martes, noviembre 15, 2005

Pateando miserias

Me ha provocado patear basureros. No es un capricho cualquiera ni una actitud vandálica. Mi decisión por comenzar a agarrar a patadones cada tacho de basura que se me cruce en el camino responde a causas muchísimo más transcendentales. El caso es que en cuanto a mí compete, guardar nuestros desperdicios en tachos y compartimentos de los más diversos materiales, es algo así como esconder las miserias u ocultarlas artificialmente en escaparates con el solo propósito ilusorio de creer que nunca existieron. Soy consciente que no se vería del todo bien la basura regada por las calles, las avenidas y casas. Los conglomerados de desechos terminarían despidiendo un olor nauseabundo, y nuestros niños se enfermarían de graves enfermedades y ratas y bichos nunca antes vistos pulularían por las calles, avenidas y casas. Sería un desastre, en fin, diría cualquiera. Pero lo cierto es que la vida tampoco es tan bonita que digamos. No digo que yo sea uno de esos que buscan fregarle la vida a todos solo porque las cosas no me llegaron a salir lo bien que hubiera querido. Solo pienso que sería una buena lección para la humanidad comenzara patear basureros. No creo que sea necesario barrer con todos. Bastarían unos cuatro o cinco mil en esta ciudad, y absolutamente todo se iría al demonio. Y entonces comenzaría el caos y así comenzaríamos a cuidar un poquito más a nuestros niños, veríamos con más atención todo el rollo este de la ecología, miraríamos con desidia las bolsas de plástico y los papeles bond blanco tiza blanca y, de paso, comenzaríamos a revelar, de cuando en cuando, algunas de nuestras miserias.

miércoles, noviembre 02, 2005

Lucha de amigos

Con los ojos tibios, atiborrados de lágrimas huérfanas, miró el cuerpo desgarbado y raquítico de su oponente, que yacía tumbado en la hierba, inerte y baboso. Tomó el sable con aquellas manos grasosas y mofletudas , y lo volvió a hundir en el abdomen del muerto. La lucha había terminado luego de innumerables anocheceres y amaneceres, testigos de un combate sin precedentes. Luego, con la manga sucia de su camisa borró los últimos vestigios de un llanto que nunca más lloraría. Tranquilo ya, montose Sancho Panza en Rocinante, y cabalgó al encuentro de Dulcinea, su amada damisela.

lunes, octubre 10, 2005

Entre Balas e Ideales


"Si avanzo, síganme.
Si me detengo, empújenme.
Si retrocedo, mátenme."
Ernesto "Che" Guevara.





En el mundo de las anécdotas, de los recuerdos, hay personajes que, paradójicamente, destacan por pasar inadvertidos. Uno los ve, lo siente, y no repara en las historias que viven en ellos. Historias capaces de encresparnos los nervios, de sumirnos en emociones extrañas, nuevas. La presente crónica es un pequeño homenaje a la persona que más admiro. Uno de esos hombres que lucha hasta sin tregua por lo que cree.


1973. La Paz, Bolivia. Banzer gobierna en una dictadura militar. Latinoamérica entera se halla enclaustrada, oprimida. Con las alas de la libertad encogidas y casi cortadas. Es el tiempo de Pinochet en Chile. Tiempo de torturas y matanzas. De olor a muerto.

Las universidades se abarrotan de gente, de marchas y protestas en contra del régimen. Son el punto de encuentro de la sangre joven, pujante, que se niega al sometimiento. Que pide, exige, una realidad distinta.

Filipo Espinoza Cortés pertenece a este grupo. Primero miembro del movimiento estudiantil de secundaria, y luego, del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y del movimiento Teoponte. Tiene 21 años. Es flaco y apenas alto. Frente amplia y una quijada adornada por una insipiente barba.

En segundo de secundaria, allá en Reyes, pueblo pequeñísimo de la selva boliviana donde nació, creció y piensa morir, encabezó una manifestación contra la directora del colegio. El saldo sería la expulsión. No eran mataperradas de chibolo revoltoso. La sangre le comenzaba a hervir.

A los 14, organizaría el primer movimiento huelguista del pueblo, que incluyó manifestaciones callejeras y toda la parafernalia del chongo y el barullo tan propia de las huelgas. Se exigía no clausurar el año escolar de cuarto de secundaria por falta de alumnos. La huelga funcionó. El año no fue clausurado.

A los 21 era todo un revolucionario sin causa. Buscar los motivos vendría después. Ese fastidio de tener las alas atadas, se le cocía en las viseras. Algo había que hacer.

El ELN dejaría de ser una simple agrupación que alzaba su voz de entre tanto murmullo. Luego maduraría en un movimiento guerrillero. Más tarde llegaría el Che, Ernesto Guevara, para liderar un compromiso de pelea contra el autoritarismo. Comenzaría entonces la guerrilla de Ñancahuazú donde se lucharía, fusil en mano, contra esa costra de la sociedad, la opresión. El miedo no estaba ausente. Se sentía a cada segundo. Como un frío puñal, que ingresa tibio al estomago y quema las tripas. Como ese sonido ensordecedor de ráfagas de metralletas que se llevó a más de un compañero.

Filipo trabaja como encargado de logística en el partido. Transporte, comunicaciones, vivienda. Está dentro. Guevara le advierte que se viene lo más difícil. Que si se tiene miedo a morir, lo conveniente es desertar. Pero el flaco se queda. Duda cada noche, tiembla de miedo. Pero continúa, terco en lo que cree, en lo que le nace del pecho y llega hasta las manos. Y se queda empozado ahí, en los dedos y las uñas.

3 de abril de 1972. Filipo cae preso.

Se clausuran seis cuadras de La Paz alrededor de la casa donde los compañeros del partido organizan el próximo movimiento de la guerrilla. Filipo es uno de los cinco más buscados en el país. Su cabeza tiene precio. No lo van a dejar ir. Hay una balacera. "De padre y señor nuestro". Y eso que Filipo es ateo.

Caen compañeros. Caen militares. Muertos y heridos. Sangre. Harta sangre. Filipo es llevado preso. Su mazmorra es una "casa de seguridad". Sufre torturas. Calla. Es golpeado y asustado. Es llevado al monte. Le tapan los ojos con una capucha. Son cuatro cholos pigmeos los que están al frente, cargados de rifles más largos que ellos mismos. Se le ordena soltar la lengua. Se le exige nombres. Calla. Comienzan entonces los disparos. Ensordecedores y secos. Suenan como si le rozaran el rostro, como si cada una de las balas tuviera su nombre grabado. Los oídos no pueden dejar de escuchar por más que intentan. Se perciben hasta los casquillos de las balas que golpean. No disparan a quemarropa. Pero las lágrimas, debajo de la capucha, comienzan a caer. Los huevos los tiene en la garganta, le dificultan tragar saliva. "Que me alcance una y que esta mierda se acabe de una vez", piensa, ruega. Es demasiado.

Un cuchillo de untar afilado incansablemente contra una piedra, termina cortando, cada día, el pequeño marco de la puerta. Lo hace en los breves segundos en que pasan aviones del ejército. A las 5 y 57 de cada tarde, cuando los guardias no pueden escuchar el raspado de la madera, Filipo aprovecha y se sirve de ese cuchillo, el que finalmente le permitirá volver a disfrutar de ese aire distinto que se aspira en libertad.

14 de abril de 1972. Filipo fuga.

La angustia hace que el segundero del reloj se eternice en un solo punto. El tiritar de dientes desprende un sonido que pareciera que alterará a los guardias de turno. Filipo espera hasta las cuatro menos cuarto, cuando se efectúa el cambio de guardia. A las dos y media Banzer lo ha mandado matar. Filipo no lo sabe. Los sicarios llegarán a las cuatro menos cinco.

3:54. Filipo empuja con cuidado el cuadro de madera cortado. Corre hasta un patio con los zapatos en la mano. Está mucho más flaco. La mitad de su cuerpo está morada de tanto golpe. No tiene más fuerzas que las del corazón que quiere respirar libertad. Se ve sin salida. Una pared de tres metros lo separa de ese aire distinto. Lanza las zapatillas al otro lado de la pared. Da un último impulso y salta. Y echa a correr. Rápido, parejo, como si nunca fuera a parar.

Los militares llegan para matar al reo. Filipo corre a escasos 20 metros del cuarto que lo sepultaba. Disparan. Filipo siente las piedras saltar impulsadas por disparos. Siente que hay miles, y que saltan y rebotan al mismo tiempo. La suerte está echada. No lo dejarán vivir así se detenga. Le van a pedir que levante las manos, que se arrodille. Le van a disparar por detrás. Para eso han sido enviados. Así que Filipo sigue. Con todas sus fuerzas. Hasta que se pierde. Los pierde.

Entonces las piedras dejan de saltar. Pero la angustia sigue intacta, como cuando la capucha cubría las lágrimas de desesperación. El corazón ya no quiere correr, las piernas tampoco. El vaso le salta, como queriendo salir, desaparecer. Para. Ha corrido cinco kilómetros. Todavía no se entera que después de 11 días de caer preso, está libre de nuevo.
19 de abril de 1972. Filipo se exilia en Perú.

1973. Viaja a Arequipa, para seguir la conspiración comenzada hace años, contra las dictaduras de Bolivia y Chile. Filipo es encargado de rescatar y sacar compañeros perseguidos por Pinochet en Arica. Viaja seguido a las montañas, en la frontera, por donde acoge a los chilenos que huyen de la persecución política de su país. Se las sigue jugando. Terquedad, ideales, que le dicen.

Vinculado también al ELN en Arequipa, acoge a compañeros que siguen la misma lucha. En esta labor conoce a Silvio Rodríguez, con quien desarrolla otra forma de expresar su ansia de libertad. Así nace Azul, revista intelectual de izquierda que se forja por simple convicción, por simples ganas de hacerlo.

1975. Filipo ejerce la abogacía en Lima, defiende a Joan Manuel Serrat de un lío legal, y se emborracha con el español en una noche de guitarras y ron.

1976, Febrero. Filipo viaja a Bolivia, Cochabamba, para encargarse del partido en esa ciudad. Filipo organiza las movilizaciones y contacta a las fuerzas que vienen del sur.

20 de julio de 1976. Filipo cae. De nuevo balacera. Vuelve el miedo de las piedras saltando, el de la capucha oscura. Siente las pequeñísimas ráfagas de aire que dejan las balas al pasar por su lado. Filipo cae preso cuando la última bala que tiene es disparada. Cuando ha visto caer a sus amigos al lado, alcanzados por ráfagas eternas de ametralladora. Es enviado a La Paz en un avión fletado para su viaje.
Es recluido 20 meses en el Panóptico de San Pedro. Sometido a nuevas torturas, pasa hambre y frío. Llega a creer que lo quieren matar de inanición. Prueba, después de cuatro días, un pan con azúcar pasado de contrabando y, entonces, nunca más olvida a qué sabe la levadura inflada, como se sienten los granos de azúcar en contacto con la saliva.
Ve a compañeros irse un día y no volver nunca más. Sabe que no han sido puestos en libertad. Sabe que el que sale de ahí, lo hace con los pies por delante, y sin vida. Canta "Fiesta", de Serrat, con un amigo argentino, huésped y vecino de celda. Hasta que un día el argentino no canta más.

1978. Filipo sale libre. Una huelga de más de cinco mil bolivianos que exigen la liberación de los 11 prisioneros políticos que todavía se hallan en prisión, desencadena que estos sean llevados a juicio. Filipo es el representante y defensor de los 11. El juicio es televisado. Los medios lo cubren todo. Banzer y su dictadura están en franco descenso. Cadenas televisivas de todo el mundo ofrecen abogados a los 11. Filipo sabe que tiene las de ganar. Rechaza abogados. Él mismo se hace cargo de su grupo.

