lunes, marzo 13, 2006

Cartas y contestaciones V


A decir verdad, no soy un entendido en esto del ajedrez. Del juego este, no comprendo casi nada, pero me apasiona a mares el ver como Rubén y Mario se sacan la misma madre en partidas somníferas y eternas, en el centro mismo de Miraflores, en las mesitas estas donde la gente, en una especie de exhibicionismo intelectual, suele agarrarse a alfilazos y a reinazos. Yo se, es bastante incongruente eso de que me apasionen sus extensísimos juegos, y que al mismo tiempo me parezcan somníferos. Pero es que del juego, como dije, no entiendo nada de nada ni me interesa entender nada de nada. Hay que verlos, en cambio, para entender la pasión que despiertan, sentados pero en pie de guerra, cosa que podría sonar también bastante contradictoria.

Ambos compungen la cara con cada pieza ganada, con cada pieza perdida. Los dos transmiten esa tensión furibunda, esa pelea de mentirita que los absorbe a los dos por un par de horas.

Una de las cosas más divertidas es verlos acabar una partida. Uno siempre esboza esa mueca tan reconocible del que se sabe triunfador. El ganador siempre engendra los mismos gestos, las mismas maneras del triunfador modesto. Ninguno de los dos se mirará con rabia o recelo, pero por dentro el pecho se les infla, estiran los brazo como si despertaran de un letargo prolongado, como si la tensión de las horas no hubiera hecho el menor escarnio en sus vidas.

El perdedor, igual, no se inmuta ante una derrota, pero si uno es atento y observador -como yo- puede encontrar que la frustración lo invade totalmente, como la rabia se manifiesta por más solapada que se intente, y entonces se echan a reír y a conversar sobre mujeres y fiestas y sobre los partidos de fútbol del miércoles y el domingo.

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