sábado, agosto 09, 2008

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Uno se pone a mirar al cielo. Este cielo de nubes espesas y solo nubes. Levanto la vista, respiro hondo, y siento que me ahogo, que me hundo en aguas turbias con nubes espesas y solo nubes.

Pero el cielo es solo para verlo un ratito. El ahogo no dura para siempre. Ni las aguas son tan turbias ni las nubes tan espesas como nos cuentan. Los libros de historia mienten tanto como los poemas enamorados de amor.

Bajo la vista y ahí está; una ciudad en estado vegetal. Donde nada pasa o donde las cosas pasan tan rápido que pareciera que nada pasa. Después de ver el cielo, nada es como antes. Las cosas cambian aunque no quieras, loco. La gente se va, se pierde como un terremoto sobre un tablero de ajedrez. Y ocurre que todavía no encuentro donde es que debería ir a parar. Todo es difícil cuando se comienza de nuevo, cuando el camino te lleva al punto de inicio. Entonces todo es como antes, como hace tanto. Pero las piernas andan cansadas de tanto trajín. El corazón galopa, la angustia se torna en un sonido casi imperceptible que te quiere volver loco. Que te arrima a algún otro camino circular.

Las nubes no son tan malas. Lima, con todo su turbio ahogo tampoco es tan mala. Estar solo y sin donde ir tampoco es tan trágico como se pinta en los poemas.

Debe ser que los poemas nacen para ser algo trágicos. Debe ser que es hora de abrir trocha, de hacer un trekking suburbano y despertar de una vez.

lunes, setiembre 10, 2007

Eduardo Galeano dixit

Dejemonos un poco del ego y todo esto del autobombo. Hoy me tomo la libertad de postear algunas de las mejores frases del periodista, escritor y ensayista uruguayo Eduardo Galeano. Para leer, pero sobre todo, para pensar.

"La caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respetuo mutuo".

"Hay un único lugar donde ayer y hoy se encuentran y se reconocen y se abrazan. Ese lugar es mañana".

"La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar".

"Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los hombres".

"Las prisiones y los fusilamientos en Cuba son muy buenas noticias para el superpoder universal, que está loco de ganas de sacarse de la garganta esta porfiada espina. Son muy malas noticias, en cambio, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza, pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan".

"Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen, y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen".

"Son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Babá. Pero quizá desencadenen la alegría de hacer, y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable".

"¿Hasta cuándo los países latinoamericanos seguiremos aceptando las órdenes del mercado como si fueran una fatalidad del destino? ¿Hasta cuándo seguiremos implorando limosnas, a los codazos, en la cola de los suplicantes? ¿Hasta cuándo seguirá cada país apostando al sálvese quien pueda? ¿Cuándo terminaremos de convencernos de que la indignidad no paga? ¿Por qué no formamos un frente común para defender nuestros precios, si de sobra sabemos que se nos divide para reinar? ¿Por qué no hacemos frente, juntos, a la deuda usurera? ¿Qué poder tendría la soga si no encontrara pescuezo?".

"Me desprendo del abrazo, salgo a la calle. En el cielo, ya clareando, se dibuja, finita, la luna. La luna tiene dos noches de edad. Yo, una".

"No consigo dormir. Tengo una mujer atravesada entre los párpados. Si pudiera, le diría que se vaya; pero tengo una mujer atravesada en la garganta".

sábado, setiembre 08, 2007

Ensayo sobre la sonrisa

Un río de lágrimas puede quebrar al más duro de los humanos, pero una sola sonrisa lo mata de pavor. De vergüenza. Una sonrisa redonda y efímera puede hacerlo todo, absolutamente todo lo que las lágrimas no. El llanto tiene una naturaleza falaz, que demuestra impotencia, rabia; una pena que llega a ser insoportable y que embarga de tal manera, que el cuerpo, los ojos, las cejas, estallan en un brote de sal líquida. El llanto real no se controla. No se anda con medias tintas y te deja deshecho, desmenuzado; con las marcas inequívocas de una tristeza expectorada en forma de párpados hinchados y ojos rojos.

La sonrisa, en cambio, guarda el tibio encanto de saberse un arma de doble filo. Blanca y letal; filosa y puntiaguda. Un arma que se guarda en el bolsillo secreto, que se lleva a todas partes y representa un seguro de vida vitalicio. Porque una sonrisa te salva la vida, te enamora y te desviste. Te enternece y te despereza.

Y claro, a ti poco te importa eso de racionar tu arma letal. Te tiene sin cuidado aquello de esperar el momento adecuado, de matar de desesperación a todos. No. Tú andas por el mundo blandiendo tu arma, acuchillando a diestra y siniestra, mostrándola cual supieras que es la tuya la que ganaría el concurso mundial de sonrisas. Y es que siempre sonríes. Siempre juegas, siempre.

Lo peor de las sonrisas es que son tan contagiosas como fulminantes. Lo peor de ti, es que ríes de manera aparatosa, desconmensurada, casi de manera ridícula por lo exagerada. Ríes con la boca tanto como con los ojos marrones café con ron que tienes. Ríes de tal forma que da ganas de matarte, pero uno termina sucumbiendo a la tentación terrible de sonreír también, a sabiendas que todo está dicho, que aunque ensaye mi mejor sonrisa ya todo lo opacaste tú con esa especie de resquebrajo en tu semblante. Y tú lo sabes. Lo peor es que lo sabes. Lo peor del mundo es saber que uno puede pulverizar al otro con solo una mueca, con un cuasi tronar de dedos. El temible vampiro se deshace de nervios cuando comienza el hedor a ajos. Y tú sabes a ajos. A agua bendita. A un crucifijo de madera que funge de estaca mortal. A cigarrillos apagados, a ron barato. Sabes a nada y la nada me sabe bien.


jueves, setiembre 28, 2006

Pum Pan


Lo miró, con sus ojos viejos y cansados. Lo miró por última vez y vio en él a un pedazo de hombre. Solo era un niño, un pequeño con ínfulas de héroe. Lo encontró tan desprovisto de todo, tan a merced de una suerte ya esquiva, que sintió lástima por él. Aquel jovencillo travieso solo había querido llamar la atención con sus mataperradas, pero estas habían causado ya, muchos disturbios. Así que al Capitan Garfio no le quedó más remedio que apretar el gatillo, y con esto, todo el país del Nunca Jamás se vio envuelto en llamas.

jueves, agosto 31, 2006

Rompiendo palitos chinos

Horacio es un hombre como cualquier otro. De los que te encuentras en la panadería cada mañana, de los que te cruzas en el parque al pasear al perro. Es de aquellos que siempre ves y nunca saludas. Uno de esos hombrecitos que hacen su vida sin muchos problemas. Un Horacio como cualquier otro Horacio que se nos pueda ocurrir. Trabaja, se toma sus cervezas de vez en cuando. Ama terriblemente a su enamorada, compra el pan cada mañana y silba siempre la misma canción cuando sale a pasear a su perro Argos.

Todo hace suponer que esta mañana lo veremos por el barrio silbando alegremente de la mano de su chica, que es linda, y además pareciera quererlo tanto como él a ella. Cualquiera podría apostar que muy temprano iría en busca de una bolsa de pan francés y del periódico de cada día. Pero pasa que no. Pasa que hoy Horacio no tiene ni tiempo ni ganas para comenzar su día como los anteriores. Pasa que Argos lo mira, de lejos, con algo de nostalgia y tristeza, sospechando que esta tarde no habrá parque. Y es que los perros intuyen cuando sus amos andan mal.

Horacio anda hecho añicos. Con un cenicero al lado que revienta de tantas colillas y una especie de terrible certeza que le indica que las mañanas, como la de hoy o como la de mañana, no volverán a ser lo que eran. Los hechos que acababan de suceder, uno detrás de otro, en una cronología imposible, han terminado por desmoronar por completo a Horacio. Lo han vuelto simple polvillo. Nada de la nada. Un simple hedor sin olor. Una contradicción.

Susana -la novia linda y alegre por la que Horacio andaba loco- que nunca llegó a dormir. Que llega. Que luce incómoda, como queriendo fabricar excusas en tiempo real. Como queriendo morirse de veras, morirse siquiera un par de horas, morirse para no tener que mirar a los ojos al pobre de Horacio y decirle que todo se fue por el caño en una sola noche.

Y bueno, Susana sabe muy bien que las mentiras tienen patas cortas, y aunque está consciente que el mundo se le puede venir encima por una sola verdad, el semblante sombrío de Horacio no la deja pensar en la mentira indicada. Así que Susana se sienta en una esquina de la cama, prende un cigarrillo con los dedos tembleques y estalla en un relato terrible, en el que describe el sabor de un sudor ajeno, una cama de tres estrellas y, en fin, una traición consumada esa misma noche. Luego, el silencio captura la habitación y pocos segundo después, un sollozo en coro lo quiebra. Un sollozo visceral que pronto se convierte en llanto. Y entonces a Susana le vienen unas ganas inmensurables, unas ganas inmensas e impostergables de darle a Horacio el abrazo más grande y fuerte que nunca le dio, y resulta que a Horacio le pasa lo mismo. Pero es tarde para abrazos. Para abrazos, para besos y cosas lindas de novios. Horacio sigue amando a Susana con todas las fuerzas que todavía le quedan, pero un ápice de orgullo lo vuelve de roca instantáneamente. A Susana le pasa algo parecido. Su sollozo termina finalmente, y de pronto se acaban las ganas por el abrazo y en cambio aparece un deseo incontrolable de volver a la cama de ayer, de volver a probar el sudor de anoche y comenzar de nuevo sin nunca más tener que contarle nada de nada a Horacio, que sigue estático y pálido como una piedra.
Los brillos de la mañana desaparecen como en cámara rápida y de pronto llega la tarde. La habitación de Horacio continúa igual que antes, con el cenicero rebalsando y la cama destendida. Argos da vueltas por toda la casa y Horacio, poco a poco, deja de ser la roca que fue en la mañana y se alista para ir al parque. Argos salta de felicidad y lo abraza de la manera que un perro puede abrazar a su amo.

Irrelevancias de una mañana

El té filtrado de todos los días lo esperaba en la mesa de noche, despidiendo un vapor sinuoso y un olor que se filtraba por las paredes de la habitación. Las sábanas permanecían destendidas y húmedas, dibujando los rezagos de un amor de penumbra de aquellos que lo carcomen todo entre las sombras de la noche, y que se desvanecen como las nubes de verano al contacto con las primeras luces de la mañana.

Sentado en la esquina de la cama, Gonzalo chupaba un cigarrillo moribundo. Su mirada de agujero negro, contenía toda la culpa que su cuerpo no. Sólo los anteojos redondos que permanecían empotrados en su semblante desde siempre, disimulaban de alguna manera esa certeza irremediable que dictaba que de Gonzalo, casi no quedaba nada. Apenas la pena, la culpa y dos vidrios redondos sobre sus ojos.

Claro, es bastante difícil que se entienda la cara de encierro de Gonzalo si se cuentan las cosas desde la mitad. El principio, media hora antes de que el cigarrillo moribundo muriera, fue tan fatídico que por primera vez Gonzalo dejó que el té de todas las mañanas se enfriara sin siquiera percatarse de que el olor de canela y clavo se le impregnaba en las tripas. Todo fue tan rápido y confuso, tan de historia ficticia, que no había sabido que responder en el único momento en su vida en el que debió responder: con una mentira, firme e inexorable. Una mentira tan plagada de verdades ajenas que terminaría siendo más verdad que cualquier otra. Pero no. La confrontación le cayó tan de golpe, que creyó que, de pronto, catorce fiebres distintas se lo comían. Quedó impávido y comenzó -maldita duda, malditos segundos- a balbucear.