Filipo exige el levantamiento de todos los cargos políticos que se les imputan a él y a sus compañeros. El juez no cede. Filipo amenaza con regresar a la cárcel esa misma noche si no se los absuelven de todo cargo.
Se le ofrece libertad condicional. No se acepta. Se ofrece condonación de la pena. No se acepta. El pedido es otro. Se pide salir inculpados.

Al día siguiente los 11 son liberados. Incluso el compañero Álvaro, el flaco barbudo, aquel que, fuera del partido, respondía al nombre de Filipo Espinoza.

24 de abril del 2004. El tercer hijo de Filipo, Edmir, escribe una crónica sobre la historia que colocó a su padre, entre balas e ideales.

miércoles, setiembre 14, 2005

Una noche

Todos los días de su vida había estado ahí. Sentado a su lado. Mirándolo como se mira a quien mira lo que mira. Ergo, mirándose a si mismo. Sentado junto a la escalinata, Horacio no hacía otra cosa que contagiarse del llanto de sus ojos. Sufrir una condena que jamás pensó sufrir.

Los hechos que acababan de suceder, uno detrás de otro, en una cronología imposible, han terminado por desmoronar por completo a Horacio. Lo han vuelto simple polvillo. Nada de la nada. Un simple hedor sin olor. Una contradicción.

Susana que nunca llegó a dormir. Que llega. Que luce incómoda, como queriendo fabricar excusas en tiempo real. Como queriendo morirse un poquito, para dar algo de lástima, para no ser la victimaria, sino algo víctima.

Susana que no resiste. Que solloza, que llora. Que confiesa. Una noche de amor encarnizado. Una lucha hecha lujuria sobre un colchón de 3 estrellas.

Susana que no resiste. Que no se arrepiente. Que borra todo el amor de años, de miles de momentos y anécdotas, y cafés y vinos –como el de ayer ¿recuerdas? Estaba demasiado dulce, empalagoso diría yo- por una sola noche de deseo.

Un hombre. Una escalinata. Una mujer, su mujer. Una noche en vela, sin pegar un ojo. Esperando. Una confesión vuelta infidelidad. Y un llanto que retumba en los adentros más profundos de un cuerpo que se siente traicionado. Una última gota de agua salada. Una lágrima. Una pistola en la mano y una bala, que siempre dice la verdad. Un golpe seco. Fuerte. Un disparo.

El Olor de la pólvora


Rebeca Dionisia lo mató de un tiro. Lo baleó. Sus 14 años apenas podían sostener tremendo revolver, pero aún así no le tembló el espíritu para apretar el gatillo. Fue bastante simple, bastante menos difícil de lo pensado. Solo imitar a los tantos vaqueros vistos un ciento de veces. Apuntar y jalar el gatillo. Esperar el espaldarazo del golpe seco. Luego el olor a pólvora quemada, el ruido de un casquillo ido al suelo, el retumbo ensordecedor de un disparo cuando mata y el cuerpo del de enfrente, que espera, impávido, que el equilibrio se le largue. El casi muerto que ve cómo por un pequeño agujero se le van las fuerzas y la vida.

Rebeca Dionisia echó a llorar. Soltó el arma y salió corriendo de la habitación.

Hoy Rebeca, de seguro que no estás tan segura de lo que paso esa noche. Y es que el llanto, la angustia y el miedo no ayudan a retener las imágenes del recuerdo. Nuestra cinta mental se comienza a envejecer. La tristeza genera olvido. Debe ser por eso que hoy no hablas mucho de aquella noche. Pero mi caso es distinto. Yo no estaba ni triste ni agobiado, sino ansioso. Yo sí lo recuerdo, como si fuera ayer. Llegaste a mi departamento, con la ropa empapada de tanto sudor y tantas lágrimas. Me besaste en los labios y tu boca y tus mejillas y tus párpados sabían a sal. No decías nada. Solo tu llanto, tu sollozo. Solo tus gemidos de tristeza, de niña que no se atreve a ser mujer.

Yo hice esa noche que te atrevieras… Esa noche, ¿lo recuerdas Rebeca? Yo te hice mujer. Te llevé a la ducha, te quité lo salado de tu sudor y te impregné el mío. Te besé como nunca lo había hecho.

Ahora que lo pienso, felizmente que fui el primero Rebeca. ¿Te imaginas si no? Pudo haberte tocado cualquiera. Cualquier adolescente en fase de experimentación o un simple patán en el asiento trasero del carro de papá. Tú supiste esa noche que yo era el indicado. Que yo era el llamado a ser el primero en observar tu desnudez con ojos de hombre. Y míranos, al fin y al cabo, podemos decir que fue una decisión acertada ¿no crees? Míranos bien… seguimos juntos hasta ahora. Yo sé que últimamente como que no estamos muy unidos, tú sabes cómo es, el trabajo, el sistema y todas esas cosas que a uno lo terminan por terminar del todo. Como el gatillo. La pistola, el percutor, el cañón, la pólvora, el mismo disparo y ese olor a pólvora quemada que en cualquier otro momento hubiera generado en ti cierto regocijo. Todo puede terminar de un día para otro. ¡Pum! Y listo. Solo hace falta un instante, efímero, y la gente se nos va, Rebeca. Nos morimos o nos vamos o nos hundimos. Uno se pierde. Se Hunde. En el trabajo, en una aguda depresión, en la droga, el alcohol, los amigos, la mujer, la familia, los padres, la terapia, la rutina. Estamos rodeados de remolinos, mi princesa…

Mírame, diciéndote princesa, como antes. Eso sí lo tienes que recordar. El primer día de clases. Todas ustedes parecían muy contentas. La curiosidad de los catorce años, concertada en decenas de catorce años, es para asustar a cualquiera. Y si todos esos catorce años son niñas, mujeres, en fin, es lo más terrible. Se le encrespa el pelo a cualquiera. Hasta los vellos. Me paré en el atrio y mi silencio (como el tuyo ahora) pareció eterno. Casi me cago en los mismos pantalones. Todas ustedes, con miradas agudas. Con una inocencia que yo no me creía. Los lápices en las bocas, las palmas de las manos apoyando la quijada, maldita sea… me sentía intimidado.

Fue cunado entraste al salón. Era bastante tarde ya. Luego me contaste que tu madre se quedo dormida, que el carro no arrancó que tuviste que tomar un taxi que no sabía la dirección y tantas excusas más que nunca me importó confirmar. Lo importante fue que llegaste. Que me diste alguito de autoridad. Fuiste la primera alumna de mi vida a la cual recriminé. Esas no son horas de llegar, que hay que adoptar responsabilidad y que a mi clase nadie llega tarde ¡carajo! ¿Recuerdas? Rebeca, no te me duermas que estamos hablando (yo la verdad, tú no estás hablando, tú estas a medio dormir, pero sé que me escuchas. Lo sé por tu sonrisa, por que te ríes de vez en cuando con esa risa tuya tan muda) En fin. Debes recordar ese carajo. Fueron divertidas sus caras, y entonces medio que me creí eso de su inocencia. Y a partir de allí te llamé princesa, porque antes ya te había dicho que si acaso te creías de la realeza para llegar tarde a clases siempre, y tú me dijiste que eras una princesa. Y entonces, desde ahí, tú fuiste mi princesa secreta.

Estoy segura que ahora debes pensar qué hubiera sido si esa noche no pasaba lo que tú ya sabes. Aquello de la pólvora y el olor que en otro momento te hubiera causado regocijo. Yo también lo he pensado. Es de esas cosas que uno, tarde o temprano, habrá que pensar cuando uno se sorprende en la noche, acurrucado en la cama, a punto de dormir, y sin nada que pensar. Entonces nuestro cerebro se vale de esos temas escondidos que había que pensar en algún momento. Y bueno… ¿qué te puedo decir? Yo creo que hiciste lo correcto. Porque él no era lo que debía ser. ¿Te imaginas todo lo que hubiera pasado sino? Él habría de irle con el chiste a la directora, si es que no me mataba (tú sabes que soy un hombre de letras y nosotros de peleas no sabemos nada) y entonces nunca más te hubiera visto. Por eso te dije que lo hicieras. Y no fue por egoísta que yo lo hice, sino porque era más seguro. Además, él era un mal papá como me decías. Siempre me dijiste que era malo, que no te quería y no te compraba regalos porque decía que no tenía plata. Mírame a mí, sin un centavo, pero de una u otra manera siempre te di lo que querías. Es cuestión de voluntad. En todo caso, el tiempo que duró la pasamos bien. Claro que ahora mismo seguimos juntos, pero ya lo dije, nos hundimos un poco en cada cosa, y como que la frecuencia con que nos veíamos no es lo misma. Aunque eso no tiene nada que ver con el amor que nos tengamos. Creo incluso que te quiero más que antes. Porque ya no eres la niña de catorce años de la cual me enamoré, sino una mujer hecha y derecha. En serio que sí… espero que me creas. Que sepas que te quiero de veras. El que me vendió este polvo me dijo que no ibas a sentir nada, que era como una anestesia y que poquito a poquito se te iban a cerrar los ojos, e ibas a quedarte dormida, como si estuvieras cansadísima. Y entonces ya no despertarías más. ¿Ves que te quiero? Yo sé que me entiendes, últimamente nos estamos peleando muy a menudo. Estamos medio a la deriva, hundidos. Y el otro día me viste hundido también, presa de esta vida, que no es más que deseo. Me viste con aquella profesora que de cuando en cuando me tiro, y no te gustó. Yo sé que no comprendes esas cosas Rebeca, princesa, pero es que todavía eres una niña. Perdóname, pero no puedo permitir que le vayas con el cuento a todo el mundo. Eso de que eras menor de edad en ese entonces, que fue una violación y todo ese rollo que las niñas despechadas. Rebeca…¿Rebeca? Te amo.

miércoles, mayo 25, 2005

Hora de pagar

“No todos los días Diego amanecía así, desprovisto de su alma. Por primera vez entendió cuan caro le había costado el amor de Claudia.”

Mirando a Dios

Su rostro era todavía terso. Su mirada, lejos de estar perdida, conservaba un empuje fulminante, como mirando a un punto minúsculo, imperceptible para todos menos para ella, donde se hallaba concentrado todo el infinito. Su manos, claras, y sus dedos de medusa, conservaban una parsimonia que parecían detenerlas en el tiempo. Todo aquello observó el viudo antes de que el mundo, en forma de puerta de madera de roble barnizado, se precipitara sobre ella, para siempre.

martes, abril 12, 2005

Odio los domingos

Salvo cuando el lunes es feriado.Recuerdo el día en que nació esta fobia. Estaba yo en quinto de primaria. Disfrutaba de los domingos como cualquiera los disfruta. Hasta que me di cuenta de la catástrofe. Ya no era divertido. El maldito lunes no se contentó con ser abominablemente fatídico. Tuvo que contagiar al domingo, infectarlo como la gangrena. Hizo al domingo turbio, triste, atroz.

Siempre he pensado que el domingo comienza demasiado tarde, y nace junto con una zumbante resaca.
Odio el domingo por que la simple aritmética indica que un día de descanso no equivale a seis de trabajo. Entonces... y ahora si, el domingo no solo es atroz, sino injusto. Por que si lo pensamos como un bien social, deberíamos descansar tres días a la semana. Así se tendría que contratar más gente. Por ende, más trabajo para más peruanos. Como dice Sapolio.

