jueves, marzo 16, 2006

Cartas y contestaciones II


Yo tenía una chica. Era preciosa, linda. A decir verdad, tu la conoces. Su pelo era lacio y castaño y sus ojos claros, casi transparentes. No sabría decirte si eran verdes o celestes. Ha pasado algún tiempo y como que mi memoria no es lo que era antes. Aunque, pensándolo bien, mi memoria nunca fue muy de fiar que digamos. Tu la conoces bien. ¿Recuerdas el tiempo en que estuvimos juntos? Pues fue en ese tiempo que la conocí. Luego de verte, luego de revolcarnos en tu sofá, desnudos, yo largaba raudo a su casa. Escuchábamos música toda la noche a la luz de unas velas decorativas que tenía ella en su casa, mientras devorábamos cigarrillos y cigarrillos. Yo entiendo tus celos, pero si de algo sirve, mi chica preciosa y yo nunca nos besamos siquiera. No queríamos hacerte daño, traicionarte del todo. Eso pensábamos ambos. Aunque nunca nos lo dijéramos por esos días. A decir verdad, yo no era tan noble. Si nunca me acerqué demasiado era solo por temor a un rechazo que, irremediablemente, me habría alejado de ella y de ti. Que arrepentido estoy, como ella. Míranos ahora, alejados los tres, uno de otros. Por la distancia o por los hijos, pero alejados como si cada quien hubiera desaparecido para los otros dos. Aunque me cuentan que ustedes todavía se hablan. Se cuentan sus vidas y obvian, siempre, que existió un enamorado de años que medio que las hizo dudar de su infranqueable amistad. Una persona que hizo tambalear tantos años de abrazos y secretillos guardados.

Ella me dijo hace un tiempo cuan arrepentida estaba de no haber mandado al mismo demonio ese respeto por ti. Me contó que hubiera preferido darme el beso que nunca nos dimos y que ambos probáramos nuestros sudores. Lo tengo escrito. Me mandó una carta con todo esto, y lo digo para que luego no digas que levanto falsas calumnias en pos de separarlas. Nada más falso. Pero en la carta me contaba, por ejemplo, los discos que escuchábamos en su casa a la luz de esas velas de todos colores. Y bueno, la música hace que uno recuerde los detalles más impensados. Como el asco que me daba de vez en cuando verte, sabiendo que eras tú y nadie más que tú la que impedía que yo y mi chica preciosa estuviéramos juntos. Ya lo ves. Tu gran amiga fue mi gran amor. Mi amor platónico. Mi alma gemela a la potencia de –2. Todo un logaritmo imposible. Pero no te preocupes, no te hagas mala sangre que de nada sirve. Ya te dije que nada pasó. Que ambos nos moríamos de ganas de irrespetarte, pero que el miedo obró en bien de esta fidelidad de cuerpo que no es más que simple cobardía. Creo que en verdad te odio por haber estado siempre presente en intangible, cuando estábamos mi chica preciosa y yo, en el sofá, mirándonos los ojos con unas ganas fulminantes de sellarnos con un beso que lo rompiera todo. Sería ocioso pensar que hoy tendría el valor. Lo más probable es que el miedo me embargase de nuevo y quedaría igual, a medio camino, sin siquiera un beso de ella, y con miles de besos tuyos que no valían una sola sonrisa de ella.

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