano.

Hagamos un recuento. Insufrible música romántica, inmensos globos rojos que sirven solo para identificar a una pareja feliz. Parques, cafeterías y restorantes repletos de parejitas jurándose amor. Todo lo que uno detesta.

Pero eso no es lo peor. Lo más terrible es, en todo caso, el tener que hacer cada cosa nombrada y odiada, para complacer a la enamorada de turno. Porque uno que quiere en serio a su novia, no puede estar sin ganas de salir un catorce de febrero. No. Uno tiene que aparecer en la casa de la chica, con una sonrisa de choclo, saludar a la familia de ella y ser blanco de todo tipo de bromas romanticonas. Luego se debe salir. A donde sea, pero lejos de casa. Se la tiene que invitar a un buen sitio, darle la flor correspondiente y la tarjetita que lleva adentro todo tipo de palabras que confirman que hoy, y justo hoy, la quieres mucho más que ayer.

Sigamos. Uno debe soplarse una hora de espera para sentarse en una bendita mesa (pedir que uno haga reservación es, a mi entender, demasiado), aguantar la música terrible que se suele poner en esos sitios ese día. Pero ahí no acaba. Un día antes uno debe planificar como demonios se va pasar la noche entera hablando de lo linda que ella está, de lo feliz que es recordar como fue que se conocieron y se enamoraron, y otras típicas cursilerías que no se deben omitir por tradición, por que sino se enoja. Y ay de ti si ella se enoja contigo el mismísimo día de San Valentín. Eso si que no te lo va perdonar así de fácil.

Odio ver en la televisión los ridículos concurso del beso más largo. O escuchar historias de amor que lo único que me producen es sueño. Odio las películas que pasan todo el día, por que Meg Ryan está, de repente, en todos lados.

Y a mí también me odio cada catorce de febrero. Por que si estoy con enamorada, en contra de lo que digo líneas arriba, me vuelvo un ser romanticón, cursi y predecible, y yo me jacto siempre de ser impredecible.

Si, en cambio, no tengo a nadie a quien regalarle una rosa, busco, con semanas de anticipación, una posible cita, para que así pueda ser romaticón y cursi, con todas las de la ley. Nunca me liga. Así que normalmente paso "el día del amor" en mi casa, viendo como Meg Ryan se ve lindísima en la pantalla de mi televisor, y pensando en cuanto me gustaría estar en la mesa en el restorán fichón al que iría si tuviera a la chica adecuada a mi lado. Entonces me deprimo un poquito. Y odio deprimirme.

lunes, abril 04, 2005

Raquel debe morir

El mozo me mira, como esperando que pida la orden. Le pido, en cambio, unos minutos, que mi esposa está en el baño. ¡Maldita sea! pienso, cuando más hambre tiene uno, a la mujer se le ocurre que es hora de mear.

Se demora más de lo que estoy dispuesto a esperar, así que pido una copa de vino y un canapé. En la mesa de al lado, hay un par de hombres bebiendo whisky, acompañados por una mujer que me parece tan bella como familiar. La veo fijamente buscando cruzar miradas, y de pronto entiendo el parecido.

La mujer que tengo al frente es la viva imagen de mi Raquel de hacía veinte años, cuando todo parecía ser más fácil. Antes de las noches de café bajo el cielo parisino. Cuando todavía mi espíritu literario no había sido apagado por esto del vino y las cenas elegantes.

El impacto que me causó la chica de la mesa de al lado fue parecido a la primera vez que vi a Raquel. Mi naturaleza de escritor bohemio, toda aquella pose de pituco intelectual de país subdesarrollado se acabó de un momento a otro, al entrar al aula de clases de la Universidad de Sorbonne, en la primera clase de maestría en Literatura Francesa. Raquel estaba sentada, con la mirada enterrada en Albertine desaparecida, de Proust. Distaba mucho de todos y de todo. Su sola presencia nos hacía a todos, me incluyo de ante mano, entes parecidos, prediseñados y sin gracia o personalidad.

Su blusa blanca y holgada, sus anteojos pequeños, su pelo corto y su postura andrógina no encajaban en ningún lado. Simplemente no pertenecía. Ni a los intelectuales en busca de intelectuales y de demostrar su sapiencia, ni al de las inocentes entusiastas europeas con espíritu de arte. No era ni presunciosa ni tenía esos aires de pelea con el sistema y el mundo. Se veía apacible, hundiendo esos ojos plomos, inmensos e hipnotizantes que tanto observé, día a día sin cansancio, en el maldito de Proust.