A Valeria le vinieron las catorce fiebres al cuerpo cuando vio, incrédula, como una silueta dibujada, de pelos castaños y pestañas atestadas de rimel, salió del baño de Gonzalo sin más prenda que los vapores propios de un amor de penumbra que, de seguro, se acababa de consumar en esas sábanas ensopadas de lujuria.

Seguramente, a estas alturas del relato, todo este lío doméstico, de infidelidad y culpa hará pensar que esta historia no es tan original. Cualquiera podría decir que a cualquiera le pasa que su novia aparece una mañana en su departamento, lo ve a uno desnudo, ve las sábanas arrugadas y huele esa amalgama de sudores, y entonces se arma la de Troya. Pero pasa que hay cuestiones, detalles quizá que son más interesantes que la mera infidelidad. Al fin y al cabo, eso no es lo importante de la historia. Lo importante es el té. La taza de té que siempre descansaba en la mesa de noche, cada mañana, esperando que Gonzalo la tomara entre las manos, que la acariciara y se la llevara a la boca. Lo importante es el cianuro de la taza, del té. Lo resueltamente relevante del cuento, es ese cuarto personaje que amaba a Gonzalo con una locura a prueba de toda razón.

El cuarto personaje de este cuento, estuvo siempre en el. Vivió el amor irremediable de Gonzalo y Valeria, sintió y olió cada noche y cada conversación entre los dos. Vivió feliz sabiendo lo mucho que Gonzalo podía amar. Juró que esa mirada, de ojos azules, agrandada por la lupa de sus anteojos, la miraría así, con la misma devoción con la que miraba a Valeria.

Aquella noche, en la que Gonzalo se había dejado devorar por el deseo de un cuerpo extraño, hubo un testigo de la infidelidad. Alguien nublada de celos, y de algún tipo de obsesión, que permanecía agazapada tras las cortinas, acumulando todo el odio, toda la decepción de saber que Gonzalo olvidó, por unas horas de sexo, a su amada Valeria. Entonces era inevitable, Gonzalo no podía amar a nadie de verdad. Nunca podría amarla a ella, ni siquiera después de esa mañana, cuando Valeria, luego de una tortuosa agonía provocada por cianuro, muriera de una vez y para siempre.

Pero esa madrugada lo había cambiado todo. Valeria no tenía más culpa que la de haber amado a su amado. Valeria no haría que Gonzalo la amara. Nadie lo podía hacer. Así que mientras la cama arrugada sostenía dos cuerpos abandonados al cansancio y al sueño, nuestro cuarto personaje ingresó a la habitación, caminó hasta la cocina y abrió el microondas, donde la taza de té todavía helado, esperaba la mañana, para recién calentarse e ir a parar a la mesa de noche de Gonzalo.

Luego saldría del departamento, bajaría hasta la calle, caminaría unas cuadras, compraría una gaseosa, y vertiendo el cianuro en la bebida, la tomaría, recostada en un parque para que nadie se percate de su muerte hasta horas después.

Gonzalo quedaría vivo. Con la cara de encierro, con la culpa acumulada en la mirada, y con el té frío mirándolo con recelo, sabiendo que su destino, esta mañana, no sería unos labios, sino el alcantarillado.

martes, mayo 02, 2006

Tiempo perdido


Supongamos que un día amanece y el tiempo se ha ido. Yo se lo difícil de imaginarse tremendo desbarajuste de la vida tan programada y ordenada que tiene uno, pero hagamos un esfuerzo, digamos con un afán meramente lúdico.

En primer lugar todos los relojes se perderían en un dos por tres. Podría pasar que en la mañana uno amanezca y se de con la rabiosa sorpresa de que su reloj de pulsera desapareció así como así, dejando como vestigio tan solo una marca de bronceado debajo de la mano. Puede también, que simplemente los relojes sigan ahí, trepados en las muñecas, colgados en las paredes y en los cafés sin decir nada. Absolutamente nada. El mismo día en el que el tiempo se fuese, comenzaríamos todos a preguntarnos el porqué de estos aparatitos tan singulares como inútiles, que no hacen más que ocupar espacio y servir de casi nada. Entonces los cafés y restoranes dedicarían unos minutos a bajar de las paredes esos aparatos.

En primer lugar, habría un problema terrible al momento justo de levantarse e ir a trabajar. Finalmente, sin relojes ni tiempo, cada quien iría a trabajar en el momento antojado, y laboraría cuanto se le antoje. La paga sería la misma, pues nadie podría descontar horas o ese tipo de medidas que, bajo nuestra primera premisa, no existen.

Luego deberíamos pensar que todos andaríamos más en nuestras casas, durmiendo o cosas por el estilo. Las reuniones y citas comenzarían a desaparecer y cada vez que pasases por un café, y vieras gente conversando y riendo, sabrías que esos dos se encontraron por mera casualidad, que son como deberían pasar las cosas en serio.

Nuestra vida, pues, sin el tirano e imperialista tiempo, carecería de este tipo de restricciones y controles que a mí de un tiempo a esta parte me ha comenzado a desesperar.

Las universidades serías simples puntos de reunión a donde uno llegaría cuando pensara que es una buena idea. Del mismo modo, los profesores se levantarían de su cama y pensarían lo simpático que sería ir a la universidad y empezar a enseñar diversas cosas que uno aprende en la vida, y entonces cada profesor haría sonar una campana inmensa cada vez que llega a la universidad, de manera que los jóvenes que se hallen en el patio podrían plantearse como posibilidad pararse y dejar la majadería un rato y sentarse en uno de esos pupitres a escuchar que bueno tiene que decir el profesor este, al fin y al cabo, por algo es profesor.

Los exámenes serían de lo más divertidos, pues al no haber un terrible reloj en el centro del salón, mirándote, presionándote e instándote a equivocarte por simple apresuramiento, los alumnos resolverían el examen con una paciencia terrible, como esperar cualquier cosa en este tiempo en el que el tiempo no existe. La gente se tornaría muy paciente y el esperar se tornaría en un nuevo placer que dominaríamos cada uno.

jueves, marzo 16, 2006

Cartas y contestaciones II


Yo tenía una chica. Era preciosa, linda. A decir verdad, tu la conoces. Su pelo era lacio y castaño y sus ojos claros, casi transparentes. No sabría decirte si eran verdes o celestes. Ha pasado algún tiempo y como que mi memoria no es lo que era antes. Aunque, pensándolo bien, mi memoria nunca fue muy de fiar que digamos. Tu la conoces bien. ¿Recuerdas el tiempo en que estuvimos juntos? Pues fue en ese tiempo que la conocí. Luego de verte, luego de revolcarnos en tu sofá, desnudos, yo largaba raudo a su casa. Escuchábamos música toda la noche a la luz de unas velas decorativas que tenía ella en su casa, mientras devorábamos cigarrillos y cigarrillos. Yo entiendo tus celos, pero si de algo sirve, mi chica preciosa y yo nunca nos besamos siquiera. No queríamos hacerte daño, traicionarte del todo. Eso pensábamos ambos. Aunque nunca nos lo dijéramos por esos días. A decir verdad, yo no era tan noble. Si nunca me acerqué demasiado era solo por temor a un rechazo que, irremediablemente, me habría alejado de ella y de ti. Que arrepentido estoy, como ella. Míranos ahora, alejados los tres, uno de otros. Por la distancia o por los hijos, pero alejados como si cada quien hubiera desaparecido para los otros dos. Aunque me cuentan que ustedes todavía se hablan. Se cuentan sus vidas y obvian, siempre, que existió un enamorado de años que medio que las hizo dudar de su infranqueable amistad. Una persona que hizo tambalear tantos años de abrazos y secretillos guardados.

Ella me dijo hace un tiempo cuan arrepentida estaba de no haber mandado al mismo demonio ese respeto por ti. Me contó que hubiera preferido darme el beso que nunca nos dimos y que ambos probáramos nuestros sudores. Lo tengo escrito. Me mandó una carta con todo esto, y lo digo para que luego no digas que levanto falsas calumnias en pos de separarlas. Nada más falso. Pero en la carta me contaba, por ejemplo, los discos que escuchábamos en su casa a la luz de esas velas de todos colores. Y bueno, la música hace que uno recuerde los detalles más impensados. Como el asco que me daba de vez en cuando verte, sabiendo que eras tú y nadie más que tú la que impedía que yo y mi chica preciosa estuviéramos juntos. Ya lo ves. Tu gran amiga fue mi gran amor. Mi amor platónico. Mi alma gemela a la potencia de –2. Todo un logaritmo imposible. Pero no te preocupes, no te hagas mala sangre que de nada sirve. Ya te dije que nada pasó. Que ambos nos moríamos de ganas de irrespetarte, pero que el miedo obró en bien de esta fidelidad de cuerpo que no es más que simple cobardía. Creo que en verdad te odio por haber estado siempre presente en intangible, cuando estábamos mi chica preciosa y yo, en el sofá, mirándonos los ojos con unas ganas fulminantes de sellarnos con un beso que lo rompiera todo. Sería ocioso pensar que hoy tendría el valor. Lo más probable es que el miedo me embargase de nuevo y quedaría igual, a medio camino, sin siquiera un beso de ella, y con miles de besos tuyos que no valían una sola sonrisa de ella.

Cartas y contestaciones III

Quiero que sepas que tengo todo planeado. Que no hay absolutamente nada por que preocuparse. Ya no debes fingir, mi amada. Nunca más tendrás que hacer como que amas a alguien. A partir de hoy seremos solo tu y yo. Lo juro. El pelmazo ese, que tienes como esposo no podrá encontrarnos nunca. Ya tengo todo planeado, te lo he dicho.

Te lo digo ahora para que no vuelvas a tener miedo. Ya no tienes que sonreír cada vez que él te intente besar la mejilla, ni lanzar gemidos de supuesto placer cada vez que te bese en la boca y en tus pechos. Ahora eres libre, adorada. Solos, tu y yo, y el mundo, el inmenso mundo que es solo para nosotros ahora.

Claro, sería bueno que empaques poco a poco, que guardes tus joyas, que no hay nada peor que una mujer tan linda como tú sin sus joyas. No te preocupes de tu niño, amor, que ya vendrán más. Además bien sabes que a pesar de todo, el pelmazo de tu marido quiere al pequeño demonio ese. Mi plan es perfecto, y al no verte, no le quedará más que cuidarlo y tenerlo como la única cosa que le quedó de ti.

Es triste, lo se querida, pero que se le puede hacer. El pelmazo no es un mal hombre, teniendo en cuenta que siempre te dio todo, pero yo soy de la opinión que todo no es más que suerte. Yo solo tengo un plan para darte, muñeca, pero es un plan infalible que nos hará libres, por fin.

Estoy ansioso ¿sabes? Mi mujer me ha dicho para ir de campamento con los niños en unas semanas, y yo he reído solamente. Porque en unas semanas no estaré más. Estaré, pero lejos de aquí, y contigo en brazos, como siempre debió ser. No tengas miedo, mi princesa, es lo único que te pido. El miedo es razonable cuando no se tiene un plan como este, como el mío, que es infalible, que está tan bien hecho que no admite la menor falla.

