lunes, enero 31, 2005

Hablemos del Principito

"La prueba de que el Principito ha existido
está en que era un muchachito encantador,
que reía y quería un cordero.
Querer un cordero es prueba irrefutable de que se existe"

De este pequeño ser de cabellos rulos y rubios como el trigo, que nunca da una respuesta por perdida, y que reconoce a simple vista el dibujo de una boa constrictor (sea esta cerrada o abierta) digiriendo un elefante.

Lo primero que habrá que decir, es que el Principito habla 150 idiomas y ha compartido sus aventuras con más de 250 millones de terrícolas. Un montón de personas entre adultos y niños que memorizaron la memorable frase “Lo esencial es invisible a los ojos”. Millones de personas que hoy, pueden también, diferenciar entre el dibujo de un elefante dentro de una boa, y el de un sombrero. Eso es un gran mérito. Antoine de Saint-Exupéry y su alter ego de pelos color oro y extraño traje, deben sentirse felices de, por fin, haber encontrado tantos amigos.

El Principito talvez no entendería lo serio que nos lo tomamos algunos. Seguramente se reiría de saber de que unos cuantos lo hemos leído una cantidad infinita de veces. Me diría que no hacían falta más que una leída, y que me cuidara de la palabra “infinita”, que los adultos no entienden de esas cosas, así que mejor utilizara “quince mil trescientas veintitrés”, para que, entonces, comprendieran cuanto me gusta su cuento. Y es que el Principito sabe que, nosotros, los adultos, necesitamos siempre que nos expliquen todo con cifras, nombres propios y con costos.

Estas cortas líneas no buscan más que el justo homenaje que le debo al Principito, quien me enseño que la guerra entre flores y corderos, es un tema mucho más importante que la serie de banalidades por las que suelo zambullirme en una especie de letargo depresivo.

A veces, incluso, juego a ser el Principito. Me río al preguntar a adultos y jóvenes de este libro. Siempre hallo la misma respuesta. Que sí, que lo han leído, pero hace tantísimo tiempo... de muy niños. Que ya no están para leer tonterías de chiquillos. Es cuando me río más, (para mis adentros, digo, porque no es bueno burlarse de las personas) y pienso que los adultos todo lo confunden, todo lo mezclan.

Y es que, ese asunto de crecer es, en verdad, algo bien fregado. Uno poco a poco va perdiendo todo lo realmente importante de la vida. Se vuelve un simple esclavo de las cosas serias, que a la larga nunca terminan por ser esenciales. Así, que, amigos y amigas, rebeldes, inconformes con el sistema y pro todo ese rollo anarquista, deben de releer el Principito. El tiene las respuestas. Aunque, de repente, ya estén bastante viejos para entender lo fácil que es, que un pequeño hombrecito les diga lo verdaderamente importante de las cosas.

Estábamos en aquello de lo difícil que es crecer. Y es que es difícil. Es algo parecido a la involución. Dejamos de entender las cosas que nunca deberíamos dejar de entender, a medida que pasa el tiempo. Nos volvemos serios, poco sinceros, apurados (un niño no entendería porque todos las personas mayores van tan apuradas a todo sitio) y, a veces, malos. Nos volvemos ciegos del corazón. Tan despistados, que terminamos creyendo que, de verdad, se ve mejor con los ojos (¡bah! Los adultos, tenemos cada cosa). Solo nos curamos de esta ceguera de espíritu cuando nos arrugamos toditos, y nuestra voz se vuelve más quebradiza. De viejitos el corazón se nos aclara y, de nuevo, entendemos todo.

Ahora me toca hablar del buen Antoine de Saint-Exupéry. Estoy seguro que a el no le gustaría que hablara mucho de el. Que me insistiría que cuente de lo encantador del Principito, pero se que me entenderá. Porque como persona mayor que fue, entenderá que los que están leyéndome son, en su mayoría, adultos o prospectos bastante avanzados de estos, que necesitan saber del autor de una obra, para así entender la esencia de la misma. Su – nuestra - lógica, bastante extraña por cierto, hará que solo enterándonos de quien fue Antoine, sepamos como es que era el Principito. Así que diré solo lo necesario. Que Antoine fue un francés que nació en 1900 y que solo vivió 44 años. Y es que era un hombre muy arriesgado. Las dos cosas que hacía, eran acaso las más temerarias que se pueden hacer. Piloteaba aviones, y escribía libros. Antes de emprender su último vuelo, escribió “Si me derriban no extrañaré nada. Yo nací para se jardinero”. Pero yo creo que no. Que se equivocaba. Que el nació para dar a conocer a aquel hombrecito que tanto queremos, aquellos que nos resignamos a perder la inocencia con la que nacimos, y a convertirnos en los eufemistas que suelen ser las personas grandes.

Antoine tampoco quiso perder la inocencia. Se dio cuenta que ya tenia cuarenta y cuatro años, y que no tardaría en dejar de entender las cosas, y comenzaría a confundirlo todo. Es por eso que desapareció. Y es que desapareció. En verdad. Como el Principito, un día, subió a su avión, y piloteó hasta la eternidad.

Y claro, después de ese día, los adultos se encapricharon en saber qué había sido de el señor de Saint-Exupéry, en encontrar su cadáver o cosas por el estilo. Porque a los adultos nadie los contenta diciéndoles simplemente Antoine desapareció porque sí. No, que va. Ellos necesitaban ver su cuerpo, inerte y sangrante, para estar felices y así, constatar que el autor estaba, efectivamente muerto.
Los pobres se habrían ahorrado un montononón de trabajo si tan solo hubieran leído el cuento que Antoine había escrito un año antes, para darse cuenta que lo que hizo, ese 31 de julio de 1944, no fue morir, sino desaparecer como su encantador personaje, para volver, luego, en el corazón de cada uno e nosotros..

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