Horacio es un hombre como cualquier otro. De los que te encuentras en la panadería cada mañana, de los que te cruzas en el parque al pasear al perro. Es de aquellos que siempre ves y nunca saludas. Uno de esos hombrecitos que hacen su vida sin muchos problemas. Un Horacio como cualquier otro Horacio que se nos pueda ocurrir. Trabaja, se toma sus cervezas de vez en cuando. Ama terriblemente a su enamorada, compra el pan cada mañana y silba siempre la misma canción cuando sale a pasear a su perro Argos.
Todo hace suponer que esta mañana lo veremos por el barrio silbando alegremente de la mano de su chica, que es linda, y además pareciera quererlo tanto como él a ella. Cualquiera podría apostar que muy temprano iría en busca de una bolsa de pan francés y del periódico de cada día. Pero pasa que no. Pasa que hoy Horacio no tiene ni tiempo ni ganas para comenzar su día como los anteriores. Pasa que Argos lo mira, de lejos, con algo de nostalgia y tristeza, sospechando que esta tarde no habrá parque. Y es que los perros intuyen cuando sus amos andan mal.
Horacio anda hecho añicos. Con un cenicero al lado que revienta de tantas colillas y una especie de terrible certeza que le indica que las mañanas, como la de hoy o como la de mañana, no volverán a ser lo que eran. Los hechos que acababan de suceder, uno detrás de otro, en una cronología imposible, han terminado por desmoronar por completo a Horacio. Lo han vuelto simple polvillo. Nada de la nada. Un simple hedor sin olor. Una contradicción.
Susana -la novia linda y alegre por la que Horacio andaba loco- que nunca llegó a dormir. Que llega. Que luce incómoda, como queriendo fabricar excusas en tiempo real. Como queriendo morirse de veras, morirse siquiera un par de horas, morirse para no tener que mirar a los ojos al pobre de Horacio y decirle que todo se fue por el caño en una sola noche.
Y bueno, Susana sabe muy bien que las mentiras tienen patas cortas, y aunque está consciente que el mundo se le puede venir encima por una sola verdad, el semblante sombrío de Horacio no la deja pensar en la mentira indicada. Así que Susana se sienta en una esquina de la cama, prende un cigarrillo con los dedos tembleques y estalla en un relato terrible, en el que describe el sabor de un sudor ajeno, una cama de tres estrellas y, en fin, una traición consumada esa misma noche. Luego, el silencio captura la habitación y pocos segundo después, un sollozo en coro lo quiebra. Un sollozo visceral que pronto se convierte en llanto. Y entonces a Susana le vienen unas ganas inmensurables, unas ganas inmensas e impostergables de darle a Horacio el abrazo más grande y fuerte que nunca le dio, y resulta que a Horacio le pasa lo mismo. Pero es tarde para abrazos. Para abrazos, para besos y cosas lindas de novios. Horacio sigue amando a Susana con todas las fuerzas que todavía le quedan, pero un ápice de orgullo lo vuelve de roca instantáneamente. A Susana le pasa algo parecido. Su sollozo termina finalmente, y de pronto se acaban las ganas por el abrazo y en cambio aparece un deseo incontrolable de volver a la cama de ayer, de volver a probar el sudor de anoche y comenzar de nuevo sin nunca más tener que contarle nada de nada a Horacio, que sigue estático y pálido como una piedra.
Los brillos de la mañana desaparecen como en cámara rápida y de pronto llega la tarde. La habitación de Horacio continúa igual que antes, con el cenicero rebalsando y la cama destendida. Argos da vueltas por toda la casa y Horacio, poco a poco, deja de ser la roca que fue en la mañana y se alista para ir al parque. Argos salta de felicidad y lo abraza de la manera que un perro puede abrazar a su amo.
jueves, agosto 31, 2006
Rompiendo palitos chinos
Publicadas por Unknown a la/s 12:15 a. m. 1 comentarios
Irrelevancias de una mañana
El té filtrado de todos los días lo esperaba en la mesa de noche, despidiendo un vapor sinuoso y un olor que se filtraba por las paredes de la habitación. Las sábanas permanecían destendidas y húmedas, dibujando los rezagos de un amor de penumbra de aquellos que lo carcomen todo entre las sombras de la noche, y que se desvanecen como las nubes de verano al contacto con las primeras luces de la mañana.