Yo se como son las cosas, estoy totalmente consciente de todo, mi querida. Desde esa vez que nos miramos, el día que nos mudamos al costado de tu casa, supe que te quería. Que te quería con todas mis fuerzas y ni todo el mundo junto podría contra este amor. Yo se que eres muy tímida, y que finges ser feliz la mayor parte del tiempo, pero para engaños solo los tontos. Conmigo no tienes por que fingir, mi querida, mi amada. A mi me bastó esa mirada, y un par más cuando coincidimos a la hora de sacar la basura (la verdad es que esperaba que tú la sacaras para recién yo salir) para saber que este amor es mutuo.

Por eso te escribo, para decirte que no debes de preocuparte más, que yo se bien que me quieres, tanto como yo a ti. Así que nada, espera solamente otra carta. La dejaré, como ésta, en el buzón, porque sé muy bien que solo lo revisas tú. Te escribiré explicándote al detalle mi plan, pero por el amor de Dios, esconde las cartas en un lugar seguro. Por favor, no se te ocurra dejar una de mis cartas por ahí, encima de la mesa o a vista y paciencia de tu marido, que ahí sí se arma la de Troya. Ya me pasó una vez que tenía un plan bastante parecido a este, con una chica que era bastante bonita, aunque no tenía esa sonrisa tan mona que tienes tú, y resultó que su esposo encontró la carta y le fue con el cuento a mi mujer. Imagínate que, en un ataque de miedo, ella negó que me conociera y que fuéramos amantes, a pesar que las miradas que nos mandábamos eran tan o más explícitas y sugerentes que las que nos mandábamos tu y yo. El marido intentó mentir, dijo que ella había recibido una carta mía y que se la había dado a leer. Yo se que no fue así, que ella me amaba pero algo le falló. Seguro, porque siempre pasa, que el niño lloró y ella fue a atenderlo. Y entonces la carta encima de la mesa y plaff!!! Ya vez... Todo se arruinó. Mi mujer casi me hecha de la casa y ella desapareció para siempre. Pero la verdad, agradezco que la muy tonta fuera tan imprudente. Al fin y al cabo, si no hubiera hecho lo que hizo, no estaríamos a punto de irnos a vivir lejos, juntos los dos, como siempre debimos estar.

miércoles, marzo 15, 2006

Cartas y contestaciones IV

Decía que las cosas andan terriblemente mal querida Dely. El señor Hols hace meses que está con el cáncer que no lo deja ni a sol y a sombra. La señora ya se mandó a hacer el traje de luto y caleta nomás, el cajón, donde pasará una larga temporada, ya está elegido. La señora, ni que decir. Si bien está mejor de la presión, luego de la muerte por leucemia de Pebels no ha sido la misma. Anda sombría e imagínate lo sombría que estará con ese nuevo vestido de luto que planea usar un año entero.
Se que esperabas una carta más optimista Dely, pero las cosas aquí andan terriblemente mal. Con decirte que yo también estoy comenzando a sentir en serio la muerte de Pebels. No era una gran chica, tu lo sabes muy bien, siempre prepotente y con esa cara respingada de mierda. Siempre intentado demostrar lo mucho que valía, lo virtuosa que era. Se que esto no parece una carta, sino la lista tenebrosa de alguien teñido por la tragedia, pero debo contarte que todas las plantas han muerto. O están en proceso de morir. Han sido olvidadas, y aunque he hecho el mayor de mis intentos en mantenerlas vivas, mi poco tiempo (las últimos meses fueron dedicados a Pebels) y mi poca destreza con los jardines no alcanzaron para mantener ni una sola viva. Ando más que triste por esto último, pues sé cuanto amabas este jardín. Lo se porque te veía cuidándolo como si cada planta, cada flor fueran parte de ti. Lo se por el brillo de tus ojos y por la parsimonia de tus manos cuando las cuidabas, por lo dulce de tu voz cuando les hablabas.

Si algo bueno pasa hoy en esta casa, es la nueva actitud de el pequeño Enrique. Sobra que diga lo cruel que siempre fue para con todos aquí. Todo su engreimiento y sus ínfulas de principito, parecieran haber acabado luego de tanta tragedia. Con decirte que ahora me llama por mi nombre y con un cariño poco usual. Últimamente me ha dado bastante lástima el pobre, porque a pesar de lo mal que se portó siempre, nadie se merece tanta desgracia a tan corta edad. Así que últimamente he ordenado que le cocinen su comida favorita cada dos o tres días, y ya no me molesto porque esté en la mesa a la hora indicada. Si bien estaba furioso luego de que te fueras, al punto que pensé en renunciar, creo q es mi deber, luego de tantos años sirviendo aquí, seguir siendo el mayordomo de esta familia, siquiera hasta que tanto acontecimiento funesto deje de asomarse con tanta periodicidad. Se que en unas semanas las aguas se calmaran, y cuando esto pase te prometo que hablaré con la señora para que te reponga en tu puesto, para que tu misma sanes a las plantas que tanto quieres. No sabes cuanto te extraño, mi querida Dely, pero en estos momentos no puedo insistir en tu regreso, pues sería muy sospechoso. Te amo a mares, mi adorada Dely, responde esta carta lo antes posible, que ante tanta tragedia, tu aliento se convierte en mi única razón para aguantar todo este despelote.

lunes, marzo 13, 2006

Cartas y contestaciones V


A decir verdad, no soy un entendido en esto del ajedrez. Del juego este, no comprendo casi nada, pero me apasiona a mares el ver como Rubén y Mario se sacan la misma madre en partidas somníferas y eternas, en el centro mismo de Miraflores, en las mesitas estas donde la gente, en una especie de exhibicionismo intelectual, suele agarrarse a alfilazos y a reinazos. Yo se, es bastante incongruente eso de que me apasionen sus extensísimos juegos, y que al mismo tiempo me parezcan somníferos. Pero es que del juego, como dije, no entiendo nada de nada ni me interesa entender nada de nada. Hay que verlos, en cambio, para entender la pasión que despiertan, sentados pero en pie de guerra, cosa que podría sonar también bastante contradictoria.

Ambos compungen la cara con cada pieza ganada, con cada pieza perdida. Los dos transmiten esa tensión furibunda, esa pelea de mentirita que los absorbe a los dos por un par de horas.

Una de las cosas más divertidas es verlos acabar una partida. Uno siempre esboza esa mueca tan reconocible del que se sabe triunfador. El ganador siempre engendra los mismos gestos, las mismas maneras del triunfador modesto. Ninguno de los dos se mirará con rabia o recelo, pero por dentro el pecho se les infla, estiran los brazo como si despertaran de un letargo prolongado, como si la tensión de las horas no hubiera hecho el menor escarnio en sus vidas.

El perdedor, igual, no se inmuta ante una derrota, pero si uno es atento y observador -como yo- puede encontrar que la frustración lo invade totalmente, como la rabia se manifiesta por más solapada que se intente, y entonces se echan a reír y a conversar sobre mujeres y fiestas y sobre los partidos de fútbol del miércoles y el domingo.

martes, noviembre 15, 2005

Pateando miserias

Me ha provocado patear basureros. No es un capricho cualquiera ni una actitud vandálica. Mi decisión por comenzar a agarrar a patadones cada tacho de basura que se me cruce en el camino responde a causas muchísimo más transcendentales. El caso es que en cuanto a mí compete, guardar nuestros desperdicios en tachos y compartimentos de los más diversos materiales, es algo así como esconder las miserias u ocultarlas artificialmente en escaparates con el solo propósito ilusorio de creer que nunca existieron. Soy consciente que no se vería del todo bien la basura regada por las calles, las avenidas y casas. Los conglomerados de desechos terminarían despidiendo un olor nauseabundo, y nuestros niños se enfermarían de graves enfermedades y ratas y bichos nunca antes vistos pulularían por las calles, avenidas y casas. Sería un desastre, en fin, diría cualquiera. Pero lo cierto es que la vida tampoco es tan bonita que digamos. No digo que yo sea uno de esos que buscan fregarle la vida a todos solo porque las cosas no me llegaron a salir lo bien que hubiera querido. Solo pienso que sería una buena lección para la humanidad comenzara patear basureros. No creo que sea necesario barrer con todos. Bastarían unos cuatro o cinco mil en esta ciudad, y absolutamente todo se iría al demonio. Y entonces comenzaría el caos y así comenzaríamos a cuidar un poquito más a nuestros niños, veríamos con más atención todo el rollo este de la ecología, miraríamos con desidia las bolsas de plástico y los papeles bond blanco tiza blanca y, de paso, comenzaríamos a revelar, de cuando en cuando, algunas de nuestras miserias.

miércoles, noviembre 02, 2005

Lucha de amigos

Con los ojos tibios, atiborrados de lágrimas huérfanas, miró el cuerpo desgarbado y raquítico de su oponente, que yacía tumbado en la hierba, inerte y baboso. Tomó el sable con aquellas manos grasosas y mofletudas , y lo volvió a hundir en el abdomen del muerto. La lucha había terminado luego de innumerables anocheceres y amaneceres, testigos de un combate sin precedentes. Luego, con la manga sucia de su camisa borró los últimos vestigios de un llanto que nunca más lloraría. Tranquilo ya, montose Sancho Panza en Rocinante, y cabalgó al encuentro de Dulcinea, su amada damisela.

lunes, octubre 10, 2005

Entre Balas e Ideales


"Si avanzo, síganme.
Si me detengo, empújenme.
Si retrocedo, mátenme."
Ernesto "Che" Guevara.





En el mundo de las anécdotas, de los recuerdos, hay personajes que, paradójicamente, destacan por pasar inadvertidos. Uno los ve, lo siente, y no repara en las historias que viven en ellos. Historias capaces de encresparnos los nervios, de sumirnos en emociones extrañas, nuevas. La presente crónica es un pequeño homenaje a la persona que más admiro. Uno de esos hombres que lucha hasta sin tregua por lo que cree.


1973. La Paz, Bolivia. Banzer gobierna en una dictadura militar. Latinoamérica entera se halla enclaustrada, oprimida. Con las alas de la libertad encogidas y casi cortadas. Es el tiempo de Pinochet en Chile. Tiempo de torturas y matanzas. De olor a muerto.

Las universidades se abarrotan de gente, de marchas y protestas en contra del régimen. Son el punto de encuentro de la sangre joven, pujante, que se niega al sometimiento. Que pide, exige, una realidad distinta.

Filipo Espinoza Cortés pertenece a este grupo. Primero miembro del movimiento estudiantil de secundaria, y luego, del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y del movimiento Teoponte. Tiene 21 años. Es flaco y apenas alto. Frente amplia y una quijada adornada por una insipiente barba.

En segundo de secundaria, allá en Reyes, pueblo pequeñísimo de la selva boliviana donde nació, creció y piensa morir, encabezó una manifestación contra la directora del colegio. El saldo sería la expulsión. No eran mataperradas de chibolo revoltoso. La sangre le comenzaba a hervir.

A los 14, organizaría el primer movimiento huelguista del pueblo, que incluyó manifestaciones callejeras y toda la parafernalia del chongo y el barullo tan propia de las huelgas. Se exigía no clausurar el año escolar de cuarto de secundaria por falta de alumnos. La huelga funcionó. El año no fue clausurado.

A los 21 era todo un revolucionario sin causa. Buscar los motivos vendría después. Ese fastidio de tener las alas atadas, se le cocía en las viseras. Algo había que hacer.

