lunes, octubre 10, 2005

Entre Balas e Ideales


"Si avanzo, síganme.
Si me detengo, empújenme.
Si retrocedo, mátenme."
Ernesto "Che" Guevara.





En el mundo de las anécdotas, de los recuerdos, hay personajes que, paradójicamente, destacan por pasar inadvertidos. Uno los ve, lo siente, y no repara en las historias que viven en ellos. Historias capaces de encresparnos los nervios, de sumirnos en emociones extrañas, nuevas. La presente crónica es un pequeño homenaje a la persona que más admiro. Uno de esos hombres que lucha hasta sin tregua por lo que cree.


1973. La Paz, Bolivia. Banzer gobierna en una dictadura militar. Latinoamérica entera se halla enclaustrada, oprimida. Con las alas de la libertad encogidas y casi cortadas. Es el tiempo de Pinochet en Chile. Tiempo de torturas y matanzas. De olor a muerto.

Las universidades se abarrotan de gente, de marchas y protestas en contra del régimen. Son el punto de encuentro de la sangre joven, pujante, que se niega al sometimiento. Que pide, exige, una realidad distinta.

Filipo Espinoza Cortés pertenece a este grupo. Primero miembro del movimiento estudiantil de secundaria, y luego, del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y del movimiento Teoponte. Tiene 21 años. Es flaco y apenas alto. Frente amplia y una quijada adornada por una insipiente barba.

En segundo de secundaria, allá en Reyes, pueblo pequeñísimo de la selva boliviana donde nació, creció y piensa morir, encabezó una manifestación contra la directora del colegio. El saldo sería la expulsión. No eran mataperradas de chibolo revoltoso. La sangre le comenzaba a hervir.

A los 14, organizaría el primer movimiento huelguista del pueblo, que incluyó manifestaciones callejeras y toda la parafernalia del chongo y el barullo tan propia de las huelgas. Se exigía no clausurar el año escolar de cuarto de secundaria por falta de alumnos. La huelga funcionó. El año no fue clausurado.

A los 21 era todo un revolucionario sin causa. Buscar los motivos vendría después. Ese fastidio de tener las alas atadas, se le cocía en las viseras. Algo había que hacer.

El ELN dejaría de ser una simple agrupación que alzaba su voz de entre tanto murmullo. Luego maduraría en un movimiento guerrillero. Más tarde llegaría el Che, Ernesto Guevara, para liderar un compromiso de pelea contra el autoritarismo. Comenzaría entonces la guerrilla de Ñancahuazú donde se lucharía, fusil en mano, contra esa costra de la sociedad, la opresión. El miedo no estaba ausente. Se sentía a cada segundo. Como un frío puñal, que ingresa tibio al estomago y quema las tripas. Como ese sonido ensordecedor de ráfagas de metralletas que se llevó a más de un compañero.

Filipo trabaja como encargado de logística en el partido. Transporte, comunicaciones, vivienda. Está dentro. Guevara le advierte que se viene lo más difícil. Que si se tiene miedo a morir, lo conveniente es desertar. Pero el flaco se queda. Duda cada noche, tiembla de miedo. Pero continúa, terco en lo que cree, en lo que le nace del pecho y llega hasta las manos. Y se queda empozado ahí, en los dedos y las uñas.

3 de abril de 1972. Filipo cae preso.

Se clausuran seis cuadras de La Paz alrededor de la casa donde los compañeros del partido organizan el próximo movimiento de la guerrilla. Filipo es uno de los cinco más buscados en el país. Su cabeza tiene precio. No lo van a dejar ir. Hay una balacera. "De padre y señor nuestro". Y eso que Filipo es ateo.

Caen compañeros. Caen militares. Muertos y heridos. Sangre. Harta sangre. Filipo es llevado preso. Su mazmorra es una "casa de seguridad". Sufre torturas. Calla. Es golpeado y asustado. Es llevado al monte. Le tapan los ojos con una capucha. Son cuatro cholos pigmeos los que están al frente, cargados de rifles más largos que ellos mismos. Se le ordena soltar la lengua. Se le exige nombres. Calla. Comienzan entonces los disparos. Ensordecedores y secos. Suenan como si le rozaran el rostro, como si cada una de las balas tuviera su nombre grabado. Los oídos no pueden dejar de escuchar por más que intentan. Se perciben hasta los casquillos de las balas que golpean. No disparan a quemarropa. Pero las lágrimas, debajo de la capucha, comienzan a caer. Los huevos los tiene en la garganta, le dificultan tragar saliva. "Que me alcance una y que esta mierda se acabe de una vez", piensa, ruega. Es demasiado.

Un cuchillo de untar afilado incansablemente contra una piedra, termina cortando, cada día, el pequeño marco de la puerta. Lo hace en los breves segundos en que pasan aviones del ejército. A las 5 y 57 de cada tarde, cuando los guardias no pueden escuchar el raspado de la madera, Filipo aprovecha y se sirve de ese cuchillo, el que finalmente le permitirá volver a disfrutar de ese aire distinto que se aspira en libertad.

14 de abril de 1972. Filipo fuga.

