miércoles, setiembre 14, 2005

El Olor de la pólvora


Rebeca Dionisia lo mató de un tiro. Lo baleó. Sus 14 años apenas podían sostener tremendo revolver, pero aún así no le tembló el espíritu para apretar el gatillo. Fue bastante simple, bastante menos difícil de lo pensado. Solo imitar a los tantos vaqueros vistos un ciento de veces. Apuntar y jalar el gatillo. Esperar el espaldarazo del golpe seco. Luego el olor a pólvora quemada, el ruido de un casquillo ido al suelo, el retumbo ensordecedor de un disparo cuando mata y el cuerpo del de enfrente, que espera, impávido, que el equilibrio se le largue. El casi muerto que ve cómo por un pequeño agujero se le van las fuerzas y la vida.

Rebeca Dionisia echó a llorar. Soltó el arma y salió corriendo de la habitación.

Hoy Rebeca, de seguro que no estás tan segura de lo que paso esa noche. Y es que el llanto, la angustia y el miedo no ayudan a retener las imágenes del recuerdo. Nuestra cinta mental se comienza a envejecer. La tristeza genera olvido. Debe ser por eso que hoy no hablas mucho de aquella noche. Pero mi caso es distinto. Yo no estaba ni triste ni agobiado, sino ansioso. Yo sí lo recuerdo, como si fuera ayer. Llegaste a mi departamento, con la ropa empapada de tanto sudor y tantas lágrimas. Me besaste en los labios y tu boca y tus mejillas y tus párpados sabían a sal. No decías nada. Solo tu llanto, tu sollozo. Solo tus gemidos de tristeza, de niña que no se atreve a ser mujer.

Yo hice esa noche que te atrevieras… Esa noche, ¿lo recuerdas Rebeca? Yo te hice mujer. Te llevé a la ducha, te quité lo salado de tu sudor y te impregné el mío. Te besé como nunca lo había hecho.

Ahora que lo pienso, felizmente que fui el primero Rebeca. ¿Te imaginas si no? Pudo haberte tocado cualquiera. Cualquier adolescente en fase de experimentación o un simple patán en el asiento trasero del carro de papá. Tú supiste esa noche que yo era el indicado. Que yo era el llamado a ser el primero en observar tu desnudez con ojos de hombre. Y míranos, al fin y al cabo, podemos decir que fue una decisión acertada ¿no crees? Míranos bien… seguimos juntos hasta ahora. Yo sé que últimamente como que no estamos muy unidos, tú sabes cómo es, el trabajo, el sistema y todas esas cosas que a uno lo terminan por terminar del todo. Como el gatillo. La pistola, el percutor, el cañón, la pólvora, el mismo disparo y ese olor a pólvora quemada que en cualquier otro momento hubiera generado en ti cierto regocijo. Todo puede terminar de un día para otro. ¡Pum! Y listo. Solo hace falta un instante, efímero, y la gente se nos va, Rebeca. Nos morimos o nos vamos o nos hundimos. Uno se pierde. Se Hunde. En el trabajo, en una aguda depresión, en la droga, el alcohol, los amigos, la mujer, la familia, los padres, la terapia, la rutina. Estamos rodeados de remolinos, mi princesa…

Mírame, diciéndote princesa, como antes. Eso sí lo tienes que recordar. El primer día de clases. Todas ustedes parecían muy contentas. La curiosidad de los catorce años, concertada en decenas de catorce años, es para asustar a cualquiera. Y si todos esos catorce años son niñas, mujeres, en fin, es lo más terrible. Se le encrespa el pelo a cualquiera. Hasta los vellos. Me paré en el atrio y mi silencio (como el tuyo ahora) pareció eterno. Casi me cago en los mismos pantalones. Todas ustedes, con miradas agudas. Con una inocencia que yo no me creía. Los lápices en las bocas, las palmas de las manos apoyando la quijada, maldita sea… me sentía intimidado.

Fue cunado entraste al salón. Era bastante tarde ya. Luego me contaste que tu madre se quedo dormida, que el carro no arrancó que tuviste que tomar un taxi que no sabía la dirección y tantas excusas más que nunca me importó confirmar. Lo importante fue que llegaste. Que me diste alguito de autoridad. Fuiste la primera alumna de mi vida a la cual recriminé. Esas no son horas de llegar, que hay que adoptar responsabilidad y que a mi clase nadie llega tarde ¡carajo! ¿Recuerdas? Rebeca, no te me duermas que estamos hablando (yo la verdad, tú no estás hablando, tú estas a medio dormir, pero sé que me escuchas. Lo sé por tu sonrisa, por que te ríes de vez en cuando con esa risa tuya tan muda) En fin. Debes recordar ese carajo. Fueron divertidas sus caras, y entonces medio que me creí eso de su inocencia. Y a partir de allí te llamé princesa, porque antes ya te había dicho que si acaso te creías de la realeza para llegar tarde a clases siempre, y tú me dijiste que eras una princesa. Y entonces, desde ahí, tú fuiste mi princesa secreta.

Estoy segura que ahora debes pensar qué hubiera sido si esa noche no pasaba lo que tú ya sabes. Aquello de la pólvora y el olor que en otro momento te hubiera causado regocijo. Yo también lo he pensado. Es de esas cosas que uno, tarde o temprano, habrá que pensar cuando uno se sorprende en la noche, acurrucado en la cama, a punto de dormir, y sin nada que pensar. Entonces nuestro cerebro se vale de esos temas escondidos que había que pensar en algún momento. Y bueno… ¿qué te puedo decir? Yo creo que hiciste lo correcto. Porque él no era lo que debía ser. ¿Te imaginas todo lo que hubiera pasado sino? Él habría de irle con el chiste a la directora, si es que no me mataba (tú sabes que soy un hombre de letras y nosotros de peleas no sabemos nada) y entonces nunca más te hubiera visto. Por eso te dije que lo hicieras. Y no fue por egoísta que yo lo hice, sino porque era más seguro. Además, él era un mal papá como me decías. Siempre me dijiste que era malo, que no te quería y no te compraba regalos porque decía que no tenía plata. Mírame a mí, sin un centavo, pero de una u otra manera siempre te di lo que querías. Es cuestión de voluntad. En todo caso, el tiempo que duró la pasamos bien. Claro que ahora mismo seguimos juntos, pero ya lo dije, nos hundimos un poco en cada cosa, y como que la frecuencia con que nos veíamos no es lo misma. Aunque eso no tiene nada que ver con el amor que nos tengamos. Creo incluso que te quiero más que antes. Porque ya no eres la niña de catorce años de la cual me enamoré, sino una mujer hecha y derecha. En serio que sí… espero que me creas. Que sepas que te quiero de veras. El que me vendió este polvo me dijo que no ibas a sentir nada, que era como una anestesia y que poquito a poquito se te iban a cerrar los ojos, e ibas a quedarte dormida, como si estuvieras cansadísima. Y entonces ya no despertarías más. ¿Ves que te quiero? Yo sé que me entiendes, últimamente nos estamos peleando muy a menudo. Estamos medio a la deriva, hundidos. Y el otro día me viste hundido también, presa de esta vida, que no es más que deseo. Me viste con aquella profesora que de cuando en cuando me tiro, y no te gustó. Yo sé que no comprendes esas cosas Rebeca, princesa, pero es que todavía eres una niña. Perdóname, pero no puedo permitir que le vayas con el cuento a todo el mundo. Eso de que eras menor de edad en ese entonces, que fue una violación y todo ese rollo que las niñas despechadas. Rebeca…¿Rebeca? Te amo.

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