El ELN dejaría de ser una simple agrupación que alzaba su voz de entre tanto murmullo. Luego maduraría en un movimiento guerrillero. Más tarde llegaría el Che, Ernesto Guevara, para liderar un compromiso de pelea contra el autoritarismo. Comenzaría entonces la guerrilla de Ñancahuazú donde se lucharía, fusil en mano, contra esa costra de la sociedad, la opresión. El miedo no estaba ausente. Se sentía a cada segundo. Como un frío puñal, que ingresa tibio al estomago y quema las tripas. Como ese sonido ensordecedor de ráfagas de metralletas que se llevó a más de un compañero.

Filipo trabaja como encargado de logística en el partido. Transporte, comunicaciones, vivienda. Está dentro. Guevara le advierte que se viene lo más difícil. Que si se tiene miedo a morir, lo conveniente es desertar. Pero el flaco se queda. Duda cada noche, tiembla de miedo. Pero continúa, terco en lo que cree, en lo que le nace del pecho y llega hasta las manos. Y se queda empozado ahí, en los dedos y las uñas.

3 de abril de 1972. Filipo cae preso.

Se clausuran seis cuadras de La Paz alrededor de la casa donde los compañeros del partido organizan el próximo movimiento de la guerrilla. Filipo es uno de los cinco más buscados en el país. Su cabeza tiene precio. No lo van a dejar ir. Hay una balacera. "De padre y señor nuestro". Y eso que Filipo es ateo.

Caen compañeros. Caen militares. Muertos y heridos. Sangre. Harta sangre. Filipo es llevado preso. Su mazmorra es una "casa de seguridad". Sufre torturas. Calla. Es golpeado y asustado. Es llevado al monte. Le tapan los ojos con una capucha. Son cuatro cholos pigmeos los que están al frente, cargados de rifles más largos que ellos mismos. Se le ordena soltar la lengua. Se le exige nombres. Calla. Comienzan entonces los disparos. Ensordecedores y secos. Suenan como si le rozaran el rostro, como si cada una de las balas tuviera su nombre grabado. Los oídos no pueden dejar de escuchar por más que intentan. Se perciben hasta los casquillos de las balas que golpean. No disparan a quemarropa. Pero las lágrimas, debajo de la capucha, comienzan a caer. Los huevos los tiene en la garganta, le dificultan tragar saliva. "Que me alcance una y que esta mierda se acabe de una vez", piensa, ruega. Es demasiado.

Un cuchillo de untar afilado incansablemente contra una piedra, termina cortando, cada día, el pequeño marco de la puerta. Lo hace en los breves segundos en que pasan aviones del ejército. A las 5 y 57 de cada tarde, cuando los guardias no pueden escuchar el raspado de la madera, Filipo aprovecha y se sirve de ese cuchillo, el que finalmente le permitirá volver a disfrutar de ese aire distinto que se aspira en libertad.

14 de abril de 1972. Filipo fuga.

La angustia hace que el segundero del reloj se eternice en un solo punto. El tiritar de dientes desprende un sonido que pareciera que alterará a los guardias de turno. Filipo espera hasta las cuatro menos cuarto, cuando se efectúa el cambio de guardia. A las dos y media Banzer lo ha mandado matar. Filipo no lo sabe. Los sicarios llegarán a las cuatro menos cinco.

3:54. Filipo empuja con cuidado el cuadro de madera cortado. Corre hasta un patio con los zapatos en la mano. Está mucho más flaco. La mitad de su cuerpo está morada de tanto golpe. No tiene más fuerzas que las del corazón que quiere respirar libertad. Se ve sin salida. Una pared de tres metros lo separa de ese aire distinto. Lanza las zapatillas al otro lado de la pared. Da un último impulso y salta. Y echa a correr. Rápido, parejo, como si nunca fuera a parar.

Los militares llegan para matar al reo. Filipo corre a escasos 20 metros del cuarto que lo sepultaba. Disparan. Filipo siente las piedras saltar impulsadas por disparos. Siente que hay miles, y que saltan y rebotan al mismo tiempo. La suerte está echada. No lo dejarán vivir así se detenga. Le van a pedir que levante las manos, que se arrodille. Le van a disparar por detrás. Para eso han sido enviados. Así que Filipo sigue. Con todas sus fuerzas. Hasta que se pierde. Los pierde.

Entonces las piedras dejan de saltar. Pero la angustia sigue intacta, como cuando la capucha cubría las lágrimas de desesperación. El corazón ya no quiere correr, las piernas tampoco. El vaso le salta, como queriendo salir, desaparecer. Para. Ha corrido cinco kilómetros. Todavía no se entera que después de 11 días de caer preso, está libre de nuevo.
19 de abril de 1972. Filipo se exilia en Perú.

1973. Viaja a Arequipa, para seguir la conspiración comenzada hace años, contra las dictaduras de Bolivia y Chile. Filipo es encargado de rescatar y sacar compañeros perseguidos por Pinochet en Arica. Viaja seguido a las montañas, en la frontera, por donde acoge a los chilenos que huyen de la persecución política de su país. Se las sigue jugando. Terquedad, ideales, que le dicen.

Vinculado también al ELN en Arequipa, acoge a compañeros que siguen la misma lucha. En esta labor conoce a Silvio Rodríguez, con quien desarrolla otra forma de expresar su ansia de libertad. Así nace Azul, revista intelectual de izquierda que se forja por simple convicción, por simples ganas de hacerlo.

1975. Filipo ejerce la abogacía en Lima, defiende a Joan Manuel Serrat de un lío legal, y se emborracha con el español en una noche de guitarras y ron.

1976, Febrero. Filipo viaja a Bolivia, Cochabamba, para encargarse del partido en esa ciudad. Filipo organiza las movilizaciones y contacta a las fuerzas que vienen del sur.

20 de julio de 1976. Filipo cae. De nuevo balacera. Vuelve el miedo de las piedras saltando, el de la capucha oscura. Siente las pequeñísimas ráfagas de aire que dejan las balas al pasar por su lado. Filipo cae preso cuando la última bala que tiene es disparada. Cuando ha visto caer a sus amigos al lado, alcanzados por ráfagas eternas de ametralladora. Es enviado a La Paz en un avión fletado para su viaje.
Es recluido 20 meses en el Panóptico de San Pedro. Sometido a nuevas torturas, pasa hambre y frío. Llega a creer que lo quieren matar de inanición. Prueba, después de cuatro días, un pan con azúcar pasado de contrabando y, entonces, nunca más olvida a qué sabe la levadura inflada, como se sienten los granos de azúcar en contacto con la saliva.
Ve a compañeros irse un día y no volver nunca más. Sabe que no han sido puestos en libertad. Sabe que el que sale de ahí, lo hace con los pies por delante, y sin vida. Canta "Fiesta", de Serrat, con un amigo argentino, huésped y vecino de celda. Hasta que un día el argentino no canta más.

1978. Filipo sale libre. Una huelga de más de cinco mil bolivianos que exigen la liberación de los 11 prisioneros políticos que todavía se hallan en prisión, desencadena que estos sean llevados a juicio. Filipo es el representante y defensor de los 11. El juicio es televisado. Los medios lo cubren todo. Banzer y su dictadura están en franco descenso. Cadenas televisivas de todo el mundo ofrecen abogados a los 11. Filipo sabe que tiene las de ganar. Rechaza abogados. Él mismo se hace cargo de su grupo.

Filipo exige el levantamiento de todos los cargos políticos que se les imputan a él y a sus compañeros. El juez no cede. Filipo amenaza con regresar a la cárcel esa misma noche si no se los absuelven de todo cargo.
Se le ofrece libertad condicional. No se acepta. Se ofrece condonación de la pena. No se acepta. El pedido es otro. Se pide salir inculpados.

Al día siguiente los 11 son liberados. Incluso el compañero Álvaro, el flaco barbudo, aquel que, fuera del partido, respondía al nombre de Filipo Espinoza.

24 de abril del 2004. El tercer hijo de Filipo, Edmir, escribe una crónica sobre la historia que colocó a su padre, entre balas e ideales.

miércoles, setiembre 14, 2005

Una noche

Todos los días de su vida había estado ahí. Sentado a su lado. Mirándolo como se mira a quien mira lo que mira. Ergo, mirándose a si mismo. Sentado junto a la escalinata, Horacio no hacía otra cosa que contagiarse del llanto de sus ojos. Sufrir una condena que jamás pensó sufrir.

Los hechos que acababan de suceder, uno detrás de otro, en una cronología imposible, han terminado por desmoronar por completo a Horacio. Lo han vuelto simple polvillo. Nada de la nada. Un simple hedor sin olor. Una contradicción.

Susana que nunca llegó a dormir. Que llega. Que luce incómoda, como queriendo fabricar excusas en tiempo real. Como queriendo morirse un poquito, para dar algo de lástima, para no ser la victimaria, sino algo víctima.

Susana que no resiste. Que solloza, que llora. Que confiesa. Una noche de amor encarnizado. Una lucha hecha lujuria sobre un colchón de 3 estrellas.

Susana que no resiste. Que no se arrepiente. Que borra todo el amor de años, de miles de momentos y anécdotas, y cafés y vinos –como el de ayer ¿recuerdas? Estaba demasiado dulce, empalagoso diría yo- por una sola noche de deseo.

Un hombre. Una escalinata. Una mujer, su mujer. Una noche en vela, sin pegar un ojo. Esperando. Una confesión vuelta infidelidad. Y un llanto que retumba en los adentros más profundos de un cuerpo que se siente traicionado. Una última gota de agua salada. Una lágrima. Una pistola en la mano y una bala, que siempre dice la verdad. Un golpe seco. Fuerte. Un disparo.

El Olor de la pólvora


Rebeca Dionisia lo mató de un tiro. Lo baleó. Sus 14 años apenas podían sostener tremendo revolver, pero aún así no le tembló el espíritu para apretar el gatillo. Fue bastante simple, bastante menos difícil de lo pensado. Solo imitar a los tantos vaqueros vistos un ciento de veces. Apuntar y jalar el gatillo. Esperar el espaldarazo del golpe seco. Luego el olor a pólvora quemada, el ruido de un casquillo ido al suelo, el retumbo ensordecedor de un disparo cuando mata y el cuerpo del de enfrente, que espera, impávido, que el equilibrio se le largue. El casi muerto que ve cómo por un pequeño agujero se le van las fuerzas y la vida.

Rebeca Dionisia echó a llorar. Soltó el arma y salió corriendo de la habitación.

Hoy Rebeca, de seguro que no estás tan segura de lo que paso esa noche. Y es que el llanto, la angustia y el miedo no ayudan a retener las imágenes del recuerdo. Nuestra cinta mental se comienza a envejecer. La tristeza genera olvido. Debe ser por eso que hoy no hablas mucho de aquella noche. Pero mi caso es distinto. Yo no estaba ni triste ni agobiado, sino ansioso. Yo sí lo recuerdo, como si fuera ayer. Llegaste a mi departamento, con la ropa empapada de tanto sudor y tantas lágrimas. Me besaste en los labios y tu boca y tus mejillas y tus párpados sabían a sal. No decías nada. Solo tu llanto, tu sollozo. Solo tus gemidos de tristeza, de niña que no se atreve a ser mujer.

Yo hice esa noche que te atrevieras… Esa noche, ¿lo recuerdas Rebeca? Yo te hice mujer. Te llevé a la ducha, te quité lo salado de tu sudor y te impregné el mío. Te besé como nunca lo había hecho.

