martes, noviembre 15, 2005

Pateando miserias

Me ha provocado patear basureros. No es un capricho cualquiera ni una actitud vandálica. Mi decisión por comenzar a agarrar a patadones cada tacho de basura que se me cruce en el camino responde a causas muchísimo más transcendentales. El caso es que en cuanto a mí compete, guardar nuestros desperdicios en tachos y compartimentos de los más diversos materiales, es algo así como esconder las miserias u ocultarlas artificialmente en escaparates con el solo propósito ilusorio de creer que nunca existieron. Soy consciente que no se vería del todo bien la basura regada por las calles, las avenidas y casas. Los conglomerados de desechos terminarían despidiendo un olor nauseabundo, y nuestros niños se enfermarían de graves enfermedades y ratas y bichos nunca antes vistos pulularían por las calles, avenidas y casas. Sería un desastre, en fin, diría cualquiera. Pero lo cierto es que la vida tampoco es tan bonita que digamos. No digo que yo sea uno de esos que buscan fregarle la vida a todos solo porque las cosas no me llegaron a salir lo bien que hubiera querido. Solo pienso que sería una buena lección para la humanidad comenzara patear basureros. No creo que sea necesario barrer con todos. Bastarían unos cuatro o cinco mil en esta ciudad, y absolutamente todo se iría al demonio. Y entonces comenzaría el caos y así comenzaríamos a cuidar un poquito más a nuestros niños, veríamos con más atención todo el rollo este de la ecología, miraríamos con desidia las bolsas de plástico y los papeles bond blanco tiza blanca y, de paso, comenzaríamos a revelar, de cuando en cuando, algunas de nuestras miserias.

miércoles, noviembre 02, 2005

Lucha de amigos

Con los ojos tibios, atiborrados de lágrimas huérfanas, miró el cuerpo desgarbado y raquítico de su oponente, que yacía tumbado en la hierba, inerte y baboso. Tomó el sable con aquellas manos grasosas y mofletudas , y lo volvió a hundir en el abdomen del muerto. La lucha había terminado luego de innumerables anocheceres y amaneceres, testigos de un combate sin precedentes. Luego, con la manga sucia de su camisa borró los últimos vestigios de un llanto que nunca más lloraría. Tranquilo ya, montose Sancho Panza en Rocinante, y cabalgó al encuentro de Dulcinea, su amada damisela.