Pensemos en una tarde de domingo. O bien una estratégica siesta, o bien la angustia de terminar el trabajo encomendado para el lunes (según los jefes y los profesores, el domingo se puede hacer lo que no se hizo en toda la semana), o bien una película vista un ciento de veces que tiene como principal atractivo, las patadas de Van Dame. Todo un día siete. Perfecto, inmejorable.

Nunca leo los prólogos. Normalmente los paso desapercibido. Y es que detesto las antesalas (por ejemplo, está la irritante hora antes de un partido de fútbol, en la que dos futbolistas frustrados intentan predecir lo que a continuación va a pasar). Así que odio las antesalas tanto como los finales. Las cosas no deberían comenzar ni terminar nunca. El conflicto, la trama en sí es lo interesante de las cosas. Y en el domingo no hay tramas. O es principio, o es final. Y yo que no soy de extremos.

No creo que pueda haber nada más estresante que un día a la semana, donde estas obligado a descansar, a no estressarte. ¡Es demasiada presión!. Eso me estressa. Odio no poder excusarme en lo cansado que estoy para no hacer nada. Y que en mi día libre, me obliguen a tender mi cama. Odio los domingos por que el domingo me toca lavar los platos. Y este es justamente el día en que llegan las visitas,. hay postrecito, platito de ensalada. Ergo: lavo toda la tarde.

Odio los domingos por que tengo tanto tiempo para escribir, que no lo hago. Y porque es el día que uno tiene tiempo para ver televisión. Y es sabido que los domingos no hay nada para ver. Los odio por que queda la nostalgia del viernes y el sábado, y el temor de un nuevo lunes. Por que toda la semana dejas cosas para el domingo. Y entonces te descubres en tu día libre, más ocupado que nunca.

Si yo fuera un día de la semana, sería martes. Luego de la catástrofe. Dos por uno en el cine. Sería un martes modelo. Nada de juerga ruidosa, nada de miedo ni descanso sórdido. Juro que no me simpatizaría ningún domingo. Y es que un domingo es reconocible a simple vista. Un vago depresivo. De aquellos que no hacen nada, y se odian por no hacer nada.

Odio el domingo por que no tiene sinónimos. Por que los domingos no pasa nada. Y uno se vuelve como los ancianitos que viven de los recuerdos. Los domingos vivo de lo que hice el viernes y el sábado. El domingo no existe, es una cruel mentira. Es un fraude. No es más que una escala triste. Los doce pasos rumbo a la silla eléctrica. Una maldita antesala, preludio, prólogo de un lunes, cuando, siempre, los zapatos pesan más que los pies, la corbata aprieta demasiado, las horas de clases son más largas, y las de sueño casi ni se sienten.

Odio los aretes en el ombligo

Por que casi siempre vienen con pulseras multicolores, aretes estrafalarios y frases tontas.
Veo ese metal (a veces plástico) que cuelga, campante e inútil, enajenando, profanando a más no poder el dulce pocillo del ombligo, y me deprimo.

El ombligo es la parte más divertida de uno. Basta con imaginar la persona más formal, recta y autoritaria del mundo, jugando con su centro de equilibrio, aquel agujerillo tan personal, para que, de pronto, la persona se revista de un halo de inocencia y vulnerabilidad.

Odio que la moda asalte al buen ombligo, y lo vuelva, en un dos por tres, soso y sin gracia.
Siempre he pensado que un arete en el ombligo cambia a las personas. Que el metalito este, o el dolor del pinchazo, actúa como un chip cerebral que modifica la conducta. Y entonces podemos ver a grupos enteros de féminas adolescentes exhibiendo su panza, casi siempre plana, con el solo propósito de lucir el piercing de turno. El piercing no es más, para mí, que la cereza del postre. La confirmación absoluta de un estereotipo desgastado.

Si el ombligo hablara, estoy seguro que se quejaría del maltrato con que se lo tratan. Viviría enojado con su dueño por haber sido relegarlo a un segundo plano, por haber sido opacado por una argollita, puntito o demás, que permanece colgado del único lugar donde no debería hacerlo.

Se me ocurre que el piercing en la barriga está, como cada adorno corporal, hecho para mostrarse. Esto significa que las panzas permanecerán calatas, a vista y paciencia de todos, andarán por ahí, luciéndose y compitiendo por ver quien está mejor adornada. Y esto está mal. Terriblemente mal. La panza está para guardarla cual secreto privado. El ombligo no debe ser baratamente mostrado a quien no haya hecho los suficientes méritos. Es una humilde opinión. No vaya ser que el pobre ombligo, con todas sus arruguitas y recovecos, pesque un resfriado.

Odio el bendito arete de moda porque normalmente vienen con risas y conversaciones que no quiero comenzar. Y que generalmente comienzan. Las veo divertidas, jalándose la argollita como quien estira una liga. Y yo que no comprendo por que tanto maltrato. Odio esa moda, porque al odiarla, hace que me sienta un joven viejo. Y pienso, que diría mi abuelita.

Siempre dije que cuando sea papá, voy a ser uno genial. Voy a jugar con mi hijo y con mi hija. No me importará aprenderme el nombre de todos los pokemones, ni manipular muñecas Barbie. Pero eso sí, nada de piercings en el ombligo. Eso sí que no.

Me escucho, me leo... y me parezco al tío al que nunca me quise parecer. Eso también lo odio. Pero sigo pensando en que nada de huequitos en la barriguita. Odio los piercings porque casi todas mis enamoradas han tenido uno, y yo siempre peleé contra el, y siempre perdí.

No tengo problemas con los tatuajes, por más dolorosos que puedan ser, ni siquiera con los que rodean el ombligo, pues me consuelo pensando quie más bien, lo realzan. Pero lo del arete es grave. El piercing esconde el agujero finito más divertido del mundo. Mi parte del cuerpo preferida.
Insisto en que el ombligo es el único pedazo de piel que tiene un fin lúdico. Y eso me gusta. Me aterra pensar en alguien sin ombligo, porque la alegría se acumula ahí. Por eso es que las chicas embarazadas lo tienen salido. Es lo que llamo, un rebalse de felicidad.

Lo afirmo de nuevo. Detesto desde mis tripas, y más allá, los ombligos, camuflados por metales que los agujeran, los atraviesan y, por último, los vuelven simples adornos. No me parece.

Odio el día de San Valentín

Por que los globos en forma de corazón se apoderan de las calles. Y yo le tengo miedo a los globos y a los payasos.

Por que los besos deberían ser medianamente privados. Y el catorce de febrero estos se vuelven un acto público y casi obligatorio. Casi tanto como el regalar flores, que no es más que un cliché. Y los cichés son insufribles cuando todos lo hacen al mismo tiempo. Está también aquello de la música romántica, que más bien, me parece deprimente y tonta.

Odio San Valentín, por que por un día, Ricardo Arjona y Alberto Plaza se ponen de moda. Y no hay nada peor que las modas efímeras.

Detesto que el no tener enamorada un día al año, te descalifique par pasar un San Valentín digno. Y que los noticieros siempre tengan un enlace vía microondas desde el parque del amor. Pienso que no hay justicia en aquello del día del amor. Por que, por ejemplo, amo a mi mamá, y se vería bastante mal que ande por ahí, un catorce de febrero, con mi madre de la mano.

Hagamos un recuento. Insufrible música romántica, inmensos globos rojos que sirven solo para identificar a una pareja feliz. Parques, cafeterías y restorantes repletos de parejitas jurándose amor. Todo lo que uno detesta.

Pero eso no es lo peor. Lo más terrible es, en todo caso, el tener que hacer cada cosa nombrada y odiada, para complacer a la enamorada de turno. Porque uno que quiere en serio a su novia, no puede estar sin ganas de salir un catorce de febrero. No. Uno tiene que aparecer en la casa de la chica, con una sonrisa de choclo, saludar a la familia de ella y ser blanco de todo tipo de bromas romanticonas. Luego se debe salir. A donde sea, pero lejos de casa. Se la tiene que invitar a un buen sitio, darle la flor correspondiente y la tarjetita que lleva adentro todo tipo de palabras que confirman que hoy, y justo hoy, la quieres mucho más que ayer.

Sigamos. Uno debe soplarse una hora de espera para sentarse en una bendita mesa (pedir que uno haga reservación es, a mi entender, demasiado), aguantar la música terrible que se suele poner en esos sitios ese día. Pero ahí no acaba. Un día antes uno debe planificar como demonios se va pasar la noche entera hablando de lo linda que ella está, de lo feliz que es recordar como fue que se conocieron y se enamoraron, y otras típicas cursilerías que no se deben omitir por tradición, por que sino se enoja. Y ay de ti si ella se enoja contigo el mismísimo día de San Valentín. Eso si que no te lo va perdonar así de fácil.

Odio ver en la televisión los ridículos concurso del beso más largo. O escuchar historias de amor que lo único que me producen es sueño. Odio las películas que pasan todo el día, por que Meg Ryan está, de repente, en todos lados.

Y a mí también me odio cada catorce de febrero. Por que si estoy con enamorada, en contra de lo que digo líneas arriba, me vuelvo un ser romanticón, cursi y predecible, y yo me jacto siempre de ser impredecible.

Si, en cambio, no tengo a nadie a quien regalarle una rosa, busco, con semanas de anticipación, una posible cita, para que así pueda ser romaticón y cursi, con todas las de la ley. Nunca me liga. Así que normalmente paso "el día del amor" en mi casa, viendo como Meg Ryan se ve lindísima en la pantalla de mi televisor, y pensando en cuanto me gustaría estar en la mesa en el restorán fichón al que iría si tuviera a la chica adecuada a mi lado. Entonces me deprimo un poquito. Y odio deprimirme.

lunes, abril 04, 2005

Raquel debe morir

El mozo me mira, como esperando que pida la orden. Le pido, en cambio, unos minutos, que mi esposa está en el baño. ¡Maldita sea! pienso, cuando más hambre tiene uno, a la mujer se le ocurre que es hora de mear.

Se demora más de lo que estoy dispuesto a esperar, así que pido una copa de vino y un canapé. En la mesa de al lado, hay un par de hombres bebiendo whisky, acompañados por una mujer que me parece tan bella como familiar. La veo fijamente buscando cruzar miradas, y de pronto entiendo el parecido.

La mujer que tengo al frente es la viva imagen de mi Raquel de hacía veinte años, cuando todo parecía ser más fácil. Antes de las noches de café bajo el cielo parisino. Cuando todavía mi espíritu literario no había sido apagado por esto del vino y las cenas elegantes.

El impacto que me causó la chica de la mesa de al lado fue parecido a la primera vez que vi a Raquel. Mi naturaleza de escritor bohemio, toda aquella pose de pituco intelectual de país subdesarrollado se acabó de un momento a otro, al entrar al aula de clases de la Universidad de Sorbonne, en la primera clase de maestría en Literatura Francesa. Raquel estaba sentada, con la mirada enterrada en Albertine desaparecida, de Proust. Distaba mucho de todos y de todo. Su sola presencia nos hacía a todos, me incluyo de ante mano, entes parecidos, prediseñados y sin gracia o personalidad.

Su blusa blanca y holgada, sus anteojos pequeños, su pelo corto y su postura andrógina no encajaban en ningún lado. Simplemente no pertenecía. Ni a los intelectuales en busca de intelectuales y de demostrar su sapiencia, ni al de las inocentes entusiastas europeas con espíritu de arte. No era ni presunciosa ni tenía esos aires de pelea con el sistema y el mundo. Se veía apacible, hundiendo esos ojos plomos, inmensos e hipnotizantes que tanto observé, día a día sin cansancio, en el maldito de Proust.