Ahora que lo pienso, felizmente que fui el primero Rebeca. ¿Te imaginas si no? Pudo haberte tocado cualquiera. Cualquier adolescente en fase de experimentación o un simple patán en el asiento trasero del carro de papá. Tú supiste esa noche que yo era el indicado. Que yo era el llamado a ser el primero en observar tu desnudez con ojos de hombre. Y míranos, al fin y al cabo, podemos decir que fue una decisión acertada ¿no crees? Míranos bien… seguimos juntos hasta ahora. Yo sé que últimamente como que no estamos muy unidos, tú sabes cómo es, el trabajo, el sistema y todas esas cosas que a uno lo terminan por terminar del todo. Como el gatillo. La pistola, el percutor, el cañón, la pólvora, el mismo disparo y ese olor a pólvora quemada que en cualquier otro momento hubiera generado en ti cierto regocijo. Todo puede terminar de un día para otro. ¡Pum! Y listo. Solo hace falta un instante, efímero, y la gente se nos va, Rebeca. Nos morimos o nos vamos o nos hundimos. Uno se pierde. Se Hunde. En el trabajo, en una aguda depresión, en la droga, el alcohol, los amigos, la mujer, la familia, los padres, la terapia, la rutina. Estamos rodeados de remolinos, mi princesa…

Mírame, diciéndote princesa, como antes. Eso sí lo tienes que recordar. El primer día de clases. Todas ustedes parecían muy contentas. La curiosidad de los catorce años, concertada en decenas de catorce años, es para asustar a cualquiera. Y si todos esos catorce años son niñas, mujeres, en fin, es lo más terrible. Se le encrespa el pelo a cualquiera. Hasta los vellos. Me paré en el atrio y mi silencio (como el tuyo ahora) pareció eterno. Casi me cago en los mismos pantalones. Todas ustedes, con miradas agudas. Con una inocencia que yo no me creía. Los lápices en las bocas, las palmas de las manos apoyando la quijada, maldita sea… me sentía intimidado.

Fue cunado entraste al salón. Era bastante tarde ya. Luego me contaste que tu madre se quedo dormida, que el carro no arrancó que tuviste que tomar un taxi que no sabía la dirección y tantas excusas más que nunca me importó confirmar. Lo importante fue que llegaste. Que me diste alguito de autoridad. Fuiste la primera alumna de mi vida a la cual recriminé. Esas no son horas de llegar, que hay que adoptar responsabilidad y que a mi clase nadie llega tarde ¡carajo! ¿Recuerdas? Rebeca, no te me duermas que estamos hablando (yo la verdad, tú no estás hablando, tú estas a medio dormir, pero sé que me escuchas. Lo sé por tu sonrisa, por que te ríes de vez en cuando con esa risa tuya tan muda) En fin. Debes recordar ese carajo. Fueron divertidas sus caras, y entonces medio que me creí eso de su inocencia. Y a partir de allí te llamé princesa, porque antes ya te había dicho que si acaso te creías de la realeza para llegar tarde a clases siempre, y tú me dijiste que eras una princesa. Y entonces, desde ahí, tú fuiste mi princesa secreta.

Estoy segura que ahora debes pensar qué hubiera sido si esa noche no pasaba lo que tú ya sabes. Aquello de la pólvora y el olor que en otro momento te hubiera causado regocijo. Yo también lo he pensado. Es de esas cosas que uno, tarde o temprano, habrá que pensar cuando uno se sorprende en la noche, acurrucado en la cama, a punto de dormir, y sin nada que pensar. Entonces nuestro cerebro se vale de esos temas escondidos que había que pensar en algún momento. Y bueno… ¿qué te puedo decir? Yo creo que hiciste lo correcto. Porque él no era lo que debía ser. ¿Te imaginas todo lo que hubiera pasado sino? Él habría de irle con el chiste a la directora, si es que no me mataba (tú sabes que soy un hombre de letras y nosotros de peleas no sabemos nada) y entonces nunca más te hubiera visto. Por eso te dije que lo hicieras. Y no fue por egoísta que yo lo hice, sino porque era más seguro. Además, él era un mal papá como me decías. Siempre me dijiste que era malo, que no te quería y no te compraba regalos porque decía que no tenía plata. Mírame a mí, sin un centavo, pero de una u otra manera siempre te di lo que querías. Es cuestión de voluntad. En todo caso, el tiempo que duró la pasamos bien. Claro que ahora mismo seguimos juntos, pero ya lo dije, nos hundimos un poco en cada cosa, y como que la frecuencia con que nos veíamos no es lo misma. Aunque eso no tiene nada que ver con el amor que nos tengamos. Creo incluso que te quiero más que antes. Porque ya no eres la niña de catorce años de la cual me enamoré, sino una mujer hecha y derecha. En serio que sí… espero que me creas. Que sepas que te quiero de veras. El que me vendió este polvo me dijo que no ibas a sentir nada, que era como una anestesia y que poquito a poquito se te iban a cerrar los ojos, e ibas a quedarte dormida, como si estuvieras cansadísima. Y entonces ya no despertarías más. ¿Ves que te quiero? Yo sé que me entiendes, últimamente nos estamos peleando muy a menudo. Estamos medio a la deriva, hundidos. Y el otro día me viste hundido también, presa de esta vida, que no es más que deseo. Me viste con aquella profesora que de cuando en cuando me tiro, y no te gustó. Yo sé que no comprendes esas cosas Rebeca, princesa, pero es que todavía eres una niña. Perdóname, pero no puedo permitir que le vayas con el cuento a todo el mundo. Eso de que eras menor de edad en ese entonces, que fue una violación y todo ese rollo que las niñas despechadas. Rebeca…¿Rebeca? Te amo.

miércoles, mayo 25, 2005

Hora de pagar

“No todos los días Diego amanecía así, desprovisto de su alma. Por primera vez entendió cuan caro le había costado el amor de Claudia.”

Mirando a Dios

Su rostro era todavía terso. Su mirada, lejos de estar perdida, conservaba un empuje fulminante, como mirando a un punto minúsculo, imperceptible para todos menos para ella, donde se hallaba concentrado todo el infinito. Su manos, claras, y sus dedos de medusa, conservaban una parsimonia que parecían detenerlas en el tiempo. Todo aquello observó el viudo antes de que el mundo, en forma de puerta de madera de roble barnizado, se precipitara sobre ella, para siempre.

martes, abril 12, 2005

Odio los domingos

Salvo cuando el lunes es feriado.Recuerdo el día en que nació esta fobia. Estaba yo en quinto de primaria. Disfrutaba de los domingos como cualquiera los disfruta. Hasta que me di cuenta de la catástrofe. Ya no era divertido. El maldito lunes no se contentó con ser abominablemente fatídico. Tuvo que contagiar al domingo, infectarlo como la gangrena. Hizo al domingo turbio, triste, atroz.

Siempre he pensado que el domingo comienza demasiado tarde, y nace junto con una zumbante resaca.
Odio el domingo por que la simple aritmética indica que un día de descanso no equivale a seis de trabajo. Entonces... y ahora si, el domingo no solo es atroz, sino injusto. Por que si lo pensamos como un bien social, deberíamos descansar tres días a la semana. Así se tendría que contratar más gente. Por ende, más trabajo para más peruanos. Como dice Sapolio.

Pensemos en una tarde de domingo. O bien una estratégica siesta, o bien la angustia de terminar el trabajo encomendado para el lunes (según los jefes y los profesores, el domingo se puede hacer lo que no se hizo en toda la semana), o bien una película vista un ciento de veces que tiene como principal atractivo, las patadas de Van Dame. Todo un día siete. Perfecto, inmejorable.

Nunca leo los prólogos. Normalmente los paso desapercibido. Y es que detesto las antesalas (por ejemplo, está la irritante hora antes de un partido de fútbol, en la que dos futbolistas frustrados intentan predecir lo que a continuación va a pasar). Así que odio las antesalas tanto como los finales. Las cosas no deberían comenzar ni terminar nunca. El conflicto, la trama en sí es lo interesante de las cosas. Y en el domingo no hay tramas. O es principio, o es final. Y yo que no soy de extremos.

No creo que pueda haber nada más estresante que un día a la semana, donde estas obligado a descansar, a no estressarte. ¡Es demasiada presión!. Eso me estressa. Odio no poder excusarme en lo cansado que estoy para no hacer nada. Y que en mi día libre, me obliguen a tender mi cama. Odio los domingos por que el domingo me toca lavar los platos. Y este es justamente el día en que llegan las visitas,. hay postrecito, platito de ensalada. Ergo: lavo toda la tarde.

Odio los domingos por que tengo tanto tiempo para escribir, que no lo hago. Y porque es el día que uno tiene tiempo para ver televisión. Y es sabido que los domingos no hay nada para ver. Los odio por que queda la nostalgia del viernes y el sábado, y el temor de un nuevo lunes. Por que toda la semana dejas cosas para el domingo. Y entonces te descubres en tu día libre, más ocupado que nunca.

Si yo fuera un día de la semana, sería martes. Luego de la catástrofe. Dos por uno en el cine. Sería un martes modelo. Nada de juerga ruidosa, nada de miedo ni descanso sórdido. Juro que no me simpatizaría ningún domingo. Y es que un domingo es reconocible a simple vista. Un vago depresivo. De aquellos que no hacen nada, y se odian por no hacer nada.

Odio el domingo por que no tiene sinónimos. Por que los domingos no pasa nada. Y uno se vuelve como los ancianitos que viven de los recuerdos. Los domingos vivo de lo que hice el viernes y el sábado. El domingo no existe, es una cruel mentira. Es un fraude. No es más que una escala triste. Los doce pasos rumbo a la silla eléctrica. Una maldita antesala, preludio, prólogo de un lunes, cuando, siempre, los zapatos pesan más que los pies, la corbata aprieta demasiado, las horas de clases son más largas, y las de sueño casi ni se sienten.

Odio los aretes en el ombligo

Por que casi siempre vienen con pulseras multicolores, aretes estrafalarios y frases tontas.
Veo ese metal (a veces plástico) que cuelga, campante e inútil, enajenando, profanando a más no poder el dulce pocillo del ombligo, y me deprimo.

El ombligo es la parte más divertida de uno. Basta con imaginar la persona más formal, recta y autoritaria del mundo, jugando con su centro de equilibrio, aquel agujerillo tan personal, para que, de pronto, la persona se revista de un halo de inocencia y vulnerabilidad.

Odio que la moda asalte al buen ombligo, y lo vuelva, en un dos por tres, soso y sin gracia.
Siempre he pensado que un arete en el ombligo cambia a las personas. Que el metalito este, o el dolor del pinchazo, actúa como un chip cerebral que modifica la conducta. Y entonces podemos ver a grupos enteros de féminas adolescentes exhibiendo su panza, casi siempre plana, con el solo propósito de lucir el piercing de turno. El piercing no es más, para mí, que la cereza del postre. La confirmación absoluta de un estereotipo desgastado.

Si el ombligo hablara, estoy seguro que se quejaría del maltrato con que se lo tratan. Viviría enojado con su dueño por haber sido relegarlo a un segundo plano, por haber sido opacado por una argollita, puntito o demás, que permanece colgado del único lugar donde no debería hacerlo.