Entonces yo tenía 26 años, un título de comunicador social bajo el brazo, y una reputación mas o menos ganada en el medio periodístico limeño. Creía ser el próximo Ribeyro, pero me agradaba pensar más en ser un nuevo Cortazar. Sentía que el arte me inflamaba y que había de liberarme de el de la única manera que sabía: escribiendo.

Las primeras dos semanas de clases solo me concentré en Raquel. En tatuar en mi mente sus facciones y gestos, en descifrar el código oculto de sus tenues pecas sobre sus hombros y memorizar su configuración. Aprendí a reconocer su voz entre miles de voces, y a mirar más allá de sus imposibles ojos grises. La hice mía en sueño tantas veces que perdí el miedo a mirarla fijamente, perdí el miedo de compartir con ella la misma dimensión, y entonces, y solo después de dos semanas de arduo y entusiasta estudio, (que, ahora que pienso, fueron las más productivas para mi arte) la invité una noche a tomar un café, y a conversar sobre Poust, Fulkner y Borges.

Temí que mi rudimentario francés me hiciera quedar mal, pero lejos de aquello, ella sonrió tímidamente y respondió en español, con un raro acento franco-argentino que encantada, y que tenía tiempo ahora, que nos vallamos. Me tomo de la mano, estampó sus ojos en los míos y me llevó.

Estuvimos cerca de tres horas en un café del centro, hablando primero de Borges, y luego de su familia, de su padre argentino, de su vocación para la política y de su interés por la literatura latinoamericana, de su platónico amor con Vargas Llosa, su adicción a la cafeína y su terrible mal de insomnio.

Caminamos por calles desiertas, reímos sin miedo toda la noche y nos besamos en la puerta de su apartamento. Allí, luego de tocar el cielo por primera vez, estaba yo rebalsando éxtasis. Raquel me miró de nuevo, posó de nuevo sus gélidos dedos sobre mi mano, y me jaló hasta su dormitorio.

Entonces tuve miedo. La imagen de imposible corría riesgo de desvanecerse en una sola noche. El sexo mata amores, los quiebra y los vuelve simples bocados de lujuria. Temí ser solo un aperitivo, parte del alimento de su Eros y no invadirla totalmente, en planos intangibles y todavía no explorados. Pero sus ojos me hipnotizaron, y cuando hube de darme cuenta, Raquel se contorneaba desnuda sobre mi pecho.

Gocé del calor que producían nuestros cuerpos. Probé su salado y delicioso sudor, calque con mis dedos su silueta y bese cada poro, cada vello, cada pedazo de ella. Leí con la yema de los dedos todo lo que decía el lenguaje de sus pecas y lunares, y entonces la conocí. La hice tan mía como pude y escuché como el rechinar de la cama sonaba a melodía de amor. No hubo pudor ni vergüenzas, no existieron contemplaciones.

La pasión se volvió una guerra feroz y deliciosa, y luego un juego jugado por niños. Después nos aburrimos de jugar y emprendimos de nuevo la guerra. Los cuerpos dejaron de serlo para volverse simples sacos de carne entrelazados. El tiempo se congeló en el vapor de nuestros pechos en fricción, y solo después, seguimos hablando.

Prendí un cigarrillo y fumamos desnudos sin sábana que nos cubriera. Fumamos sin dejar de hablar. De París, de mis ínfulas de bohemio escritor y su libertina forma de encarar el mundo. Hablamos de Lima y de cuanto le gustaría conocerla. Hablamos de Nietzsche, Víctor Hugo, Moliere y Corneille. De sus pecas y de sus ojos grises.

Jugamos el resto del invierno al sexo y a la guerra. Éramos amantes libres, despreocupados del resto. Nos conformaban en ese entonces los cafés, la literatura y con las noches de lujuria y sudor. Aquello de que el sexo mata amores, nunca fue tan falso como con Raquel. La amé con locura en secreto. Sus ojos, sus hoyillos en las mejillas al sonreír, sus pies descalzos, su forma de fumar. Se convirtió en una necesidad primaria, se convirtió en mi fuente inacabable de inspiración.

