"No creo en el libre arbitrio. No creo que exista la libertad"
Jose Luis Borges
Jorge termino de releer por séptima vez un ensayo de Kafka, hizo unos cuantos apuntes en su cuaderno, ya bastante viejo y destartalado de tantas ideas, y siguió llenando paginas y paginas de Word de un escrito infinito.
Jorge Caldo era contador. Cálculos y estadísticas, control de flujos mercantiles. Eso hacía. Su diario acontecer. La razón por la que las hojas del calendario se perdieran sin sentir alguna diferencia. Los días, los años, solo eran perceptibles por las arrugas, por el intenso dolor en el lumbago que punzaba cada vez más, con el correr de los años.
Jorge Caldo odiaba ser contador. Odiaba ser Jorge Caldo. Los números le producían una eterna migraña, con la cual ya hacia tiempo sabía vivir... Odiaba sus compañeros, todos complacientes. Imbéciles tragados por el sistema. Estúpidos sumisos, que no se atreven a cambiar su destino. Como tú Jorge Caldo. Como tu.
Odiaba su cubículo, tan poco personal, los colores muertos, el eterno olor a cigarrillo y las cosas acomodadas en un desorden tan metódico, que pareciera siempre, que en unos momentos, Jorge metería todo en una caja, y se iría, a buscar nuevas penurias.
Tenía 57 años. Llevaba ya 25 en la empresa de su tío, su jefe. Llevaba 35 más casado, con Maria Nieves, hija de amigos de sus padres, enamorada desde la adolescencia. Gorda, amargada. Enamorada desde niña de un primo casado que vivía en Suiza. Nunca tuvo hijos porque nunca convino. Otros 30 años con interminables deudas que junto con su esposa y el trabajo, regían una interminable lucha, la de ser la peor de sus desdichas.
De joven jugaba a tener otra vida, soñaba con algo más llevable, menos su vida, más cualquier otra. Pero a los 57 uno ya no tiene ganas de jugar a nada. Ya no hay sueño que le arranque una sonrisa a uno. Así que de un día para otro, sin darse cuenta, Jorge dejó de soñar. Las noches eran un negro impío, lúgubre y monótono, un negro gris.
La esperanza que un día daban los ahorros, se desvaneció con la compra, en liquidación, de un departamento en un conjunto habitacional de San Felipe, que, dicho sea de paso, odiaba con todas sus fuerzas, con su mente y con su odio. El resto Maria lo gastó en unas cuantas noches de casino. Las putas nunca costaron tanto y eran menos frecuentes.
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Tenía apuntes, citas textuales e indirectas que buscaban justificarse a si mismo. Nietzche decía que la libertad no existía. Kafka jamás se sintió libre. Comentó que "Estar encadenado es, a veces, más seguro que estar libre".
Caldo comía libros, uno tras otro. Intentaba convencerse de que no añoraba la libertad. Pero en serio la quería, quería el valor para hacerse de ella. Quería tener los huevos, el desparpajo de mandar todo al diablo, todo y todos. Pero no podía.
Alguna vez leyó que Platón y Aristóteles sugerían que la libertad está destinada para unos cuantos. Jorge se sabía parte de un grupo mayoritario el de los no elegidos-justamente ese era el único consuelo, confundirse con la masa anónima-. Él no formaba parte de la elite que describían Platón y Aristóteles. De haber vivido en la Grecia antigua, sería un esclavo modelo.
Revisando ensayos de psicología descubrió a un Erich Fromm que habla de un miedo a la libertad y no saber que hacer con esta, y de pronto se sintió aliviado de no ser libre, de no tener los huevos.
José Luis Borges hablo de la libertad como una meta, a la que se llegaba solo cuando se llega al Nirvana, meta que Jorge prefería ignorar. Eso no era lo suyo.Lo suyo eran los números y las jaquecas. Los avatares del trabajo, las discusiones con la esposa.