La angustia hace que el segundero del reloj se eternice en un solo punto. El tiritar de dientes desprende un sonido que pareciera que alterará a los guardias de turno. Filipo espera hasta las cuatro menos cuarto, cuando se efectúa el cambio de guardia. A las dos y media Banzer lo ha mandado matar. Filipo no lo sabe. Los sicarios llegarán a las cuatro menos cinco.

3:54. Filipo empuja con cuidado el cuadro de madera cortado. Corre hasta un patio con los zapatos en la mano. Está mucho más flaco. La mitad de su cuerpo está morada de tanto golpe. No tiene más fuerzas que las del corazón que quiere respirar libertad. Se ve sin salida. Una pared de tres metros lo separa de ese aire distinto. Lanza las zapatillas al otro lado de la pared. Da un último impulso y salta. Y echa a correr. Rápido, parejo, como si nunca fuera a parar.

Los militares llegan para matar al reo. Filipo corre a escasos 20 metros del cuarto que lo sepultaba. Disparan. Filipo siente las piedras saltar impulsadas por disparos. Siente que hay miles, y que saltan y rebotan al mismo tiempo. La suerte está echada. No lo dejarán vivir así se detenga. Le van a pedir que levante las manos, que se arrodille. Le van a disparar por detrás. Para eso han sido enviados. Así que Filipo sigue. Con todas sus fuerzas. Hasta que se pierde. Los pierde.

Entonces las piedras dejan de saltar. Pero la angustia sigue intacta, como cuando la capucha cubría las lágrimas de desesperación. El corazón ya no quiere correr, las piernas tampoco. El vaso le salta, como queriendo salir, desaparecer. Para. Ha corrido cinco kilómetros. Todavía no se entera que después de 11 días de caer preso, está libre de nuevo.
19 de abril de 1972. Filipo se exilia en Perú.

1973. Viaja a Arequipa, para seguir la conspiración comenzada hace años, contra las dictaduras de Bolivia y Chile. Filipo es encargado de rescatar y sacar compañeros perseguidos por Pinochet en Arica. Viaja seguido a las montañas, en la frontera, por donde acoge a los chilenos que huyen de la persecución política de su país. Se las sigue jugando. Terquedad, ideales, que le dicen.

Vinculado también al ELN en Arequipa, acoge a compañeros que siguen la misma lucha. En esta labor conoce a Silvio Rodríguez, con quien desarrolla otra forma de expresar su ansia de libertad. Así nace Azul, revista intelectual de izquierda que se forja por simple convicción, por simples ganas de hacerlo.

1975. Filipo ejerce la abogacía en Lima, defiende a Joan Manuel Serrat de un lío legal, y se emborracha con el español en una noche de guitarras y ron.

1976, Febrero. Filipo viaja a Bolivia, Cochabamba, para encargarse del partido en esa ciudad. Filipo organiza las movilizaciones y contacta a las fuerzas que vienen del sur.

20 de julio de 1976. Filipo cae. De nuevo balacera. Vuelve el miedo de las piedras saltando, el de la capucha oscura. Siente las pequeñísimas ráfagas de aire que dejan las balas al pasar por su lado. Filipo cae preso cuando la última bala que tiene es disparada. Cuando ha visto caer a sus amigos al lado, alcanzados por ráfagas eternas de ametralladora. Es enviado a La Paz en un avión fletado para su viaje.
Es recluido 20 meses en el Panóptico de San Pedro. Sometido a nuevas torturas, pasa hambre y frío. Llega a creer que lo quieren matar de inanición. Prueba, después de cuatro días, un pan con azúcar pasado de contrabando y, entonces, nunca más olvida a qué sabe la levadura inflada, como se sienten los granos de azúcar en contacto con la saliva.
Ve a compañeros irse un día y no volver nunca más. Sabe que no han sido puestos en libertad. Sabe que el que sale de ahí, lo hace con los pies por delante, y sin vida. Canta "Fiesta", de Serrat, con un amigo argentino, huésped y vecino de celda. Hasta que un día el argentino no canta más.

1978. Filipo sale libre. Una huelga de más de cinco mil bolivianos que exigen la liberación de los 11 prisioneros políticos que todavía se hallan en prisión, desencadena que estos sean llevados a juicio. Filipo es el representante y defensor de los 11. El juicio es televisado. Los medios lo cubren todo. Banzer y su dictadura están en franco descenso. Cadenas televisivas de todo el mundo ofrecen abogados a los 11. Filipo sabe que tiene las de ganar. Rechaza abogados. Él mismo se hace cargo de su grupo.

Filipo exige el levantamiento de todos los cargos políticos que se les imputan a él y a sus compañeros. El juez no cede. Filipo amenaza con regresar a la cárcel esa misma noche si no se los absuelven de todo cargo.
Se le ofrece libertad condicional. No se acepta. Se ofrece condonación de la pena. No se acepta. El pedido es otro. Se pide salir inculpados.

Al día siguiente los 11 son liberados. Incluso el compañero Álvaro, el flaco barbudo, aquel que, fuera del partido, respondía al nombre de Filipo Espinoza.

24 de abril del 2004. El tercer hijo de Filipo, Edmir, escribe una crónica sobre la historia que colocó a su padre, entre balas e ideales.