martes, mayo 02, 2006

Tiempo perdido


Supongamos que un día amanece y el tiempo se ha ido. Yo se lo difícil de imaginarse tremendo desbarajuste de la vida tan programada y ordenada que tiene uno, pero hagamos un esfuerzo, digamos con un afán meramente lúdico.

En primer lugar todos los relojes se perderían en un dos por tres. Podría pasar que en la mañana uno amanezca y se de con la rabiosa sorpresa de que su reloj de pulsera desapareció así como así, dejando como vestigio tan solo una marca de bronceado debajo de la mano. Puede también, que simplemente los relojes sigan ahí, trepados en las muñecas, colgados en las paredes y en los cafés sin decir nada. Absolutamente nada. El mismo día en el que el tiempo se fuese, comenzaríamos todos a preguntarnos el porqué de estos aparatitos tan singulares como inútiles, que no hacen más que ocupar espacio y servir de casi nada. Entonces los cafés y restoranes dedicarían unos minutos a bajar de las paredes esos aparatos.

En primer lugar, habría un problema terrible al momento justo de levantarse e ir a trabajar. Finalmente, sin relojes ni tiempo, cada quien iría a trabajar en el momento antojado, y laboraría cuanto se le antoje. La paga sería la misma, pues nadie podría descontar horas o ese tipo de medidas que, bajo nuestra primera premisa, no existen.

Luego deberíamos pensar que todos andaríamos más en nuestras casas, durmiendo o cosas por el estilo. Las reuniones y citas comenzarían a desaparecer y cada vez que pasases por un café, y vieras gente conversando y riendo, sabrías que esos dos se encontraron por mera casualidad, que son como deberían pasar las cosas en serio.

Nuestra vida, pues, sin el tirano e imperialista tiempo, carecería de este tipo de restricciones y controles que a mí de un tiempo a esta parte me ha comenzado a desesperar.

Las universidades serías simples puntos de reunión a donde uno llegaría cuando pensara que es una buena idea. Del mismo modo, los profesores se levantarían de su cama y pensarían lo simpático que sería ir a la universidad y empezar a enseñar diversas cosas que uno aprende en la vida, y entonces cada profesor haría sonar una campana inmensa cada vez que llega a la universidad, de manera que los jóvenes que se hallen en el patio podrían plantearse como posibilidad pararse y dejar la majadería un rato y sentarse en uno de esos pupitres a escuchar que bueno tiene que decir el profesor este, al fin y al cabo, por algo es profesor.

Los exámenes serían de lo más divertidos, pues al no haber un terrible reloj en el centro del salón, mirándote, presionándote e instándote a equivocarte por simple apresuramiento, los alumnos resolverían el examen con una paciencia terrible, como esperar cualquier cosa en este tiempo en el que el tiempo no existe. La gente se tornaría muy paciente y el esperar se tornaría en un nuevo placer que dominaríamos cada uno.