Se me ocurre que el piercing en la barriga está, como cada adorno corporal, hecho para mostrarse. Esto significa que las panzas permanecerán calatas, a vista y paciencia de todos, andarán por ahí, luciéndose y compitiendo por ver quien está mejor adornada. Y esto está mal. Terriblemente mal. La panza está para guardarla cual secreto privado. El ombligo no debe ser baratamente mostrado a quien no haya hecho los suficientes méritos. Es una humilde opinión. No vaya ser que el pobre ombligo, con todas sus arruguitas y recovecos, pesque un resfriado.

Odio el bendito arete de moda porque normalmente vienen con risas y conversaciones que no quiero comenzar. Y que generalmente comienzan. Las veo divertidas, jalándose la argollita como quien estira una liga. Y yo que no comprendo por que tanto maltrato. Odio esa moda, porque al odiarla, hace que me sienta un joven viejo. Y pienso, que diría mi abuelita.

Siempre dije que cuando sea papá, voy a ser uno genial. Voy a jugar con mi hijo y con mi hija. No me importará aprenderme el nombre de todos los pokemones, ni manipular muñecas Barbie. Pero eso sí, nada de piercings en el ombligo. Eso sí que no.

Me escucho, me leo... y me parezco al tío al que nunca me quise parecer. Eso también lo odio. Pero sigo pensando en que nada de huequitos en la barriguita. Odio los piercings porque casi todas mis enamoradas han tenido uno, y yo siempre peleé contra el, y siempre perdí.

No tengo problemas con los tatuajes, por más dolorosos que puedan ser, ni siquiera con los que rodean el ombligo, pues me consuelo pensando quie más bien, lo realzan. Pero lo del arete es grave. El piercing esconde el agujero finito más divertido del mundo. Mi parte del cuerpo preferida.
Insisto en que el ombligo es el único pedazo de piel que tiene un fin lúdico. Y eso me gusta. Me aterra pensar en alguien sin ombligo, porque la alegría se acumula ahí. Por eso es que las chicas embarazadas lo tienen salido. Es lo que llamo, un rebalse de felicidad.

Lo afirmo de nuevo. Detesto desde mis tripas, y más allá, los ombligos, camuflados por metales que los agujeran, los atraviesan y, por último, los vuelven simples adornos. No me parece.

Odio el día de San Valentín

Por que los globos en forma de corazón se apoderan de las calles. Y yo le tengo miedo a los globos y a los payasos.

Por que los besos deberían ser medianamente privados. Y el catorce de febrero estos se vuelven un acto público y casi obligatorio. Casi tanto como el regalar flores, que no es más que un cliché. Y los cichés son insufribles cuando todos lo hacen al mismo tiempo. Está también aquello de la música romántica, que más bien, me parece deprimente y tonta.

Odio San Valentín, por que por un día, Ricardo Arjona y Alberto Plaza se ponen de moda. Y no hay nada peor que las modas efímeras.

Detesto que el no tener enamorada un día al año, te descalifique par pasar un San Valentín digno. Y que los noticieros siempre tengan un enlace vía microondas desde el parque del amor. Pienso que no hay justicia en aquello del día del amor. Por que, por ejemplo, amo a mi mamá, y se vería bastante mal que ande por ahí, un catorce de febrero, con mi madre de la mano.

Hagamos un recuento. Insufrible música romántica, inmensos globos rojos que sirven solo para identificar a una pareja feliz. Parques, cafeterías y restorantes repletos de parejitas jurándose amor. Todo lo que uno detesta.

Pero eso no es lo peor. Lo más terrible es, en todo caso, el tener que hacer cada cosa nombrada y odiada, para complacer a la enamorada de turno. Porque uno que quiere en serio a su novia, no puede estar sin ganas de salir un catorce de febrero. No. Uno tiene que aparecer en la casa de la chica, con una sonrisa de choclo, saludar a la familia de ella y ser blanco de todo tipo de bromas romanticonas. Luego se debe salir. A donde sea, pero lejos de casa. Se la tiene que invitar a un buen sitio, darle la flor correspondiente y la tarjetita que lleva adentro todo tipo de palabras que confirman que hoy, y justo hoy, la quieres mucho más que ayer.

Sigamos. Uno debe soplarse una hora de espera para sentarse en una bendita mesa (pedir que uno haga reservación es, a mi entender, demasiado), aguantar la música terrible que se suele poner en esos sitios ese día. Pero ahí no acaba. Un día antes uno debe planificar como demonios se va pasar la noche entera hablando de lo linda que ella está, de lo feliz que es recordar como fue que se conocieron y se enamoraron, y otras típicas cursilerías que no se deben omitir por tradición, por que sino se enoja. Y ay de ti si ella se enoja contigo el mismísimo día de San Valentín. Eso si que no te lo va perdonar así de fácil.

Odio ver en la televisión los ridículos concurso del beso más largo. O escuchar historias de amor que lo único que me producen es sueño. Odio las películas que pasan todo el día, por que Meg Ryan está, de repente, en todos lados.

Y a mí también me odio cada catorce de febrero. Por que si estoy con enamorada, en contra de lo que digo líneas arriba, me vuelvo un ser romanticón, cursi y predecible, y yo me jacto siempre de ser impredecible.

Si, en cambio, no tengo a nadie a quien regalarle una rosa, busco, con semanas de anticipación, una posible cita, para que así pueda ser romaticón y cursi, con todas las de la ley. Nunca me liga. Así que normalmente paso "el día del amor" en mi casa, viendo como Meg Ryan se ve lindísima en la pantalla de mi televisor, y pensando en cuanto me gustaría estar en la mesa en el restorán fichón al que iría si tuviera a la chica adecuada a mi lado. Entonces me deprimo un poquito. Y odio deprimirme.

lunes, abril 04, 2005

Raquel debe morir

El mozo me mira, como esperando que pida la orden. Le pido, en cambio, unos minutos, que mi esposa está en el baño. ¡Maldita sea! pienso, cuando más hambre tiene uno, a la mujer se le ocurre que es hora de mear.

Se demora más de lo que estoy dispuesto a esperar, así que pido una copa de vino y un canapé. En la mesa de al lado, hay un par de hombres bebiendo whisky, acompañados por una mujer que me parece tan bella como familiar. La veo fijamente buscando cruzar miradas, y de pronto entiendo el parecido.

La mujer que tengo al frente es la viva imagen de mi Raquel de hacía veinte años, cuando todo parecía ser más fácil. Antes de las noches de café bajo el cielo parisino. Cuando todavía mi espíritu literario no había sido apagado por esto del vino y las cenas elegantes.

El impacto que me causó la chica de la mesa de al lado fue parecido a la primera vez que vi a Raquel. Mi naturaleza de escritor bohemio, toda aquella pose de pituco intelectual de país subdesarrollado se acabó de un momento a otro, al entrar al aula de clases de la Universidad de Sorbonne, en la primera clase de maestría en Literatura Francesa. Raquel estaba sentada, con la mirada enterrada en Albertine desaparecida, de Proust. Distaba mucho de todos y de todo. Su sola presencia nos hacía a todos, me incluyo de ante mano, entes parecidos, prediseñados y sin gracia o personalidad.

Su blusa blanca y holgada, sus anteojos pequeños, su pelo corto y su postura andrógina no encajaban en ningún lado. Simplemente no pertenecía. Ni a los intelectuales en busca de intelectuales y de demostrar su sapiencia, ni al de las inocentes entusiastas europeas con espíritu de arte. No era ni presunciosa ni tenía esos aires de pelea con el sistema y el mundo. Se veía apacible, hundiendo esos ojos plomos, inmensos e hipnotizantes que tanto observé, día a día sin cansancio, en el maldito de Proust.

Entonces yo tenía 26 años, un título de comunicador social bajo el brazo, y una reputación mas o menos ganada en el medio periodístico limeño. Creía ser el próximo Ribeyro, pero me agradaba pensar más en ser un nuevo Cortazar. Sentía que el arte me inflamaba y que había de liberarme de el de la única manera que sabía: escribiendo.

Las primeras dos semanas de clases solo me concentré en Raquel. En tatuar en mi mente sus facciones y gestos, en descifrar el código oculto de sus tenues pecas sobre sus hombros y memorizar su configuración. Aprendí a reconocer su voz entre miles de voces, y a mirar más allá de sus imposibles ojos grises. La hice mía en sueño tantas veces que perdí el miedo a mirarla fijamente, perdí el miedo de compartir con ella la misma dimensión, y entonces, y solo después de dos semanas de arduo y entusiasta estudio, (que, ahora que pienso, fueron las más productivas para mi arte) la invité una noche a tomar un café, y a conversar sobre Poust, Fulkner y Borges.

Temí que mi rudimentario francés me hiciera quedar mal, pero lejos de aquello, ella sonrió tímidamente y respondió en español, con un raro acento franco-argentino que encantada, y que tenía tiempo ahora, que nos vallamos. Me tomo de la mano, estampó sus ojos en los míos y me llevó.

Estuvimos cerca de tres horas en un café del centro, hablando primero de Borges, y luego de su familia, de su padre argentino, de su vocación para la política y de su interés por la literatura latinoamericana, de su platónico amor con Vargas Llosa, su adicción a la cafeína y su terrible mal de insomnio.

Caminamos por calles desiertas, reímos sin miedo toda la noche y nos besamos en la puerta de su apartamento. Allí, luego de tocar el cielo por primera vez, estaba yo rebalsando éxtasis. Raquel me miró de nuevo, posó de nuevo sus gélidos dedos sobre mi mano, y me jaló hasta su dormitorio.

Entonces tuve miedo. La imagen de imposible corría riesgo de desvanecerse en una sola noche. El sexo mata amores, los quiebra y los vuelve simples bocados de lujuria. Temí ser solo un aperitivo, parte del alimento de su Eros y no invadirla totalmente, en planos intangibles y todavía no explorados. Pero sus ojos me hipnotizaron, y cuando hube de darme cuenta, Raquel se contorneaba desnuda sobre mi pecho.

Gocé del calor que producían nuestros cuerpos. Probé su salado y delicioso sudor, calque con mis dedos su silueta y bese cada poro, cada vello, cada pedazo de ella. Leí con la yema de los dedos todo lo que decía el lenguaje de sus pecas y lunares, y entonces la conocí. La hice tan mía como pude y escuché como el rechinar de la cama sonaba a melodía de amor. No hubo pudor ni vergüenzas, no existieron contemplaciones.

La pasión se volvió una guerra feroz y deliciosa, y luego un juego jugado por niños. Después nos aburrimos de jugar y emprendimos de nuevo la guerra. Los cuerpos dejaron de serlo para volverse simples sacos de carne entrelazados. El tiempo se congeló en el vapor de nuestros pechos en fricción, y solo después, seguimos hablando.

Prendí un cigarrillo y fumamos desnudos sin sábana que nos cubriera. Fumamos sin dejar de hablar. De París, de mis ínfulas de bohemio escritor y su libertina forma de encarar el mundo. Hablamos de Lima y de cuanto le gustaría conocerla. Hablamos de Nietzsche, Víctor Hugo, Moliere y Corneille. De sus pecas y de sus ojos grises.

Jugamos el resto del invierno al sexo y a la guerra. Éramos amantes libres, despreocupados del resto. Nos conformaban en ese entonces los cafés, la literatura y con las noches de lujuria y sudor. Aquello de que el sexo mata amores, nunca fue tan falso como con Raquel. La amé con locura en secreto. Sus ojos, sus hoyillos en las mejillas al sonreír, sus pies descalzos, su forma de fumar. Se convirtió en una necesidad primaria, se convirtió en mi fuente inacabable de inspiración.