En esos días yo había comenzado a escribir una novela hambientada en tiempos de la revolución francesa, y me ví obsesionado, de repente, con uno de mis personajes. Se llamaba Mariana. Era casi una niña. No tenía más de 16 años. Se prostituía por casi nada, y vivia enamorada de un escritor cuarenton.

Dejé de dormir en el apartamento que alquilé a mi llegada a París y solo meses después me anime a mudar mis maletas. Sin darme cuenta me volví necesario para Raquel. Nos volvimos dependientes uno del otro. En el verano viajamos en tren por toda Europa. Visitamos cada museo de Roma, Venecia y Atenas. Nos bañamos desnudos en las playas de Ibiza y al regresar nos amanecimos en noches de café, tabaco y estudio.

Nos graduamos con honores, nos emborrachamos con vino y conté, de nuevo, pecas y lunares. Pasamos un año en el mismo departamento en el centro de París. Yo escribía como poseído para revistas de literatura de Lima y Madrid, y ella trabajaba en proyectos meticulosos, diseño de políticas de desarrollo, que vendía a organizaciones de distinto tipo y por los cuales cobraba doce veces lo que yo.

Entonces, solo escribía. Escribía y amaba. La sola imagen repetida, que me situaba frente al monitor, hipnotizado durante horas en la catarsis de vomitar literatura, mientras devoraba cigarro tras cigarro, sabiendo a mis espaldas a una bellísima francesa de ojos infinitos, descalza, que tocaba la flauta al tiempo que enterraba la mirada en literatura alemana, mientras me esperaba, apacible, paciente, para hacer el amor, aniquilaba todas mis teorías de la inexistencia de aquello que los insensatos llamaban felicidad.

La llegada a Lima tuvo lugar un lunes al mediodía. La bienvenida en el aeropuerto fue fascinante. Hubo cajón, guitarra, pandereta y serpentina. No faltó nadie. Ni siquiera mis padres que hacía tiempo que no me esperaban en el aeropuerto, sino con el almuerzo listo en casa. Esta vez las ansias de conocer a la francesita que me había robado la cordura, pudo más.

Ese día, en serio, todo salió como mandado a hacer. Los amigos y los abrazos. Mis viejos y la felicidad de verme de nuevo. Y Raquel, que en un acto milagroso puso todas las caras bonitas que se necesitaban para ganarse a la familia del novio, rió sin ironia de los estúpidisimos chistes de mi padre. Incluso sostuvo una somnífera conversación con mi madre, hacerca de los quehaceres fundamentales de una ama de casa modelo. Todo sin un gesto de molestia, sin siquiera una mueca que me hiciera presentir que luego lo había de pagar caro.

Luego, ya solos en la azotea, le conte de lo extraño que me parecía su actitud. Pensandolo en frio, ahora, pareció casi una recriminación. Ella no tuvo mejor respuesta que una carcajada sonora y escandalosa. Su risa irónica me sacaba de quicio.
- ¿Tanto te cuesta creer que pude ser amable con tu familia, sin pedirte nada a cambio? ¿Tanto te cuesta pensar que, en verdad, quiero que tu familia diga "es la indicada"?

No había mucho que contestar a una afirmación tan tajante. Ella seguía con aquella carcajada insoportable.

-Comienzo a pensar que te jode. Que te irrita en serio que le guste a tus padres, que me lleve bien con tus amigos. ¿Para que me trajiste, entonces? ¿Acaso para demostrar que tu rebeldía era en serio? ¿Me trajiste para que todos hablen de la francesita hippie, feminista, libertina, machona que enredó a su talentoso niño? ¿A eso me trajiste? Dime. Porque si en serio es eso, solo dilo, y le propongo un trio a tu vieja. Y sanseacabo. Me vuelvo el anticristo. Y entonces quedas como el chico limeño con "mente abierta" que se enamoró de una cualquiera. Listo. Te hago feliz y de una vez nos largamos.

Otra vez, no hubo mucho que responder. Solo el notar que un hilo de baba me rozaba la quijada, me hizo hablar.
-Eres la indicada, le dije.

