jueves, agosto 31, 2006

Rompiendo palitos chinos

Horacio es un hombre como cualquier otro. De los que te encuentras en la panadería cada mañana, de los que te cruzas en el parque al pasear al perro. Es de aquellos que siempre ves y nunca saludas. Uno de esos hombrecitos que hacen su vida sin muchos problemas. Un Horacio como cualquier otro Horacio que se nos pueda ocurrir. Trabaja, se toma sus cervezas de vez en cuando. Ama terriblemente a su enamorada, compra el pan cada mañana y silba siempre la misma canción cuando sale a pasear a su perro Argos.

Todo hace suponer que esta mañana lo veremos por el barrio silbando alegremente de la mano de su chica, que es linda, y además pareciera quererlo tanto como él a ella. Cualquiera podría apostar que muy temprano iría en busca de una bolsa de pan francés y del periódico de cada día. Pero pasa que no. Pasa que hoy Horacio no tiene ni tiempo ni ganas para comenzar su día como los anteriores. Pasa que Argos lo mira, de lejos, con algo de nostalgia y tristeza, sospechando que esta tarde no habrá parque. Y es que los perros intuyen cuando sus amos andan mal.

Horacio anda hecho añicos. Con un cenicero al lado que revienta de tantas colillas y una especie de terrible certeza que le indica que las mañanas, como la de hoy o como la de mañana, no volverán a ser lo que eran. Los hechos que acababan de suceder, uno detrás de otro, en una cronología imposible, han terminado por desmoronar por completo a Horacio. Lo han vuelto simple polvillo. Nada de la nada. Un simple hedor sin olor. Una contradicción.

Susana -la novia linda y alegre por la que Horacio andaba loco- que nunca llegó a dormir. Que llega. Que luce incómoda, como queriendo fabricar excusas en tiempo real. Como queriendo morirse de veras, morirse siquiera un par de horas, morirse para no tener que mirar a los ojos al pobre de Horacio y decirle que todo se fue por el caño en una sola noche.

Y bueno, Susana sabe muy bien que las mentiras tienen patas cortas, y aunque está consciente que el mundo se le puede venir encima por una sola verdad, el semblante sombrío de Horacio no la deja pensar en la mentira indicada. Así que Susana se sienta en una esquina de la cama, prende un cigarrillo con los dedos tembleques y estalla en un relato terrible, en el que describe el sabor de un sudor ajeno, una cama de tres estrellas y, en fin, una traición consumada esa misma noche. Luego, el silencio captura la habitación y pocos segundo después, un sollozo en coro lo quiebra. Un sollozo visceral que pronto se convierte en llanto. Y entonces a Susana le vienen unas ganas inmensurables, unas ganas inmensas e impostergables de darle a Horacio el abrazo más grande y fuerte que nunca le dio, y resulta que a Horacio le pasa lo mismo. Pero es tarde para abrazos. Para abrazos, para besos y cosas lindas de novios. Horacio sigue amando a Susana con todas las fuerzas que todavía le quedan, pero un ápice de orgullo lo vuelve de roca instantáneamente. A Susana le pasa algo parecido. Su sollozo termina finalmente, y de pronto se acaban las ganas por el abrazo y en cambio aparece un deseo incontrolable de volver a la cama de ayer, de volver a probar el sudor de anoche y comenzar de nuevo sin nunca más tener que contarle nada de nada a Horacio, que sigue estático y pálido como una piedra.
Los brillos de la mañana desaparecen como en cámara rápida y de pronto llega la tarde. La habitación de Horacio continúa igual que antes, con el cenicero rebalsando y la cama destendida. Argos da vueltas por toda la casa y Horacio, poco a poco, deja de ser la roca que fue en la mañana y se alista para ir al parque. Argos salta de felicidad y lo abraza de la manera que un perro puede abrazar a su amo.