Entonces yo tenía 26 años, un título de comunicador social bajo el brazo, y una reputación mas o menos ganada en el medio periodístico limeño. Creía ser el próximo Ribeyro, pero me agradaba pensar más en ser un nuevo Cortazar. Sentía que el arte me inflamaba y que había de liberarme de el de la única manera que sabía: escribiendo.

Las primeras dos semanas de clases solo me concentré en Raquel. En tatuar en mi mente sus facciones y gestos, en descifrar el código oculto de sus tenues pecas sobre sus hombros y memorizar su configuración. Aprendí a reconocer su voz entre miles de voces, y a mirar más allá de sus imposibles ojos grises. La hice mía en sueño tantas veces que perdí el miedo a mirarla fijamente, perdí el miedo de compartir con ella la misma dimensión, y entonces, y solo después de dos semanas de arduo y entusiasta estudio, (que, ahora que pienso, fueron las más productivas para mi arte) la invité una noche a tomar un café, y a conversar sobre Poust, Fulkner y Borges.

Temí que mi rudimentario francés me hiciera quedar mal, pero lejos de aquello, ella sonrió tímidamente y respondió en español, con un raro acento franco-argentino que encantada, y que tenía tiempo ahora, que nos vallamos. Me tomo de la mano, estampó sus ojos en los míos y me llevó.

Estuvimos cerca de tres horas en un café del centro, hablando primero de Borges, y luego de su familia, de su padre argentino, de su vocación para la política y de su interés por la literatura latinoamericana, de su platónico amor con Vargas Llosa, su adicción a la cafeína y su terrible mal de insomnio.

Caminamos por calles desiertas, reímos sin miedo toda la noche y nos besamos en la puerta de su apartamento. Allí, luego de tocar el cielo por primera vez, estaba yo rebalsando éxtasis. Raquel me miró de nuevo, posó de nuevo sus gélidos dedos sobre mi mano, y me jaló hasta su dormitorio.

Entonces tuve miedo. La imagen de imposible corría riesgo de desvanecerse en una sola noche. El sexo mata amores, los quiebra y los vuelve simples bocados de lujuria. Temí ser solo un aperitivo, parte del alimento de su Eros y no invadirla totalmente, en planos intangibles y todavía no explorados. Pero sus ojos me hipnotizaron, y cuando hube de darme cuenta, Raquel se contorneaba desnuda sobre mi pecho.

Gocé del calor que producían nuestros cuerpos. Probé su salado y delicioso sudor, calque con mis dedos su silueta y bese cada poro, cada vello, cada pedazo de ella. Leí con la yema de los dedos todo lo que decía el lenguaje de sus pecas y lunares, y entonces la conocí. La hice tan mía como pude y escuché como el rechinar de la cama sonaba a melodía de amor. No hubo pudor ni vergüenzas, no existieron contemplaciones.

La pasión se volvió una guerra feroz y deliciosa, y luego un juego jugado por niños. Después nos aburrimos de jugar y emprendimos de nuevo la guerra. Los cuerpos dejaron de serlo para volverse simples sacos de carne entrelazados. El tiempo se congeló en el vapor de nuestros pechos en fricción, y solo después, seguimos hablando.

Prendí un cigarrillo y fumamos desnudos sin sábana que nos cubriera. Fumamos sin dejar de hablar. De París, de mis ínfulas de bohemio escritor y su libertina forma de encarar el mundo. Hablamos de Lima y de cuanto le gustaría conocerla. Hablamos de Nietzsche, Víctor Hugo, Moliere y Corneille. De sus pecas y de sus ojos grises.

Jugamos el resto del invierno al sexo y a la guerra. Éramos amantes libres, despreocupados del resto. Nos conformaban en ese entonces los cafés, la literatura y con las noches de lujuria y sudor. Aquello de que el sexo mata amores, nunca fue tan falso como con Raquel. La amé con locura en secreto. Sus ojos, sus hoyillos en las mejillas al sonreír, sus pies descalzos, su forma de fumar. Se convirtió en una necesidad primaria, se convirtió en mi fuente inacabable de inspiración.

En esos días yo había comenzado a escribir una novela hambientada en tiempos de la revolución francesa, y me ví obsesionado, de repente, con uno de mis personajes. Se llamaba Mariana. Era casi una niña. No tenía más de 16 años. Se prostituía por casi nada, y vivia enamorada de un escritor cuarenton.

Dejé de dormir en el apartamento que alquilé a mi llegada a París y solo meses después me anime a mudar mis maletas. Sin darme cuenta me volví necesario para Raquel. Nos volvimos dependientes uno del otro. En el verano viajamos en tren por toda Europa. Visitamos cada museo de Roma, Venecia y Atenas. Nos bañamos desnudos en las playas de Ibiza y al regresar nos amanecimos en noches de café, tabaco y estudio.

Nos graduamos con honores, nos emborrachamos con vino y conté, de nuevo, pecas y lunares. Pasamos un año en el mismo departamento en el centro de París. Yo escribía como poseído para revistas de literatura de Lima y Madrid, y ella trabajaba en proyectos meticulosos, diseño de políticas de desarrollo, que vendía a organizaciones de distinto tipo y por los cuales cobraba doce veces lo que yo.

Entonces, solo escribía. Escribía y amaba. La sola imagen repetida, que me situaba frente al monitor, hipnotizado durante horas en la catarsis de vomitar literatura, mientras devoraba cigarro tras cigarro, sabiendo a mis espaldas a una bellísima francesa de ojos infinitos, descalza, que tocaba la flauta al tiempo que enterraba la mirada en literatura alemana, mientras me esperaba, apacible, paciente, para hacer el amor, aniquilaba todas mis teorías de la inexistencia de aquello que los insensatos llamaban felicidad.

La llegada a Lima tuvo lugar un lunes al mediodía. La bienvenida en el aeropuerto fue fascinante. Hubo cajón, guitarra, pandereta y serpentina. No faltó nadie. Ni siquiera mis padres que hacía tiempo que no me esperaban en el aeropuerto, sino con el almuerzo listo en casa. Esta vez las ansias de conocer a la francesita que me había robado la cordura, pudo más.

Ese día, en serio, todo salió como mandado a hacer. Los amigos y los abrazos. Mis viejos y la felicidad de verme de nuevo. Y Raquel, que en un acto milagroso puso todas las caras bonitas que se necesitaban para ganarse a la familia del novio, rió sin ironia de los estúpidisimos chistes de mi padre. Incluso sostuvo una somnífera conversación con mi madre, hacerca de los quehaceres fundamentales de una ama de casa modelo. Todo sin un gesto de molestia, sin siquiera una mueca que me hiciera presentir que luego lo había de pagar caro.

Luego, ya solos en la azotea, le conte de lo extraño que me parecía su actitud. Pensandolo en frio, ahora, pareció casi una recriminación. Ella no tuvo mejor respuesta que una carcajada sonora y escandalosa. Su risa irónica me sacaba de quicio.
- ¿Tanto te cuesta creer que pude ser amable con tu familia, sin pedirte nada a cambio? ¿Tanto te cuesta pensar que, en verdad, quiero que tu familia diga "es la indicada"?

No había mucho que contestar a una afirmación tan tajante. Ella seguía con aquella carcajada insoportable.

-Comienzo a pensar que te jode. Que te irrita en serio que le guste a tus padres, que me lleve bien con tus amigos. ¿Para que me trajiste, entonces? ¿Acaso para demostrar que tu rebeldía era en serio? ¿Me trajiste para que todos hablen de la francesita hippie, feminista, libertina, machona que enredó a su talentoso niño? ¿A eso me trajiste? Dime. Porque si en serio es eso, solo dilo, y le propongo un trio a tu vieja. Y sanseacabo. Me vuelvo el anticristo. Y entonces quedas como el chico limeño con "mente abierta" que se enamoró de una cualquiera. Listo. Te hago feliz y de una vez nos largamos.

Otra vez, no hubo mucho que responder. Solo el notar que un hilo de baba me rozaba la quijada, me hizo hablar.
-Eres la indicada, le dije.

Luego, nos echamos a intentar ver las estrellas que veíamos en París y que jamás veríamos acá, mientras todavía la gente se emborrachaba en la terraza de mi casa. Nos dormimos vestidos. Con los dedos entrelazados bajo la nuca, mirando al cielo, dos palmos uno del otro.

Al día siguiente comenzó el remolino de compromisos, fiestas, tour y demás, que todos peraparaban menos nosotros, y de los cuales jamás se quejó Raquel.

Visitamos museos, participamos de cada almuerzo familiar organizado en nuestro honor. Aprendimos a reírnos de las ínfulas de familia aristocrática de las que se jactaba cada tío, cada primo, cada sobrino. Eramos cómplices, compinches. Entonces, cualquier lonche con la abuela, cualquier recital de piano de la primita, cualquier visita al club, era soportable si estabamos juntos, para mirarnos con esa mirada tan complice, con esa idea de cuán imbeciles eran todos, menos nosotros. Nos sentíamos bien.

Mi novela iba viento en popa. Había sido re-escrita un ciento de veces, y ahora escribir de Mariana se me hacía deliciosamente fácil. Talvez Mariana hizo que descuidará un poco Raquel. Ella comenzó a salir sola, con mis amigos. Regresaba casi siempre borracha, dispuesta ha hacerme el amor, pero yo andaba más preocupado en mi niña, en sus preocupaciones, y en la sutileza con que le habrían de hacer el amor sus ocasionales amantes. Marianita ya no dependía de mí. Creo que era al reves. Se me escapó de las manos, y ahora yo solo era el obligado testigo de como ella hacía su propia historia. Me tomo por secuestro y me instigó a escribir una historia, que ella me susurraba al oido.

El poco tiempo libre que tenía, lo dedique a Raquel. A reírnos de lo que hacía en el día, en la pelea por la computadora. Yo con aquello de mi novela... ella con lo de su trabajo, que tenía que manadar sus trabajos, que necestitabamos el cheque... y yo con eso de que, a la mierda, me canse. Ya estuvo bueno. Tres meses fueron suficiente. Así que ese mismo día se planeo la despedida. En la noche, entre la música de Sui Generis, los vasos de ron y los llantos de despedida, zarpamos de nuevo. Rumbo a París. Con una pequeña escala en Barcelona para ver aquello de la editorial y de un posible aumento de sueldo para Raquel. En una semana estuvimos de nuevo, en el apartamento sin divisiones, de 5 por 5, en el que eramos plenos. Donde escribía, mientras veía en el reflejo del monitor su mirada pícara, llamandome en silencio a la cama.

A veces me confundí. A veces no supe si la del reflejo era Raquel, con sus ojos plomos de veneno, llamandome, seduciendome, tentandome a la lujuria del sexo conocido, alegre y simple, o Mariana, más menuda e inocente. Más pura e idiota, pidiendo auxilio, pidiendo que haga algo. Que solo yo podía hacer algo.

Los únicos celos que le conocí a Raquel fueron por Mariana. Entonces me ví en un extraño triangulo amoroso de fantasía. Mariana Tambien odiaba a Raquel.

Las quejas comenzaron un tiempo despues. Raquel se cansó de mi ausencia presente, y me dió un amenzante ultimatum. O mandaba a la mierda a Mariana y a su mundo siquiera un poco, o ella misma, Raquel, se hiba a la mierda. Nunca respondí. Yo era feliz con mi bigamia.

