Con los ojos tibios, atiborrados de lágrimas huérfanas, miró el cuerpo desgarbado y raquítico de su oponente, que yacía tumbado en la hierba, inerte y baboso. Tomó el sable con aquellas manos grasosas y mofletudas , y lo volvió a hundir en el abdomen del muerto. La lucha había terminado luego de innumerables anocheceres y amaneceres, testigos de un combate sin precedentes. Luego, con la manga sucia de su camisa borró los últimos vestigios de un llanto que nunca más lloraría. Tranquilo ya, montose Sancho Panza en Rocinante, y cabalgó al encuentro de Dulcinea, su amada damisela.
miércoles, noviembre 02, 2005
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