Sentado en la esquina de la cama, Gonzalo chupaba un cigarrillo moribundo. Su mirada de agujero negro, contenía toda la culpa que su cuerpo no. Sólo los anteojos redondos que permanecían empotrados en su semblante desde siempre, disimulaban de alguna manera esa certeza irremediable que dictaba que de Gonzalo, casi no quedaba nada. Apenas la pena, la culpa y dos vidrios redondos sobre sus ojos.
Claro, es bastante difícil que se entienda la cara de encierro de Gonzalo si se cuentan las cosas desde la mitad. El principio, media hora antes de que el cigarrillo moribundo muriera, fue tan fatídico que por primera vez Gonzalo dejó que el té de todas las mañanas se enfriara sin siquiera percatarse de que el olor de canela y clavo se le impregnaba en las tripas. Todo fue tan rápido y confuso, tan de historia ficticia, que no había sabido que responder en el único momento en su vida en el que debió responder: con una mentira, firme e inexorable. Una mentira tan plagada de verdades ajenas que terminaría siendo más verdad que cualquier otra. Pero no. La confrontación le cayó tan de golpe, que creyó que, de pronto, catorce fiebres distintas se lo comían. Quedó impávido y comenzó -maldita duda, malditos segundos- a balbucear.
A Valeria le vinieron las catorce fiebres al cuerpo cuando vio, incrédula, como una silueta dibujada, de pelos castaños y pestañas atestadas de rimel, salió del baño de Gonzalo sin más prenda que los vapores propios de un amor de penumbra que, de seguro, se acababa de consumar en esas sábanas ensopadas de lujuria.
Seguramente, a estas alturas del relato, todo este lío doméstico, de infidelidad y culpa hará pensar que esta historia no es tan original. Cualquiera podría decir que a cualquiera le pasa que su novia aparece una mañana en su departamento, lo ve a uno desnudo, ve las sábanas arrugadas y huele esa amalgama de sudores, y entonces se arma la de Troya. Pero pasa que hay cuestiones, detalles quizá que son más interesantes que la mera infidelidad. Al fin y al cabo, eso no es lo importante de la historia. Lo importante es el té. La taza de té que siempre descansaba en la mesa de noche, cada mañana, esperando que Gonzalo la tomara entre las manos, que la acariciara y se la llevara a la boca. Lo importante es el cianuro de la taza, del té. Lo resueltamente relevante del cuento, es ese cuarto personaje que amaba a Gonzalo con una locura a prueba de toda razón.
El cuarto personaje de este cuento, estuvo siempre en el. Vivió el amor irremediable de Gonzalo y Valeria, sintió y olió cada noche y cada conversación entre los dos. Vivió feliz sabiendo lo mucho que Gonzalo podía amar. Juró que esa mirada, de ojos azules, agrandada por la lupa de sus anteojos, la miraría así, con la misma devoción con la que miraba a Valeria.
Aquella noche, en la que Gonzalo se había dejado devorar por el deseo de un cuerpo extraño, hubo un testigo de la infidelidad. Alguien nublada de celos, y de algún tipo de obsesión, que permanecía agazapada tras las cortinas, acumulando todo el odio, toda la decepción de saber que Gonzalo olvidó, por unas horas de sexo, a su amada Valeria. Entonces era inevitable, Gonzalo no podía amar a nadie de verdad. Nunca podría amarla a ella, ni siquiera después de esa mañana, cuando Valeria, luego de una tortuosa agonía provocada por cianuro, muriera de una vez y para siempre.
Pero esa madrugada lo había cambiado todo. Valeria no tenía más culpa que la de haber amado a su amado. Valeria no haría que Gonzalo la amara. Nadie lo podía hacer. Así que mientras la cama arrugada sostenía dos cuerpos abandonados al cansancio y al sueño, nuestro cuarto personaje ingresó a la habitación, caminó hasta la cocina y abrió el microondas, donde la taza de té todavía helado, esperaba la mañana, para recién calentarse e ir a parar a la mesa de noche de Gonzalo.
Luego saldría del departamento, bajaría hasta la calle, caminaría unas cuadras, compraría una gaseosa, y vertiendo el cianuro en la bebida, la tomaría, recostada en un parque para que nadie se percate de su muerte hasta horas después.
Gonzalo quedaría vivo. Con la cara de encierro, con la culpa acumulada en la mirada, y con el té frío mirándolo con recelo, sabiendo que su destino, esta mañana, no sería unos labios, sino el alcantarillado.
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