Llego a pensar en ser infiel, en buscarse una chiquilla y viajar con lo poco que tenía, salir a conocer el mundo con una niña a la cual hacerle el amor en cada aeropuerto, en cada hotel y en cada playa.
Pero solo lo llego a pensar. No hizo más. Y cuando digo que lo pensó, me refiero a que se le cruzó por la mente, lo deseo con todas sus fuerzas, pero jamás se atrevió a pensar en la posibilidad. Jamás se sintió capaz de hacerse feliz.
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Salvo un día. Un único día en su vida. Una sola vez en la que Jorge Caldo dejó de ser Jorge Caldo. Así, sin avisar ni presentar alguna señal. Se cansó por fin, y decidió, ahora si, ser libre.
Sentado en el sofá, frente al televisor, los párpados comienzan a caer. Estas muy cansado, otro día de mierda. Es bastante tarde y una película malísima western te ha hecho mantenerte en vigilia más de la cuenta. Ves el reloj de la cocina, cuentas con los dedos. Te quedan 3 horas y media para dormir. Mañana hay que trabajar.
Te asalta de pronto, unas vertiginosas ganas de no ir. De, por primera vez en mucho tiempo (ni siquiera recuerdas si alguna vez sucedió) dormir hasta que ya no puedas más. Quieres levantarte para el almuerzo. Siquiera llegar tarde al trabajo, saludar conchudamente a la gente y sentarte como siempre en tu cubículo, esperando a que el jefe venga a putearte, como a los chiquillos tardones.
Pero tú no Jorge Caldo. Tu no eres ya un niño, a ti nadie puede, o debe requintarte nada. Tienes 25 años llegando 10 minutos temprano, siempre, cada día. El único día que faltaste fue el del infarto, hacia ya como cuatro años. ¿Te acuerdas? Avisaste, desde el hospital, que por motivos de fuerza mayor no podrías asistir. El corazón se te exprimió como limón. Se te estrujó, y tú, llamando para avisar que tenias que faltar.
Así que a la menor mueca, al más insignificante gesto que no te guste, al mínimo reproche, mandarás a la mierda a todo, y si en necesario, repartirás unos cuantos puñetes. Así de simple. Y si no es suficiente, lo será con un "renuncio pues carajo".
Ahora era mucho más que un simple deseo, en serio se te metió la idea en el cerebro. Lo decidiste ahí, frente al televisor sentado en el sofá, con una música de vaqueros de fondo.
Dejaste el miedo a un lado, y te emocionaste de lo que sabias, ibas ha hacer. Comenzaste a sudar. La adrenalina te excito aún más. Saliste a comprar cigarros y fumaste. Fumaste hasta quedarte dormido.
Esa mañana la cama pareciera más grande. Habían llegado tíos de Suiza, según su llamada, la habían invitado a dormir. Así que se quedaría junto al primo, al eterno amor platónico casado.
Jorge durmió placidamente, sin preocuparse por donde estaría María. Sin perturbarse por los gemidos que de seguro estaría lanzando, por el éxtasis que su mujer estaría sintiendo ahora, y que tu nunca le brindaste. Estabas feliz, emocionado. Deseabas que el primito de mierda se la quedara. A ver si podía con la esposa y tu mujer. Pobre de el, pensaste..
El despertador suena con un timbre insoportable, te levantas sin recordar el día que es hoy. 6 y 15 de la mañana. Te frotas los ojos, te sientas en la cama, y de pronto lo recuerdas. Flaqueas por un momento. Ya estas despierto, te tienta saltar de la cama como impulsado por un resorte, bañarte con agua hirviendo, cambiarte con la ropa que planchaste tú mismo ayer, salir corriendo con solo un café y un cigarrillo de desayuno, y llegar, como siempre, 10 minutos temprano, antes que el jefe, antes que seguridad, antes que todos.