Era un viernes, al atardecer, cuando llege a casa y Raquel ya no estaba. Solo dejó una nota escrita en el espejo del baño, en una actitud tan cliche, que en serio, me irritó. Avisame cuando mates a Mariana. Porque o la matas, o no vuelvo.

Su simpleza me aturdió. La odie por hacerme elegir, por hacerme apurar una muerte que debía llegar a su tiempo. Así que escribí cada noche, cada mañana, cada tarde en busca de la muerte de Mariana. Nunca llegó. Y es que la muy puta no quería morir. Se resistía.

Mariana llegó por fin. Se disculpó por la demora, que había cola en el baño, que la llamaron al celular. Yo la tome de la mano, apretandola de extasis.

- ¿Ves esa chica de la mesa del frente? Pues se parece mucho a mi Raquel.

Ella me miró, un poco asustada.

- Mi amor, ya es tiempo que acabes con esa novela. Raquel debe morir.

lunes, febrero 21, 2005

De espadas, paredes y conejos

Edmir Espinoza escribe en negritas
Eduardo Cornejo, no.

Aquí dos amigos. Aquí dos filudas historias leídas con frunción y sonrisa obligada. Dos historias que, como el cigarrillo y el café, alimentaron mi latente gastritis hasta hacerla erupcionar. Aquí dos enemigos. Aquí dos filudas historias que se fusionan en una sola. Para levantar el polvo gradado bajo l alfombra. Para raspar vidrio con chapita de gaseosa. Es pues, este escrito a dos manos, la declaración abierta de los que se quieren mantenerse lejos de la pose... lean entonces, y comprueben si no cuesta serlo. (JRR).


Es difícil, si lo piensas de alguna forma. Ser joven, digo joven del que ya pasó la base dos. Entonces, ser joven, casi adulto, estudiante, neurótico y seudo escritor.

A los veintidós años uno está en la boca de la tormenta. A merced de esta vorágine que te invita a ser un poco menos tú, y más cualquier otro. Piénsalo un momento. La juerga, la responsabilidad que uno tiene que adquirir, porque bueno, hombre, ya estás grandecito y no te vas a pasar toda la vida creyendo que el Nobel te lo van a regalar porque están bonitas las cosas que escribes, porque tu mamá y tus amigos te dicen que tienes potencial. A los 10 años está bien tener potencial, a los veintidós, digamos que pareciera ser solo una justificación.

Sigamos. Iba en esto de la juerga, la responsabilidad, la necesidad de formar parte de un grupo, de incluirte, de ser parte de algo. La presión esa de que si escribes, si te juras escritor, no solo debes escribir sino leer, leer porque se debe. Leer lo que se tiene que leer y no necesariamente lo que a uno le viene en gana. Entonces, pienso de nuevo, aunque no quieras, siempre terminas por ser, efectivamente, menos tú, y más cualquier otro.


Más que un alter ego adquirido por la capacidad de haber aprendido a escribir historias que se entiendan y gusten, tengo la idea de que la imaginación es una pieza fundamental en este oficio que es el mejor cuando uno lo elige, casi tan satisfactorio como cuando uno elige su propia soledad. La imaginación es nuestra reina de ajedrez, la que protege al rey y nunca se quiere perder. La vida, en cambio, es como todo a esta edad, te arrima con violencia a una encrucijada, contra la espada y la pared, lo importante o lo ideal, al menos, es aprender a identificar contra qué pared estamos y de quién viene la espada que nos aproxima a lo peor: las mujeres, el amor, los amigos, la familia o incluso el propio arte de escribir. Creo que mi estado es muy singular, mi espada y mi pared es desde hace un par de años escribir y escribir.

Me dejó pegado la alegoría de la espada y la pared, eso del escribir y escribir. Puedo decir, exento de eufemismos, que mi pared es, sin duda, la literatura. Mi espada, en cambio, tiene distintos matices camaleónicos. Los amigos, la familia, las mujeres. Las mujeres.

Aquí entra de nuevo mi neurosis casi crónica. Aquella obligación-necesidad de encontrar el amor, como una búsqueda interesada y casi paradójica. Siempre he tenido un concepto bastante idealizado de ese sentimiento. El amor, en cuanto a mí respecta, es ese incendio que calcina los huesos, ese temblor de vísceras que comprime el páncreas y el apéndice (que nada tiene que ver con mariposas en el estómago), y que, para mi mala suerte, nunca he sufrido.

Supongo que esta suerte de amor ideal me viene de la literatura. Supongo que busco un amor de cuento, uno de novela de ficción. Entiendo que la frágil humanidad de quien me quite el sueño no va a tocar a mi puerta mientras tome café a solas. Así que, de nuevo, no tengo más remedio que inmiscuirme en aquello de la vida bohemia, y frecuentar bares y reuniones, con la sola motivación subconsciente de encontrar, de pronto y sin aviso previo, a la Maga de pelo corto y zapatillas colorinches que me haga dejar de buscar. Presiento, entonces, que la busco solo para encontrarla, para dejar de buscar más y así sumergirme de una buena vez en esto de escribir y escribir. Y olvidarme de espadas y paredes, que no son más que metáforas carcomidas de tanto uso.

El amor. Qué fácil es aproximarse a este tema sin intentar hacerlo, qué ingratos seremos cuando la tengamos de lado para tan solo amar y no hablar de cómo, cuándo, dónde y con quién lo hacemos. Yo escribo y escribo y sin embargo no puedo hacerlo sin dejar de pensar en el amor, el enamoramiento. En el personaje femenino que siempre trasciende en mis historias, y son mujeres que llegan pacientes, levitando desde la memoria. Una memoria que las protege siempre del olvido. Yo me enamoro una vez al día y de lunes a domingo. De la que menos se espera. A veces de la muchachita de ojos verdes en el café, que ni siquiera sabe mi apellido, otras de la francesita que de niño me dejó arrastrando las manos por las paredes y pensando en ella mientras me dejaba en un vuelo sin regreso de Air France sin escalas a París. También me enamoro de las que no me dicen nada pero me miran. Y es que debe ser que el amor sobre todas las cosas es un arte, una verdad innecesaria, una escalera caracol que no tiene principio ni fin. Una verdad que nosotros mismos no podemos esconder, o hacerla esperar. El amor es el más infantil e inocente de los juegos. Ya no soy el niño que cuenta hasta cien para salir a buscarlo como en las escondidas, sino que siempre llega cuando uno trata de no ser atrapado. Y de pronto, nos convertimos en malabaristas chinos, con miedo de que todo se rompa antes de los aplausos y convertirnos en el mimo más triste de la carpa, que es la vida. Luego del amor, todo. Entre tanto y como se dijo antes, también tomaré café a solas.

Tengo una amiga con la que suelo beber conversaciones cortadas con leche mientras cafesamos. Lo hacemos siempre en un cafetín en el centro de Miraflores, donde alimentamos por horas esa filia de renegar de nuestra ambigua capacidad de ser. Ser; dícese del verbo sustantivo que afirma del sujeto lo que significa el atributo. Y en esto del café, el ser y el conversar, convergen demasiadas cosas. Por ejemplo, la necesidad de contarnos cómo la persona que nos debiera gustar, no lo hace. Porque por más que la ninfa que busco, debe entender de la soledad y del disfrute del silencio entre dos, tiene que poseer, además, los dotes, paradigmáticos a rabiar, del rostro fino, la cintura estrecha y las posaderas curvas como dos gotas de agua.

Por ejemplo, también está lo del café, que es más un cliché bohemión que otra cosa, y del que pareciera me he vuelto adicto por convicción. Porque uno, que escribe y aspira a seguir haciéndolo hasta que no haya más que escribir, debe, por marco histórico y por protocolo intelectual mediático, tomar café por galones, y fumar, hasta convulsionar el cenicero de tantas colillas. Y yo lo hago casi sin remordimiento. De nuevo, y ahora sí, me confieso turbio prisionero de las frases hechas, lugares típicos y posturas ensayadas.

La primera jarra de donde resultaron seis tazas de café para estas dos personas, ha terminado siendo un desierto húmedo. Las gotas que cuelgan de las paredes de cristal parecen lágrimas de ojos con rimel. Nunca pensé que el poder escribir me haría dar cuenta, por ejemplo, de lo que acabo de hacer: la comparación entre una lágrima oscura, con el café que aún nos mantiene despiertos. Ahora sé que mis días giran en torno a palabras, a conversaciones usadas, a personajes reales que deformo haciéndolos irreales, que son finalmente recursos literarios. Esto no es más que un acto de magia que resulta de tan solo pensar. Y no quiero creer que algún día pueda dejar de hacerlo.

Aquél que escribe en negritas me sirve una taza de café, de café recién preparado. En los parlantes suena Sweet Home Alabama. Le doy tragos cortos. Pero él me distrae, dice algo así como que estos contrapuntos son una competencia. Sé que no se trata de ganar y él lo aclara. Según lo que expuse líneas arriba, esto es como un acto de magia. Si él me sirvió el café mientras yo sacaba el conejo del sombrero - o escribía -, me limito entonces a detenerme para saber si a lo mejor él libera del sombrero algo mejor que un roedor blanco y dentón.

Ni creo en conejos que salen de sombreros, ni creo que escribir se pueda contemplar como un acto de magia. Pienso, en cambio, que estas analogías-metáforas no son más que recursos tan marchitos y gastados como lo de la pared y la espada.

Yo sigo pensando en la Maga que he de encontrarme algún día en algún pub barranquino por pura casualidad. Sigo con la idea de lo insulso del café, del cigarrillo, del escuchar a Sabina a las tres de la mañana y de las posaderas en forma de gotas. Persisto con lo jodido que es tener veintidós a los veintidós.

Pero acepto, de nuevo sin remordimientos, que antes de salirme de aquello de las frases hechas y los lugares típicos y las poses ensayadas, quiero sentarme en un café parisino a tomar vino y café. Deseo escribir de Roma en Milán, y jugar al sexo y al amor con alguna madrileña en Barcelona. Quiero pasar la noche, mirando el cielo raso, en algún hotel donde Cortázar pasó la noche. Añoro vivir, siquiera un tiempo, de crónicas de viaje que envíe desde algún recóndito rincón del planeta, y que llevar un número de Arte Facto bajo el brazo dé, algún día, un toque de estatus intelectual. He aquí tu conejo.

Antes de seguir, mi querido amigo, me confieso un soñador. Hace poco leí en un diario, que el café más barato en los bulevares de París no vale más de esos que nosotros solemos beber en el distrito con mar que nos vio nacer en un mismo año. En algún poema escribo: siempre guardo un dólar para mi primer café en París. Ahora no tiene validez aquel verso. Pues mañana veré cómo consigo un dólar más, porque el café en Francia te lo invito yo. Entonces, utilizaré la buena memoria que me atribuyo, para interrumpir, ahora yo, tus cortos tragos de café sobre una mesita con mantel de dibujos de Torre Eiffel; y te recordaré, mientras piensas en tu juguetona mujer madrileña que dejaste en Barcelona, que escribir sí es un acto mágico. Tanto como meter alguna mano al bolsillo de mi saco para hacer aparecer un libro mío y firmártelo con la mejor letra palmer que aprendí. A ver si de una vez y por todas te convenzo que eso es magia. Si no logro que me creas, confirmaré entonces, que fue tan bueno el truco que no puedes entenderlo. Me harás pensar, que soy el Houdini de la literatura.
Pero todo esto es de un soñador con grandes esperanzas, un prometedor comprometido con las mejores palabras que se merecen los papeles en blanco, una sombra de lo que seré; y tú, mi amigo retador, de lo que serás. Siempre hay un futuro, el problema es que nunca se sabe de qué se trata, a lo mejor nosotros encontramos en la literatura esa felicidad necesaria para poder vivir un día más tomándonos un café americano en Lima y seguir conversando que la vida a los veintitantos, no es más que un columpio de experiencias que faltan aún por sobrevivir. Solo queda citar ahora, una frase de Napoleón que encontré una vez en tu cuaderno privado: Todo está perfectamente acabado.

lunes, enero 31, 2005

Hablemos del Principito

"La prueba de que el Principito ha existido
está en que era un muchachito encantador,
que reía y quería un cordero.
Querer un cordero es prueba irrefutable de que se existe"

De este pequeño ser de cabellos rulos y rubios como el trigo, que nunca da una respuesta por perdida, y que reconoce a simple vista el dibujo de una boa constrictor (sea esta cerrada o abierta) digiriendo un elefante.