En esos días yo había comenzado a escribir una novela hambientada en tiempos de la revolución francesa, y me ví obsesionado, de repente, con uno de mis personajes. Se llamaba Mariana. Era casi una niña. No tenía más de 16 años. Se prostituía por casi nada, y vivia enamorada de un escritor cuarenton.

Dejé de dormir en el apartamento que alquilé a mi llegada a París y solo meses después me anime a mudar mis maletas. Sin darme cuenta me volví necesario para Raquel. Nos volvimos dependientes uno del otro. En el verano viajamos en tren por toda Europa. Visitamos cada museo de Roma, Venecia y Atenas. Nos bañamos desnudos en las playas de Ibiza y al regresar nos amanecimos en noches de café, tabaco y estudio.

Nos graduamos con honores, nos emborrachamos con vino y conté, de nuevo, pecas y lunares. Pasamos un año en el mismo departamento en el centro de París. Yo escribía como poseído para revistas de literatura de Lima y Madrid, y ella trabajaba en proyectos meticulosos, diseño de políticas de desarrollo, que vendía a organizaciones de distinto tipo y por los cuales cobraba doce veces lo que yo.

Entonces, solo escribía. Escribía y amaba. La sola imagen repetida, que me situaba frente al monitor, hipnotizado durante horas en la catarsis de vomitar literatura, mientras devoraba cigarro tras cigarro, sabiendo a mis espaldas a una bellísima francesa de ojos infinitos, descalza, que tocaba la flauta al tiempo que enterraba la mirada en literatura alemana, mientras me esperaba, apacible, paciente, para hacer el amor, aniquilaba todas mis teorías de la inexistencia de aquello que los insensatos llamaban felicidad.

La llegada a Lima tuvo lugar un lunes al mediodía. La bienvenida en el aeropuerto fue fascinante. Hubo cajón, guitarra, pandereta y serpentina. No faltó nadie. Ni siquiera mis padres que hacía tiempo que no me esperaban en el aeropuerto, sino con el almuerzo listo en casa. Esta vez las ansias de conocer a la francesita que me había robado la cordura, pudo más.

Ese día, en serio, todo salió como mandado a hacer. Los amigos y los abrazos. Mis viejos y la felicidad de verme de nuevo. Y Raquel, que en un acto milagroso puso todas las caras bonitas que se necesitaban para ganarse a la familia del novio, rió sin ironia de los estúpidisimos chistes de mi padre. Incluso sostuvo una somnífera conversación con mi madre, hacerca de los quehaceres fundamentales de una ama de casa modelo. Todo sin un gesto de molestia, sin siquiera una mueca que me hiciera presentir que luego lo había de pagar caro.

Luego, ya solos en la azotea, le conte de lo extraño que me parecía su actitud. Pensandolo en frio, ahora, pareció casi una recriminación. Ella no tuvo mejor respuesta que una carcajada sonora y escandalosa. Su risa irónica me sacaba de quicio.
- ¿Tanto te cuesta creer que pude ser amable con tu familia, sin pedirte nada a cambio? ¿Tanto te cuesta pensar que, en verdad, quiero que tu familia diga "es la indicada"?

No había mucho que contestar a una afirmación tan tajante. Ella seguía con aquella carcajada insoportable.

-Comienzo a pensar que te jode. Que te irrita en serio que le guste a tus padres, que me lleve bien con tus amigos. ¿Para que me trajiste, entonces? ¿Acaso para demostrar que tu rebeldía era en serio? ¿Me trajiste para que todos hablen de la francesita hippie, feminista, libertina, machona que enredó a su talentoso niño? ¿A eso me trajiste? Dime. Porque si en serio es eso, solo dilo, y le propongo un trio a tu vieja. Y sanseacabo. Me vuelvo el anticristo. Y entonces quedas como el chico limeño con "mente abierta" que se enamoró de una cualquiera. Listo. Te hago feliz y de una vez nos largamos.

Otra vez, no hubo mucho que responder. Solo el notar que un hilo de baba me rozaba la quijada, me hizo hablar.
-Eres la indicada, le dije.

Luego, nos echamos a intentar ver las estrellas que veíamos en París y que jamás veríamos acá, mientras todavía la gente se emborrachaba en la terraza de mi casa. Nos dormimos vestidos. Con los dedos entrelazados bajo la nuca, mirando al cielo, dos palmos uno del otro.

Al día siguiente comenzó el remolino de compromisos, fiestas, tour y demás, que todos peraparaban menos nosotros, y de los cuales jamás se quejó Raquel.

Visitamos museos, participamos de cada almuerzo familiar organizado en nuestro honor. Aprendimos a reírnos de las ínfulas de familia aristocrática de las que se jactaba cada tío, cada primo, cada sobrino. Eramos cómplices, compinches. Entonces, cualquier lonche con la abuela, cualquier recital de piano de la primita, cualquier visita al club, era soportable si estabamos juntos, para mirarnos con esa mirada tan complice, con esa idea de cuán imbeciles eran todos, menos nosotros. Nos sentíamos bien.

Mi novela iba viento en popa. Había sido re-escrita un ciento de veces, y ahora escribir de Mariana se me hacía deliciosamente fácil. Talvez Mariana hizo que descuidará un poco Raquel. Ella comenzó a salir sola, con mis amigos. Regresaba casi siempre borracha, dispuesta ha hacerme el amor, pero yo andaba más preocupado en mi niña, en sus preocupaciones, y en la sutileza con que le habrían de hacer el amor sus ocasionales amantes. Marianita ya no dependía de mí. Creo que era al reves. Se me escapó de las manos, y ahora yo solo era el obligado testigo de como ella hacía su propia historia. Me tomo por secuestro y me instigó a escribir una historia, que ella me susurraba al oido.

El poco tiempo libre que tenía, lo dedique a Raquel. A reírnos de lo que hacía en el día, en la pelea por la computadora. Yo con aquello de mi novela... ella con lo de su trabajo, que tenía que manadar sus trabajos, que necestitabamos el cheque... y yo con eso de que, a la mierda, me canse. Ya estuvo bueno. Tres meses fueron suficiente. Así que ese mismo día se planeo la despedida. En la noche, entre la música de Sui Generis, los vasos de ron y los llantos de despedida, zarpamos de nuevo. Rumbo a París. Con una pequeña escala en Barcelona para ver aquello de la editorial y de un posible aumento de sueldo para Raquel. En una semana estuvimos de nuevo, en el apartamento sin divisiones, de 5 por 5, en el que eramos plenos. Donde escribía, mientras veía en el reflejo del monitor su mirada pícara, llamandome en silencio a la cama.

A veces me confundí. A veces no supe si la del reflejo era Raquel, con sus ojos plomos de veneno, llamandome, seduciendome, tentandome a la lujuria del sexo conocido, alegre y simple, o Mariana, más menuda e inocente. Más pura e idiota, pidiendo auxilio, pidiendo que haga algo. Que solo yo podía hacer algo.

Los únicos celos que le conocí a Raquel fueron por Mariana. Entonces me ví en un extraño triangulo amoroso de fantasía. Mariana Tambien odiaba a Raquel.

Las quejas comenzaron un tiempo despues. Raquel se cansó de mi ausencia presente, y me dió un amenzante ultimatum. O mandaba a la mierda a Mariana y a su mundo siquiera un poco, o ella misma, Raquel, se hiba a la mierda. Nunca respondí. Yo era feliz con mi bigamia.

Era un viernes, al atardecer, cuando llege a casa y Raquel ya no estaba. Solo dejó una nota escrita en el espejo del baño, en una actitud tan cliche, que en serio, me irritó. Avisame cuando mates a Mariana. Porque o la matas, o no vuelvo.

Su simpleza me aturdió. La odie por hacerme elegir, por hacerme apurar una muerte que debía llegar a su tiempo. Así que escribí cada noche, cada mañana, cada tarde en busca de la muerte de Mariana. Nunca llegó. Y es que la muy puta no quería morir. Se resistía.

Mariana llegó por fin. Se disculpó por la demora, que había cola en el baño, que la llamaron al celular. Yo la tome de la mano, apretandola de extasis.

- ¿Ves esa chica de la mesa del frente? Pues se parece mucho a mi Raquel.

Ella me miró, un poco asustada.

- Mi amor, ya es tiempo que acabes con esa novela. Raquel debe morir.

lunes, febrero 21, 2005

De espadas, paredes y conejos

Edmir Espinoza escribe en negritas
Eduardo Cornejo, no.

Aquí dos amigos. Aquí dos filudas historias leídas con frunción y sonrisa obligada. Dos historias que, como el cigarrillo y el café, alimentaron mi latente gastritis hasta hacerla erupcionar. Aquí dos enemigos. Aquí dos filudas historias que se fusionan en una sola. Para levantar el polvo gradado bajo l alfombra. Para raspar vidrio con chapita de gaseosa. Es pues, este escrito a dos manos, la declaración abierta de los que se quieren mantenerse lejos de la pose... lean entonces, y comprueben si no cuesta serlo. (JRR).


Es difícil, si lo piensas de alguna forma. Ser joven, digo joven del que ya pasó la base dos. Entonces, ser joven, casi adulto, estudiante, neurótico y seudo escritor.

A los veintidós años uno está en la boca de la tormenta. A merced de esta vorágine que te invita a ser un poco menos tú, y más cualquier otro. Piénsalo un momento. La juerga, la responsabilidad que uno tiene que adquirir, porque bueno, hombre, ya estás grandecito y no te vas a pasar toda la vida creyendo que el Nobel te lo van a regalar porque están bonitas las cosas que escribes, porque tu mamá y tus amigos te dicen que tienes potencial. A los 10 años está bien tener potencial, a los veintidós, digamos que pareciera ser solo una justificación.

Sigamos. Iba en esto de la juerga, la responsabilidad, la necesidad de formar parte de un grupo, de incluirte, de ser parte de algo. La presión esa de que si escribes, si te juras escritor, no solo debes escribir sino leer, leer porque se debe. Leer lo que se tiene que leer y no necesariamente lo que a uno le viene en gana. Entonces, pienso de nuevo, aunque no quieras, siempre terminas por ser, efectivamente, menos tú, y más cualquier otro.


Más que un alter ego adquirido por la capacidad de haber aprendido a escribir historias que se entiendan y gusten, tengo la idea de que la imaginación es una pieza fundamental en este oficio que es el mejor cuando uno lo elige, casi tan satisfactorio como cuando uno elige su propia soledad. La imaginación es nuestra reina de ajedrez, la que protege al rey y nunca se quiere perder. La vida, en cambio, es como todo a esta edad, te arrima con violencia a una encrucijada, contra la espada y la pared, lo importante o lo ideal, al menos, es aprender a identificar contra qué pared estamos y de quién viene la espada que nos aproxima a lo peor: las mujeres, el amor, los amigos, la familia o incluso el propio arte de escribir. Creo que mi estado es muy singular, mi espada y mi pared es desde hace un par de años escribir y escribir.

Me dejó pegado la alegoría de la espada y la pared, eso del escribir y escribir. Puedo decir, exento de eufemismos, que mi pared es, sin duda, la literatura. Mi espada, en cambio, tiene distintos matices camaleónicos. Los amigos, la familia, las mujeres. Las mujeres.