Pero no. Lo has decidido. Buscas en algún rincón de tu ser un bostezo imposible y eterno. Acomodas tu almohada, y te hechas, a seguir durmiendo hasta el almuerzo. Piensas es tu sueño, en la sorpresa de los demás, en lo difícil que será que se las ingenien sin ti. En la cara de tu jefe-tío furioso, intentando llamar a un número que jamás le interesó apuntar.
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La oficina de Jorge Caldo fue distinta. Los contadores, encorbatados, se miraban, con una marcado gesto de extrañeza cómplice. Jorge Caldo no había llegado al trabajo, hasta que llegó. Tarde...por cinco minutos.
La oficina de Jorge Caldo fue distinta. Los contadores, encorbatados, se miraban, con una marcado gesto de extrañeza cómplice. Jorge Caldo no había llegado al trabajo, hasta que llegó. Tarde...por cinco minutos.
Se lo veía apagado, con ojeras de caricatura, refunfuñándose en un quejido de murmullo. Y es que no había podido. Como siempre. O como nunca. Caldo llegaba y se criticaba el simple hecho de haberlo intentado, más que el de no haberlo hecho. Llego a la conclusión que cada vez que se propuso algo, en verdad, lo había conseguido. Nunca se había propuesto nada, nada en serio, además de una esposa no querida, un departamento odiado y un trabajo nefasto. Solo ese día. Solo el hecho de darle un escupitajo a su triste realidad, y dormir, y permitirse reír de quien no quisiera que duerma, o que cante, o fume en el pasillo.
No tuvo ese valor que nunca creyó tener hasta la noche anterior. Es que había parecido tan real, tan fácil por un momento. El hacer lo que quería se volvió factible, por primera vez. Pero seguro sería el sueño, el cansancio, o cualquier cosa. Por que el valor era ficticio, no existía, en ti no existía.
Desde ese día no paso nada más. O no quiso pasar nada. Jorge Caldo no volvió a llegar tarde a la oficina, no volvió a acostarse tarde viendo westerns que le ocasionaban ciertas ideas estúpidas. No más.
Simplemente se dedico a envejecer como se debe envejecer. Viviendo de los pocos recuerdos que merecían recordarse. Jubilándose, en el mejor día de su existencia, un día antes del peor de todos, el día que se dio cuenta, que sin trabajo de contador, sin flujos mercantiles ni cálculos, Jorge Caldo no sabía quien era Jorge Caldo, ni sabía que hacer. Así que se dedicó a dormir hasta la hora del almuerzo por un mes. Hasta que se cansó.
Siguió con los cálculos, y los flujos por cuenta propia, independiente que le dicen...pero nuca llego a mudarse del mundano departamento de conjunto habitacional en San Felipe.
Continúo con sus investigaciones filosóficas, escribiendo, haciendo más interminable todavía el escrito de Word. Familiarizándose con Los sabios de la humanidad, buscando una eterna justificación para ser como era, aceptar una realidad impuesta, sin atreverse nunca a alzar la voz de protesta, a cambiar por una vez, y de una vez por todas, una vida que no escogiste.
Hasta que Jorge Caldo murió. Un día en la mañana. Escribiendo o haciendo números. Dice María que estaba cerca. Que lo vio apretarse el pecho, con la mirada perdida, sin un ápice de susto, sin ningún intento de quedarse.
No más de treinta personas fueron al entierro de Jorge Caldo. No hubo más llanto que el de su esposa, y su secretaría Rosmery. No hubieron palomas blancas ni nada de parafernalia. A el no le hubiera gustado.
Simplemente un clima de congoja típico, que celebraban la ida de un hombre, que no tuvo casi nada en la vida, salvo un intento real, hacía 10 años, de liberarse de todo y de todos. Un intento firme y seguro, por el que hubiera dejado todo. Un intento vano, al fin y al cabo, que hizo de su vida, una con sentido. En su epitafio no se lee más que "Aquí yace Jorge Caldo, esposo de María Nieves. Hombre, esposo y compañero ejemplar".
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