Lo primero que habrá que decir, es que el Principito habla 150 idiomas y ha compartido sus aventuras con más de 250 millones de terrícolas. Un montón de personas entre adultos y niños que memorizaron la memorable frase “Lo esencial es invisible a los ojos”. Millones de personas que hoy, pueden también, diferenciar entre el dibujo de un elefante dentro de una boa, y el de un sombrero. Eso es un gran mérito. Antoine de Saint-Exupéry y su alter ego de pelos color oro y extraño traje, deben sentirse felices de, por fin, haber encontrado tantos amigos.

El Principito talvez no entendería lo serio que nos lo tomamos algunos. Seguramente se reiría de saber de que unos cuantos lo hemos leído una cantidad infinita de veces. Me diría que no hacían falta más que una leída, y que me cuidara de la palabra “infinita”, que los adultos no entienden de esas cosas, así que mejor utilizara “quince mil trescientas veintitrés”, para que, entonces, comprendieran cuanto me gusta su cuento. Y es que el Principito sabe que, nosotros, los adultos, necesitamos siempre que nos expliquen todo con cifras, nombres propios y con costos.

Estas cortas líneas no buscan más que el justo homenaje que le debo al Principito, quien me enseño que la guerra entre flores y corderos, es un tema mucho más importante que la serie de banalidades por las que suelo zambullirme en una especie de letargo depresivo.

A veces, incluso, juego a ser el Principito. Me río al preguntar a adultos y jóvenes de este libro. Siempre hallo la misma respuesta. Que sí, que lo han leído, pero hace tantísimo tiempo... de muy niños. Que ya no están para leer tonterías de chiquillos. Es cuando me río más, (para mis adentros, digo, porque no es bueno burlarse de las personas) y pienso que los adultos todo lo confunden, todo lo mezclan.

Y es que, ese asunto de crecer es, en verdad, algo bien fregado. Uno poco a poco va perdiendo todo lo realmente importante de la vida. Se vuelve un simple esclavo de las cosas serias, que a la larga nunca terminan por ser esenciales. Así, que, amigos y amigas, rebeldes, inconformes con el sistema y pro todo ese rollo anarquista, deben de releer el Principito. El tiene las respuestas. Aunque, de repente, ya estén bastante viejos para entender lo fácil que es, que un pequeño hombrecito les diga lo verdaderamente importante de las cosas.

Estábamos en aquello de lo difícil que es crecer. Y es que es difícil. Es algo parecido a la involución. Dejamos de entender las cosas que nunca deberíamos dejar de entender, a medida que pasa el tiempo. Nos volvemos serios, poco sinceros, apurados (un niño no entendería porque todos las personas mayores van tan apuradas a todo sitio) y, a veces, malos. Nos volvemos ciegos del corazón. Tan despistados, que terminamos creyendo que, de verdad, se ve mejor con los ojos (¡bah! Los adultos, tenemos cada cosa). Solo nos curamos de esta ceguera de espíritu cuando nos arrugamos toditos, y nuestra voz se vuelve más quebradiza. De viejitos el corazón se nos aclara y, de nuevo, entendemos todo.

Ahora me toca hablar del buen Antoine de Saint-Exupéry. Estoy seguro que a el no le gustaría que hablara mucho de el. Que me insistiría que cuente de lo encantador del Principito, pero se que me entenderá. Porque como persona mayor que fue, entenderá que los que están leyéndome son, en su mayoría, adultos o prospectos bastante avanzados de estos, que necesitan saber del autor de una obra, para así entender la esencia de la misma. Su – nuestra - lógica, bastante extraña por cierto, hará que solo enterándonos de quien fue Antoine, sepamos como es que era el Principito. Así que diré solo lo necesario. Que Antoine fue un francés que nació en 1900 y que solo vivió 44 años. Y es que era un hombre muy arriesgado. Las dos cosas que hacía, eran acaso las más temerarias que se pueden hacer. Piloteaba aviones, y escribía libros. Antes de emprender su último vuelo, escribió “Si me derriban no extrañaré nada. Yo nací para se jardinero”. Pero yo creo que no. Que se equivocaba. Que el nació para dar a conocer a aquel hombrecito que tanto queremos, aquellos que nos resignamos a perder la inocencia con la que nacimos, y a convertirnos en los eufemistas que suelen ser las personas grandes.

Antoine tampoco quiso perder la inocencia. Se dio cuenta que ya tenia cuarenta y cuatro años, y que no tardaría en dejar de entender las cosas, y comenzaría a confundirlo todo. Es por eso que desapareció. Y es que desapareció. En verdad. Como el Principito, un día, subió a su avión, y piloteó hasta la eternidad.

Y claro, después de ese día, los adultos se encapricharon en saber qué había sido de el señor de Saint-Exupéry, en encontrar su cadáver o cosas por el estilo. Porque a los adultos nadie los contenta diciéndoles simplemente Antoine desapareció porque sí. No, que va. Ellos necesitaban ver su cuerpo, inerte y sangrante, para estar felices y así, constatar que el autor estaba, efectivamente muerto.
Los pobres se habrían ahorrado un montononón de trabajo si tan solo hubieran leído el cuento que Antoine había escrito un año antes, para darse cuenta que lo que hizo, ese 31 de julio de 1944, no fue morir, sino desaparecer como su encantador personaje, para volver, luego, en el corazón de cada uno e nosotros..

miércoles, enero 05, 2005

Para gustos...y colores

28 de agosto del 2003. Mediodía. Salomón Lerner, presidente de la Comisión de Verdad y la Reconciliación (CVR), presenta el informe final luego de dos años de investigación y la recopilación de miles de testimonios, en doce tomos y siete anexos.

El dato que enciende la atención a primera vista es uno. Los veinte años de lucha contra el terrorismo trajeron un saldo de 69 mil 280 perdidas humanas. Alrededor de 44 mil muertes más de las estimadas antes de la presentación del informe. Así de fácil. Aparecieron, de la noche a la mañana, 44 mil muertos. O desaparecieron 44 mil personas que, a fin de cuentas, es casi lo mismo.

El escándalo duró poco menos de una semana. Luego, los temas en carpeta sería la responsabilidad que la comisión le daba a los gobiernos que estuvieron en el poder en las últimas dos décadas.

Así que los 44 mil muertos, pasaron a ser, otra vez, de un día par otro, una simple estadística que reflejaba la magnitud del terror que perpetraron grupos terroristas. Estadísticas que debajo esconden nombres y apellidos, familias e historias propias. Miles de historias.

Otro dato que desató sorpresa, de nuevo solo pocos días, fue la revelación de que poco menos de la mitad de las muertes que ocasionó la época del terror, tuvo como culpables a los mismos militares que luchaban contra el terrorismo.

Costo social, exclamaron entonces los responsables. El título de "asesinados" o "muertos" fue estratégicamente desplazado por el de "bajas del terrorismo". Mártires, sacrificados por la consolidación de la paz. Eso dijeron. Y la opinión pública pareció creer todo esta suerte de eufemismos plantados convenientemente, para la lavada de manos de unos cuantos. El tema terminó por formar un simple recordatorio de este triste y "olvidable" capítulo de nuestra historia.

Y es que la muerte pareciera no ser un tema tan relevante en el Perú. Al menos no, si las "bajas" corresponden, en un 75%, a personas quechuahablantes, lejanas de la realidad de Lima, aquella que pareciera es la única capaz de sensibilizar a los líderes de opinión, a los medios de comunicación y, por reacción en cadena, a la sociedad.
En cambió si, el secuestro de un adolescente de clase media –solo cuatro días después de la presentación del informe final de la CVR– por más de 39 días, puede quebrar las fibras más sensibles de la sociedad limeña. En una prueba de que el Perú puede unirse, como lo hace cada vez que selección de fútbol juega, Luis Guillermo Ausejo se convirtió, en sus días de reclusión, en una razón para solidarizarse. Porque a cualquiera le puede pasar. Porque uno es hijo, o es madre o padre y piensa, ruega, que jamás Dios le brinde una agonía como ésta. Así que la reacción no se hizo esperar, y días después del 1 de setiembre del 2003, el que no exhibía un lazo amarillo de solidaridad en la solapa del saco, era a secas, un insensible.

El pueblo se unió. Como en el poema "Masa" de Cesar Vallejo, miles alzaron la voz en un pedido, en un ruego común. ¡Liberen a Luis Guillermo! Y mes y medio luego del día del secuestro, el joven, todavía asustado pero feliz de estar libre, ya posaba para los flash de medio Perú. Incluso "El Comercio" presentó en su edición del 31 de diciembre, Una foto inmensa de Luis Guillermo el día de su liberación, como tema del año.
Los 69 mil muertos jamás serán tema de portada. Luis Guillermo les ganó.

Y así. Los temas de interés público, están directamente en proporción con respecto a que tanto lleguen a sensibilizar a los estratos más cultos de nuestra sociedad.

El machismo arraigado que se halla inserto en la sociedad peruana, ya hace tiempo no es tema en carpeta. Pareciera que bastó con un Ministerio de la mujer para menguar el ímpetu con el que algunos luchaban contra esta discriminación sexual.

Los homosexuales siguen siendo flagelados por declaraciones del cardenal de Lima, Juan Luis Cipriani, que parecieran estar sacada de los discursos más ortodoxos de los religiosos en tiempos de la inquisición.
La clase política en el Perú sigue siendo mayoritariamente de raza blanca, cuando es sabido que estando en un país tan plurirracial, estos pocos no representan a un país con distintas realidades.

El color de la tez sigue siendo documento de identidad para el acceso a ciertos lugares "exclusivos", y el termino "buena presencia", al igual que el currículo con foto son solo muestras de las diferenciaciones en las que incurre el sistema a la hora de organizarse.

Seguimos, pues, inmersos en una sociedad que no solo admite, sino que alienta y propicia tratos desiguales. Ya sea por la cultura, nivel social o económico, raza, procedencia, género u opción sexual, el Perú, inexplicablemente, y en una clara y lamentable influencia de occidente desarrollado, se ha vuelto un país que discrimina sin darse cuenta, o lo que es peor, un país donde la discriminación es una actitud tan arraigada y establecida, que simplemente se toma como regla, por tanto se acepta y practica.

Mariano Querol, renombrado psiquiatra del medio, parece deber más su fama al secuestro del que fue protagonista en los noventa, que al de su éxito como profesional. Evento que significó lo que en el año pasado la reclusión de Luis Guillermo. Todo un golpe a la libertad. Un hecho terrible contra un profesional y un caballero a carta cabal. Mientras que en los olvidados Huancavelica y Ayacucho se mataban pobladores a diestra y siniestra, sin siquiera el preámbulo del secuestro. Los mataban y ya. A llorar al río, pero un ratito nomás, que no hay tiempo para el luto y toda la parafernalia post mortem.