Luego, nos echamos a intentar ver las estrellas que veíamos en París y que jamás veríamos acá, mientras todavía la gente se emborrachaba en la terraza de mi casa. Nos dormimos vestidos. Con los dedos entrelazados bajo la nuca, mirando al cielo, dos palmos uno del otro.

Al día siguiente comenzó el remolino de compromisos, fiestas, tour y demás, que todos peraparaban menos nosotros, y de los cuales jamás se quejó Raquel.

Visitamos museos, participamos de cada almuerzo familiar organizado en nuestro honor. Aprendimos a reírnos de las ínfulas de familia aristocrática de las que se jactaba cada tío, cada primo, cada sobrino. Eramos cómplices, compinches. Entonces, cualquier lonche con la abuela, cualquier recital de piano de la primita, cualquier visita al club, era soportable si estabamos juntos, para mirarnos con esa mirada tan complice, con esa idea de cuán imbeciles eran todos, menos nosotros. Nos sentíamos bien.

Mi novela iba viento en popa. Había sido re-escrita un ciento de veces, y ahora escribir de Mariana se me hacía deliciosamente fácil. Talvez Mariana hizo que descuidará un poco Raquel. Ella comenzó a salir sola, con mis amigos. Regresaba casi siempre borracha, dispuesta ha hacerme el amor, pero yo andaba más preocupado en mi niña, en sus preocupaciones, y en la sutileza con que le habrían de hacer el amor sus ocasionales amantes. Marianita ya no dependía de mí. Creo que era al reves. Se me escapó de las manos, y ahora yo solo era el obligado testigo de como ella hacía su propia historia. Me tomo por secuestro y me instigó a escribir una historia, que ella me susurraba al oido.

El poco tiempo libre que tenía, lo dedique a Raquel. A reírnos de lo que hacía en el día, en la pelea por la computadora. Yo con aquello de mi novela... ella con lo de su trabajo, que tenía que manadar sus trabajos, que necestitabamos el cheque... y yo con eso de que, a la mierda, me canse. Ya estuvo bueno. Tres meses fueron suficiente. Así que ese mismo día se planeo la despedida. En la noche, entre la música de Sui Generis, los vasos de ron y los llantos de despedida, zarpamos de nuevo. Rumbo a París. Con una pequeña escala en Barcelona para ver aquello de la editorial y de un posible aumento de sueldo para Raquel. En una semana estuvimos de nuevo, en el apartamento sin divisiones, de 5 por 5, en el que eramos plenos. Donde escribía, mientras veía en el reflejo del monitor su mirada pícara, llamandome en silencio a la cama.

A veces me confundí. A veces no supe si la del reflejo era Raquel, con sus ojos plomos de veneno, llamandome, seduciendome, tentandome a la lujuria del sexo conocido, alegre y simple, o Mariana, más menuda e inocente. Más pura e idiota, pidiendo auxilio, pidiendo que haga algo. Que solo yo podía hacer algo.

Los únicos celos que le conocí a Raquel fueron por Mariana. Entonces me ví en un extraño triangulo amoroso de fantasía. Mariana Tambien odiaba a Raquel.

Las quejas comenzaron un tiempo despues. Raquel se cansó de mi ausencia presente, y me dió un amenzante ultimatum. O mandaba a la mierda a Mariana y a su mundo siquiera un poco, o ella misma, Raquel, se hiba a la mierda. Nunca respondí. Yo era feliz con mi bigamia.

Era un viernes, al atardecer, cuando llege a casa y Raquel ya no estaba. Solo dejó una nota escrita en el espejo del baño, en una actitud tan cliche, que en serio, me irritó. Avisame cuando mates a Mariana. Porque o la matas, o no vuelvo.

Su simpleza me aturdió. La odie por hacerme elegir, por hacerme apurar una muerte que debía llegar a su tiempo. Así que escribí cada noche, cada mañana, cada tarde en busca de la muerte de Mariana. Nunca llegó. Y es que la muy puta no quería morir. Se resistía.

Mariana llegó por fin. Se disculpó por la demora, que había cola en el baño, que la llamaron al celular. Yo la tome de la mano, apretandola de extasis.

- ¿Ves esa chica de la mesa del frente? Pues se parece mucho a mi Raquel.

Ella me miró, un poco asustada.

- Mi amor, ya es tiempo que acabes con esa novela. Raquel debe morir.