La opinión pública se rasga y araña las vestiduras en nombre de los deudos de Utopía. Titulares en los periódicos y entrevistas. Pero de los deudos de Mesa Redonda ya casi no se sabe nada.

Pareciera que la discriminación y el racismo son solo condenados y rechazados como pestilentes cuando le pertenecen a un hecho particular. Tiemble aquel que ponga en un anuncio que solicita trabajadores de "tez blanca". Cuidado con pedir como requisito para entrar a un centro educativo el certificado médico de virginidad. Porque los medios te pondrán la cruz y no descansarán hasta tumbarte.

Pero la discriminación que perjudica más, no es aquella que unos cuantos manifiestan exagerada y flagrantemente. La feo, lo malo y lo difícil es esa discriminación social, en grupo. Aquella que uno asume como parte de la realidad. Como parte de un sistema. Y entonces uno no peca si profesa su homofóbia, si segrega de su grupo social a los que no tienen el color, el dinero o la familia correspondiente, o si despectivamente, cholea y negrea a diestra y siniestra y sin desparpajo. El hecho es uno. Hay una discriminación inserta, de tal manera en nuestra sociedad, que no es considerada discriminación, sino simplemente una consecuencia de las diferencias en el país. Diferencias, que, para todos, tienen escalas y jerarquías. Así, lo blanco es más que lo negro y lo cholo, y el ingles, obviamente más que el quechua.

Así estamos. Viviendo y formando una realidad que, en serio, no nos corresponde. Conformamos una sociedad, que paulatinamente, ha hecho de lo enajenado y lo alienado, su sello inconfundible. Nuestra mayor identidad es, paradójicamente, lo parecidos que somos a los demás.
Pero esto no es reciente. Esta suerte de discriminación moderna, colectiva y mediática viene desde antes. Es pues, menester de la propia sociedad, de los medios y de aquellos que de una u otra manera tienen influencia en el comportamiento de la masa, el terminar con esto.

Miraflores esté realizando una campaña contra el ruido. Los protagonistas de las fotos de la campaña son niños que entre mueca y mueca te motivan a parar la contaminación. Todos son blanquitos y rubios. Niños miraflorinos, que les dicen. Seguramente que se hizo un casting. Seguro que hubo una cola inmensa de niños, todos tomados de la mano de mamá. Seguramente todos blanquitos y rubiecitos. Todos esperando ser los más blanquitos y rubiecitos, porque al fin y al cabo, los más bonitos son los elegidos.

Y es que pareciera que seguimos una perspectiva bastante norteamericana. El pelo rubio sigue vendiendo, atrayendo miradas y costando más que los rulos oscuros. Las discotecas de moda se jactan de solo tener un “tipo” de gente. La más chick, la más regia y linda.

Y es que pareciera que somos cualquier cosa menos una sociedad y hacemos, en reemplazo, extrañas hordas que se que deben sus miembros al color de la piel, la procedencia demográfica o familiar, la opción sexual o el poder adquisitivo.

Un país no mejora sin unión. Eso está claro. Y la única manera de que grupos tan distintos confluyan en una verdadera sociedad, es eliminando los prejuicios. Aquellos que lucen imperceptibles, pero que en realidad son los más profundos.

La frase, tan manoseada y maqueteada de “en el Perú, el que no tiene de inga, tiene de mandinga”, una vez más, adquiere vigencia cuando se habla de este tema. Dentro de un contexto como el peruano, es, por decirlo menos, ridículo tener jerarquías a partir de conceptos como el color, la religión o el nivel social.

La propuesta está hecha. Abrir un poquito la mente. Tan solo un poco, para descubrir lo presos y encadenados que estamos de nuestros propios “criterios de selección”, de nuestros propios prejuicios. Ya fue bastante de discriminación, del trato diferente por estúpidos criterios. Comencemos a aceptarnos todos. Atrevámonos de escapar de nuestra impermeable burbuja, y conozcamos un poquito el mundo. Porque el mundo lo hacen las personas. De todititos los colores.




martes, enero 04, 2005

Odio no ser de la wich

Odio intentarlo e intentarlo en vano. El no completar el perfil necesario para ser "de la gentita". Carezco del carro de rigor, aquel que en la maletera guarda un equipo Bosse y que para repleto de chicas bien, cubiertas apenas por trapitos que dejan casi nada para la proyectada y que son negadas totalmente al arte de armar una buena conversación. Pero no es solo el carro. Recibí un golpe certero de realidad el día que me tope con el axioma de que la televisión miente. Y es que miente. Porque aquello de "100% Actitud" es puro cuento. Una falacia atroz. Disculpe el que todavía no lo ha descubierto. Pero la actitud no basta. Hay que ser regio de nacimiento. De herencia. Genética y de la otra.

Repito. Quiero ser de la Wich. Pero mi naturaleza me niega la oportunidad. Reniego cada mañana contra mi yo y desde que leí a ese de Freud, guardo un secreto resentimiento con mis padres. Y es que después de años de vano intento, todavía no le hallo el ritmo a la música electrónica. No la entiendo. Creo como "Chema" Salcedo que "Son seres que se mueven mecánicamente bajo el yugo de un ritmo inexistente". Odio las discotecas. Siempre. Con terrible y viceral ímpetu. No puedo sonreír hipócritamente durante 3 horas en un lugar donde la música "bailable" revienta mis tímpanos. Y la hipocresía está de moda.

Gusto de la nada popular soledad. Y eso no es Wich. No me apetecen las caras escarchadas y sigo pensando que prefiero imaginar cuerpos desnudos que simplemente ver escotes reveladores. No soporto que una fuerza de rumor[1] me señale a que lugares ir el jueves, y el viernes, y el sábado. Me cago en ello. Me sigue interesando más lo que me pueda decir una mujer, que la capacidad contorsionista de bailar sin tregua y no sudar. No soy partidario del messenger[2]. Bloqueo a cada contacto que tenga como parte de su nick a una lunita, un arco iris, un corazoncito y demás.

Mis gustos no son de moda y Serrat está bastante viejo como para ser "cool". Pero, repito, lamento mi actitud. Quiero ser de la Wich. Porque son felices. No veo aquella nebulosa mental de drama existencial en su semblante. No tienen las marcas del ceño fruncido, como yo. Se los ve ligeros. Siguiendo patrones que odio y viéndose bien. Los veo tan inocentes y puros, cogiendo en la sala de espera del dentista todas las revistas "Cosas" y buscar atolondrados las páginas sociales. Luego la lenta inspección. Y entonces comienzan las sonrisas. En silencio. Pero quieren decir "a esta la conozco". Viven felices de saberse Wich. De saberse tan élite, tan envidiados.

Yo no les puedo conversar del viaje de prom a Santo Domingo, al que nunca fui. No puedo correr tabla como ellos y mi bronceado nunca es perfecto. Prefiero el café al whisky. Y un libro a catálogos de Ripley. Gusto más de las reuniones íntimas. De grupos pequeños y conocidos. No me interesó jamás hacer amigos. Voto por una hamburguesa de carretilla al fin de juerga antes que el Mc´Donals tan poco artesanal.

Beso a mi mamá y a mi hermano en público, sin la vergüenza de rigor, con desparpajo y con "te amo" incluido. Me jode la voz de serferito diforzado de los Djs de radio doble 9, así que simplemente no la escucho. No se manejar. No pienso aprender tampoco. Viajo en micro. Vivo cada día el trauma de la música de combi, y me produce odio el pensar que hay gente que se salva de esta.

Así que finalmente, creo que los odio más a ellos que a mi naturaleza. A su concepto degenerado de lo divertido. Odio Su MaNeRa De EsCrIbIr porque, como bien dice una amiga, pareciera que los disléxicos se han puesto de moda.

Hoy es un día de frustración. Odio la wich tanto como no ser parte de ella. Una paradoja que lo único que no me genera es indiferencia. Y es que o molesta o divierte. Esa clase de gente, toda linda y perfumada que entran sin hacer cola. Yo no quiero hacer cola. Yo quiero tomar taxi.












[1] Ver terrible "termómetro", afiche publicitario colocado en el tercer urinario a la derecha en el baño de Larcomar, donde te exhortan, bajo amenaza de no ser cool, a visitar el día indicado el lugar indicado. Pastoreo digo yo.

[2] Nueva manera de comunicación selectiva. Recomendación: Bloquear todos los contactos y solo habilitar con quien quieres comunicarte. Es irritante ver ventanitas que parpadean con tontolonisimas conversaciones que uno nunca quiere

domingo, enero 02, 2005

Jorge Caldo

"No creo en el libre arbitrio. No creo que exista la libertad"
Jose Luis Borges


Jorge termino de releer por séptima vez un ensayo de Kafka, hizo unos cuantos apuntes en su cuaderno, ya bastante viejo y destartalado de tantas ideas, y siguió llenando paginas y paginas de Word de un escrito infinito.
Jorge Caldo era contador. Cálculos y estadísticas, control de flujos mercantiles. Eso hacía. Su diario acontecer. La razón por la que las hojas del calendario se perdieran sin sentir alguna diferencia. Los días, los años, solo eran perceptibles por las arrugas, por el intenso dolor en el lumbago que punzaba cada vez más, con el correr de los años.

Jorge Caldo odiaba ser contador. Odiaba ser Jorge Caldo. Los números le producían una eterna migraña, con la cual ya hacia tiempo sabía vivir... Odiaba sus compañeros, todos complacientes. Imbéciles tragados por el sistema. Estúpidos sumisos, que no se atreven a cambiar su destino. Como tú Jorge Caldo. Como tu.
Odiaba su cubículo, tan poco personal, los colores muertos, el eterno olor a cigarrillo y las cosas acomodadas en un desorden tan metódico, que pareciera siempre, que en unos momentos, Jorge metería todo en una caja, y se iría, a buscar nuevas penurias.

Tenía 57 años. Llevaba ya 25 en la empresa de su tío, su jefe. Llevaba 35 más casado, con Maria Nieves, hija de amigos de sus padres, enamorada desde la adolescencia. Gorda, amargada. Enamorada desde niña de un primo casado que vivía en Suiza. Nunca tuvo hijos porque nunca convino. Otros 30 años con interminables deudas que junto con su esposa y el trabajo, regían una interminable lucha, la de ser la peor de sus desdichas.

De joven jugaba a tener otra vida, soñaba con algo más llevable, menos su vida, más cualquier otra. Pero a los 57 uno ya no tiene ganas de jugar a nada. Ya no hay sueño que le arranque una sonrisa a uno. Así que de un día para otro, sin darse cuenta, Jorge dejó de soñar. Las noches eran un negro impío, lúgubre y monótono, un negro gris.

La esperanza que un día daban los ahorros, se desvaneció con la compra, en liquidación, de un departamento en un conjunto habitacional de San Felipe, que, dicho sea de paso, odiaba con todas sus fuerzas, con su mente y con su odio. El resto Maria lo gastó en unas cuantas noches de casino. Las putas nunca costaron tanto y eran menos frecuentes.

***************


Tenía apuntes, citas textuales e indirectas que buscaban justificarse a si mismo. Nietzche decía que la libertad no existía. Kafka jamás se sintió libre. Comentó que "Estar encadenado es, a veces, más seguro que estar libre".
Caldo comía libros, uno tras otro. Intentaba convencerse de que no añoraba la libertad. Pero en serio la quería, quería el valor para hacerse de ella. Quería tener los huevos, el desparpajo de mandar todo al diablo, todo y todos. Pero no podía.

Alguna vez leyó que Platón y Aristóteles sugerían que la libertad está destinada para unos cuantos. Jorge se sabía parte de un grupo mayoritario el de los no elegidos-justamente ese era el único consuelo, confundirse con la masa anónima-. Él no formaba parte de la elite que describían Platón y Aristóteles. De haber vivido en la Grecia antigua, sería un esclavo modelo.

Revisando ensayos de psicología descubrió a un Erich Fromm que habla de un miedo a la libertad y no saber que hacer con esta, y de pronto se sintió aliviado de no ser libre, de no tener los huevos.

José Luis Borges hablo de la libertad como una meta, a la que se llegaba solo cuando se llega al Nirvana, meta que Jorge prefería ignorar. Eso no era lo suyo.Lo suyo eran los números y las jaquecas. Los avatares del trabajo, las discusiones con la esposa.

Llego a pensar en ser infiel, en buscarse una chiquilla y viajar con lo poco que tenía, salir a conocer el mundo con una niña a la cual hacerle el amor en cada aeropuerto, en cada hotel y en cada playa.

Pero solo lo llego a pensar. No hizo más. Y cuando digo que lo pensó, me refiero a que se le cruzó por la mente, lo deseo con todas sus fuerzas, pero jamás se atrevió a pensar en la posibilidad. Jamás se sintió capaz de hacerse feliz.

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Salvo un día. Un único día en su vida. Una sola vez en la que Jorge Caldo dejó de ser Jorge Caldo. Así, sin avisar ni presentar alguna señal. Se cansó por fin, y decidió, ahora si, ser libre.

Sentado en el sofá, frente al televisor, los párpados comienzan a caer. Estas muy cansado, otro día de mierda. Es bastante tarde y una película malísima western te ha hecho mantenerte en vigilia más de la cuenta. Ves el reloj de la cocina, cuentas con los dedos. Te quedan 3 horas y media para dormir. Mañana hay que trabajar.

Te asalta de pronto, unas vertiginosas ganas de no ir. De, por primera vez en mucho tiempo (ni siquiera recuerdas si alguna vez sucedió) dormir hasta que ya no puedas más. Quieres levantarte para el almuerzo. Siquiera llegar tarde al trabajo, saludar conchudamente a la gente y sentarte como siempre en tu cubículo, esperando a que el jefe venga a putearte, como a los chiquillos tardones.

Pero tú no Jorge Caldo. Tu no eres ya un niño, a ti nadie puede, o debe requintarte nada. Tienes 25 años llegando 10 minutos temprano, siempre, cada día. El único día que faltaste fue el del infarto, hacia ya como cuatro años. ¿Te acuerdas? Avisaste, desde el hospital, que por motivos de fuerza mayor no podrías asistir. El corazón se te exprimió como limón. Se te estrujó, y tú, llamando para avisar que tenias que faltar.

Así que a la menor mueca, al más insignificante gesto que no te guste, al mínimo reproche, mandarás a la mierda a todo, y si en necesario, repartirás unos cuantos puñetes. Así de simple. Y si no es suficiente, lo será con un "renuncio pues carajo".

Ahora era mucho más que un simple deseo, en serio se te metió la idea en el cerebro. Lo decidiste ahí, frente al televisor sentado en el sofá, con una música de vaqueros de fondo.

Dejaste el miedo a un lado, y te emocionaste de lo que sabias, ibas ha hacer. Comenzaste a sudar. La adrenalina te excito aún más. Saliste a comprar cigarros y fumaste. Fumaste hasta quedarte dormido.

Esa mañana la cama pareciera más grande. Habían llegado tíos de Suiza, según su llamada, la habían invitado a dormir. Así que se quedaría junto al primo, al eterno amor platónico casado.

Jorge durmió placidamente, sin preocuparse por donde estaría María. Sin perturbarse por los gemidos que de seguro estaría lanzando, por el éxtasis que su mujer estaría sintiendo ahora, y que tu nunca le brindaste. Estabas feliz, emocionado. Deseabas que el primito de mierda se la quedara. A ver si podía con la esposa y tu mujer. Pobre de el, pensaste..

El despertador suena con un timbre insoportable, te levantas sin recordar el día que es hoy. 6 y 15 de la mañana. Te frotas los ojos, te sientas en la cama, y de pronto lo recuerdas. Flaqueas por un momento. Ya estas despierto, te tienta saltar de la cama como impulsado por un resorte, bañarte con agua hirviendo, cambiarte con la ropa que planchaste tú mismo ayer, salir corriendo con solo un café y un cigarrillo de desayuno, y llegar, como siempre, 10 minutos temprano, antes que el jefe, antes que seguridad, antes que todos.

Pero no. Lo has decidido. Buscas en algún rincón de tu ser un bostezo imposible y eterno. Acomodas tu almohada, y te hechas, a seguir durmiendo hasta el almuerzo. Piensas es tu sueño, en la sorpresa de los demás, en lo difícil que será que se las ingenien sin ti. En la cara de tu jefe-tío furioso, intentando llamar a un número que jamás le interesó apuntar.

***************


La oficina de Jorge Caldo fue distinta. Los contadores, encorbatados, se miraban, con una marcado gesto de extrañeza cómplice. Jorge Caldo no había llegado al trabajo, hasta que llegó. Tarde...por cinco minutos.
Se lo veía apagado, con ojeras de caricatura, refunfuñándose en un quejido de murmullo. Y es que no había podido. Como siempre. O como nunca. Caldo llegaba y se criticaba el simple hecho de haberlo intentado, más que el de no haberlo hecho. Llego a la conclusión que cada vez que se propuso algo, en verdad, lo había conseguido. Nunca se había propuesto nada, nada en serio, además de una esposa no querida, un departamento odiado y un trabajo nefasto. Solo ese día. Solo el hecho de darle un escupitajo a su triste realidad, y dormir, y permitirse reír de quien no quisiera que duerma, o que cante, o fume en el pasillo.

No tuvo ese valor que nunca creyó tener hasta la noche anterior. Es que había parecido tan real, tan fácil por un momento. El hacer lo que quería se volvió factible, por primera vez. Pero seguro sería el sueño, el cansancio, o cualquier cosa. Por que el valor era ficticio, no existía, en ti no existía.

Desde ese día no paso nada más. O no quiso pasar nada. Jorge Caldo no volvió a llegar tarde a la oficina, no volvió a acostarse tarde viendo westerns que le ocasionaban ciertas ideas estúpidas. No más.

Simplemente se dedico a envejecer como se debe envejecer. Viviendo de los pocos recuerdos que merecían recordarse. Jubilándose, en el mejor día de su existencia, un día antes del peor de todos, el día que se dio cuenta, que sin trabajo de contador, sin flujos mercantiles ni cálculos, Jorge Caldo no sabía quien era Jorge Caldo, ni sabía que hacer. Así que se dedicó a dormir hasta la hora del almuerzo por un mes. Hasta que se cansó.

Siguió con los cálculos, y los flujos por cuenta propia, independiente que le dicen...pero nuca llego a mudarse del mundano departamento de conjunto habitacional en San Felipe.

Continúo con sus investigaciones filosóficas, escribiendo, haciendo más interminable todavía el escrito de Word. Familiarizándose con Los sabios de la humanidad, buscando una eterna justificación para ser como era, aceptar una realidad impuesta, sin atreverse nunca a alzar la voz de protesta, a cambiar por una vez, y de una vez por todas, una vida que no escogiste.

Hasta que Jorge Caldo murió. Un día en la mañana. Escribiendo o haciendo números. Dice María que estaba cerca. Que lo vio apretarse el pecho, con la mirada perdida, sin un ápice de susto, sin ningún intento de quedarse.

No más de treinta personas fueron al entierro de Jorge Caldo. No hubo más llanto que el de su esposa, y su secretaría Rosmery. No hubieron palomas blancas ni nada de parafernalia. A el no le hubiera gustado.
Simplemente un clima de congoja típico, que celebraban la ida de un hombre, que no tuvo casi nada en la vida, salvo un intento real, hacía 10 años, de liberarse de todo y de todos. Un intento firme y seguro, por el que hubiera dejado todo. Un intento vano, al fin y al cabo, que hizo de su vida, una con sentido. En su epitafio no se lee más que "Aquí yace Jorge Caldo, esposo de María Nieves. Hombre, esposo y compañero ejemplar".

sábado, enero 01, 2005

Tarantino, mon amour

Quentin Tarantino admira a D.J. Salinger. Aquel escritor ermitaño de una sola novela, que vive aislado del mundo, que odia las entrevistas y las fotografías. "El guardián entre el centeno" es una obra de culto en Estados Unidos e inspiración de más de un asesino en serie. Tarantino ama también esa novela.

Y es que Quentin Tarantino no es solo un director y guionista. Este personaje, que arranca sonrisas en cada entrevista por sus exagerados gestos, es también el cultor de una nuevo concepto de cine. Aquel donde las historias se entrelazan en perspectivas vertiginosas. Donde la música pareciera no acompañar a la imagen, sino difuminarla.

Eso es Quentin Tarantino. Un cuadro pastel alborotado por una explosión de colores. De rojos, azules y rosados. De lágrimas que chorrean verde y amarillo.

Pulp Fiction, más que una película genial, es un ícono que conjuga imagen, música y narración y lo convierte en único e inseparable. John Travolta jamás olvidará su baile con Uma Thurman, y Samuel Jackson, jamás el versículo de Ezequiel 25: 17, que no aparece por ninguna parte de la Biblia.

Historias que aparecen y desaparecen, que se arman a retazos. A Tarantino poco le importó aquello del inicio o el desenlace. Pulp Fiction es un conflicto de dos horas. Un quiebre de reglas, de paradigmas. Y está dicho que quien quiebra los cánones marca hitos. Quentin se debe saber feliz por eso.

Kill Bill fue su última entrega. Una película de cuatro horas, que por motivos de producción, terminó saliendo en cartelera en dos volúmenes. Aquí se luce la principal debilidad del director, Uma Thurman. Tarantino no entiende el porqué de su admiración por la rubia. Alega, simplemente, que tiene una fijación con sus dedos, principalmente con los de sus pies. Y por eso vemos a cada momento los pies descalzos de "la novia" embarrándose o pisando ojos. Incluso, en la escena del primer volumen, Uma tiene una conversación maravillosa con el dedo gordo de uno de sus pies.

La sangre es también elemento recurrente en el sello Tarantino. Comenzando por Reservoir Dogs, pasando por Jackie Brown y finalizando con Kill Bill, el director ha mostrado su fetiche por las armas y los cuerpos cortados, agujereados, baleados, mutilados. Desde rifles y revólveres hasta las míticas espadas Hattori Honzo. Lo genial, en todo caso, es que pareciera que el sadismo que profesa el buen Quentin parece, más bien, inocente y trivial.

Todavía Marsellus Wallace debe preguntarse qué demonios había dentro de su maletín. Y Vincent Vega seguirá pensando cómo las balas no lo atravesaron.

Tarantino dejó ya de ser una persona. Un guionista acucioso o un director de renombre que ocasionalmente actúa en sus películas. Tarantino es un nuevo concepto. De arte visual y estética cinematográfica. La conjunción de sonido, imagen, color y neo-narración engranan una nueva forma de presentar historias. Con diálogos exquisitos e interminables, o acrobáticas peleas donde lo único que se oye es el rechinar de dientes, las balas en fricción con el percutor, y los sufridos jadeos de quien fue alcanzado por un disparo.