Aquí entra de nuevo mi neurosis casi crónica. Aquella obligación-necesidad de encontrar el amor, como una búsqueda interesada y casi paradójica. Siempre he tenido un concepto bastante idealizado de ese sentimiento. El amor, en cuanto a mí respecta, es ese incendio que calcina los huesos, ese temblor de vísceras que comprime el páncreas y el apéndice (que nada tiene que ver con mariposas en el estómago), y que, para mi mala suerte, nunca he sufrido.

Supongo que esta suerte de amor ideal me viene de la literatura. Supongo que busco un amor de cuento, uno de novela de ficción. Entiendo que la frágil humanidad de quien me quite el sueño no va a tocar a mi puerta mientras tome café a solas. Así que, de nuevo, no tengo más remedio que inmiscuirme en aquello de la vida bohemia, y frecuentar bares y reuniones, con la sola motivación subconsciente de encontrar, de pronto y sin aviso previo, a la Maga de pelo corto y zapatillas colorinches que me haga dejar de buscar. Presiento, entonces, que la busco solo para encontrarla, para dejar de buscar más y así sumergirme de una buena vez en esto de escribir y escribir. Y olvidarme de espadas y paredes, que no son más que metáforas carcomidas de tanto uso.

El amor. Qué fácil es aproximarse a este tema sin intentar hacerlo, qué ingratos seremos cuando la tengamos de lado para tan solo amar y no hablar de cómo, cuándo, dónde y con quién lo hacemos. Yo escribo y escribo y sin embargo no puedo hacerlo sin dejar de pensar en el amor, el enamoramiento. En el personaje femenino que siempre trasciende en mis historias, y son mujeres que llegan pacientes, levitando desde la memoria. Una memoria que las protege siempre del olvido. Yo me enamoro una vez al día y de lunes a domingo. De la que menos se espera. A veces de la muchachita de ojos verdes en el café, que ni siquiera sabe mi apellido, otras de la francesita que de niño me dejó arrastrando las manos por las paredes y pensando en ella mientras me dejaba en un vuelo sin regreso de Air France sin escalas a París. También me enamoro de las que no me dicen nada pero me miran. Y es que debe ser que el amor sobre todas las cosas es un arte, una verdad innecesaria, una escalera caracol que no tiene principio ni fin. Una verdad que nosotros mismos no podemos esconder, o hacerla esperar. El amor es el más infantil e inocente de los juegos. Ya no soy el niño que cuenta hasta cien para salir a buscarlo como en las escondidas, sino que siempre llega cuando uno trata de no ser atrapado. Y de pronto, nos convertimos en malabaristas chinos, con miedo de que todo se rompa antes de los aplausos y convertirnos en el mimo más triste de la carpa, que es la vida. Luego del amor, todo. Entre tanto y como se dijo antes, también tomaré café a solas.

Tengo una amiga con la que suelo beber conversaciones cortadas con leche mientras cafesamos. Lo hacemos siempre en un cafetín en el centro de Miraflores, donde alimentamos por horas esa filia de renegar de nuestra ambigua capacidad de ser. Ser; dícese del verbo sustantivo que afirma del sujeto lo que significa el atributo. Y en esto del café, el ser y el conversar, convergen demasiadas cosas. Por ejemplo, la necesidad de contarnos cómo la persona que nos debiera gustar, no lo hace. Porque por más que la ninfa que busco, debe entender de la soledad y del disfrute del silencio entre dos, tiene que poseer, además, los dotes, paradigmáticos a rabiar, del rostro fino, la cintura estrecha y las posaderas curvas como dos gotas de agua.

Por ejemplo, también está lo del café, que es más un cliché bohemión que otra cosa, y del que pareciera me he vuelto adicto por convicción. Porque uno, que escribe y aspira a seguir haciéndolo hasta que no haya más que escribir, debe, por marco histórico y por protocolo intelectual mediático, tomar café por galones, y fumar, hasta convulsionar el cenicero de tantas colillas. Y yo lo hago casi sin remordimiento. De nuevo, y ahora sí, me confieso turbio prisionero de las frases hechas, lugares típicos y posturas ensayadas.

La primera jarra de donde resultaron seis tazas de café para estas dos personas, ha terminado siendo un desierto húmedo. Las gotas que cuelgan de las paredes de cristal parecen lágrimas de ojos con rimel. Nunca pensé que el poder escribir me haría dar cuenta, por ejemplo, de lo que acabo de hacer: la comparación entre una lágrima oscura, con el café que aún nos mantiene despiertos. Ahora sé que mis días giran en torno a palabras, a conversaciones usadas, a personajes reales que deformo haciéndolos irreales, que son finalmente recursos literarios. Esto no es más que un acto de magia que resulta de tan solo pensar. Y no quiero creer que algún día pueda dejar de hacerlo.

Aquél que escribe en negritas me sirve una taza de café, de café recién preparado. En los parlantes suena Sweet Home Alabama. Le doy tragos cortos. Pero él me distrae, dice algo así como que estos contrapuntos son una competencia. Sé que no se trata de ganar y él lo aclara. Según lo que expuse líneas arriba, esto es como un acto de magia. Si él me sirvió el café mientras yo sacaba el conejo del sombrero - o escribía -, me limito entonces a detenerme para saber si a lo mejor él libera del sombrero algo mejor que un roedor blanco y dentón.

Ni creo en conejos que salen de sombreros, ni creo que escribir se pueda contemplar como un acto de magia. Pienso, en cambio, que estas analogías-metáforas no son más que recursos tan marchitos y gastados como lo de la pared y la espada.

Yo sigo pensando en la Maga que he de encontrarme algún día en algún pub barranquino por pura casualidad. Sigo con la idea de lo insulso del café, del cigarrillo, del escuchar a Sabina a las tres de la mañana y de las posaderas en forma de gotas. Persisto con lo jodido que es tener veintidós a los veintidós.

Pero acepto, de nuevo sin remordimientos, que antes de salirme de aquello de las frases hechas y los lugares típicos y las poses ensayadas, quiero sentarme en un café parisino a tomar vino y café. Deseo escribir de Roma en Milán, y jugar al sexo y al amor con alguna madrileña en Barcelona. Quiero pasar la noche, mirando el cielo raso, en algún hotel donde Cortázar pasó la noche. Añoro vivir, siquiera un tiempo, de crónicas de viaje que envíe desde algún recóndito rincón del planeta, y que llevar un número de Arte Facto bajo el brazo dé, algún día, un toque de estatus intelectual. He aquí tu conejo.

Antes de seguir, mi querido amigo, me confieso un soñador. Hace poco leí en un diario, que el café más barato en los bulevares de París no vale más de esos que nosotros solemos beber en el distrito con mar que nos vio nacer en un mismo año. En algún poema escribo: siempre guardo un dólar para mi primer café en París. Ahora no tiene validez aquel verso. Pues mañana veré cómo consigo un dólar más, porque el café en Francia te lo invito yo. Entonces, utilizaré la buena memoria que me atribuyo, para interrumpir, ahora yo, tus cortos tragos de café sobre una mesita con mantel de dibujos de Torre Eiffel; y te recordaré, mientras piensas en tu juguetona mujer madrileña que dejaste en Barcelona, que escribir sí es un acto mágico. Tanto como meter alguna mano al bolsillo de mi saco para hacer aparecer un libro mío y firmártelo con la mejor letra palmer que aprendí. A ver si de una vez y por todas te convenzo que eso es magia. Si no logro que me creas, confirmaré entonces, que fue tan bueno el truco que no puedes entenderlo. Me harás pensar, que soy el Houdini de la literatura.
Pero todo esto es de un soñador con grandes esperanzas, un prometedor comprometido con las mejores palabras que se merecen los papeles en blanco, una sombra de lo que seré; y tú, mi amigo retador, de lo que serás. Siempre hay un futuro, el problema es que nunca se sabe de qué se trata, a lo mejor nosotros encontramos en la literatura esa felicidad necesaria para poder vivir un día más tomándonos un café americano en Lima y seguir conversando que la vida a los veintitantos, no es más que un columpio de experiencias que faltan aún por sobrevivir. Solo queda citar ahora, una frase de Napoleón que encontré una vez en tu cuaderno privado: Todo está perfectamente acabado.

lunes, enero 31, 2005

Hablemos del Principito

"La prueba de que el Principito ha existido
está en que era un muchachito encantador,
que reía y quería un cordero.
Querer un cordero es prueba irrefutable de que se existe"

De este pequeño ser de cabellos rulos y rubios como el trigo, que nunca da una respuesta por perdida, y que reconoce a simple vista el dibujo de una boa constrictor (sea esta cerrada o abierta) digiriendo un elefante.

Lo primero que habrá que decir, es que el Principito habla 150 idiomas y ha compartido sus aventuras con más de 250 millones de terrícolas. Un montón de personas entre adultos y niños que memorizaron la memorable frase “Lo esencial es invisible a los ojos”. Millones de personas que hoy, pueden también, diferenciar entre el dibujo de un elefante dentro de una boa, y el de un sombrero. Eso es un gran mérito. Antoine de Saint-Exupéry y su alter ego de pelos color oro y extraño traje, deben sentirse felices de, por fin, haber encontrado tantos amigos.

El Principito talvez no entendería lo serio que nos lo tomamos algunos. Seguramente se reiría de saber de que unos cuantos lo hemos leído una cantidad infinita de veces. Me diría que no hacían falta más que una leída, y que me cuidara de la palabra “infinita”, que los adultos no entienden de esas cosas, así que mejor utilizara “quince mil trescientas veintitrés”, para que, entonces, comprendieran cuanto me gusta su cuento. Y es que el Principito sabe que, nosotros, los adultos, necesitamos siempre que nos expliquen todo con cifras, nombres propios y con costos.

Estas cortas líneas no buscan más que el justo homenaje que le debo al Principito, quien me enseño que la guerra entre flores y corderos, es un tema mucho más importante que la serie de banalidades por las que suelo zambullirme en una especie de letargo depresivo.

A veces, incluso, juego a ser el Principito. Me río al preguntar a adultos y jóvenes de este libro. Siempre hallo la misma respuesta. Que sí, que lo han leído, pero hace tantísimo tiempo... de muy niños. Que ya no están para leer tonterías de chiquillos. Es cuando me río más, (para mis adentros, digo, porque no es bueno burlarse de las personas) y pienso que los adultos todo lo confunden, todo lo mezclan.

Y es que, ese asunto de crecer es, en verdad, algo bien fregado. Uno poco a poco va perdiendo todo lo realmente importante de la vida. Se vuelve un simple esclavo de las cosas serias, que a la larga nunca terminan por ser esenciales. Así, que, amigos y amigas, rebeldes, inconformes con el sistema y pro todo ese rollo anarquista, deben de releer el Principito. El tiene las respuestas. Aunque, de repente, ya estén bastante viejos para entender lo fácil que es, que un pequeño hombrecito les diga lo verdaderamente importante de las cosas.

Estábamos en aquello de lo difícil que es crecer. Y es que es difícil. Es algo parecido a la involución. Dejamos de entender las cosas que nunca deberíamos dejar de entender, a medida que pasa el tiempo. Nos volvemos serios, poco sinceros, apurados (un niño no entendería porque todos las personas mayores van tan apuradas a todo sitio) y, a veces, malos. Nos volvemos ciegos del corazón. Tan despistados, que terminamos creyendo que, de verdad, se ve mejor con los ojos (¡bah! Los adultos, tenemos cada cosa). Solo nos curamos de esta ceguera de espíritu cuando nos arrugamos toditos, y nuestra voz se vuelve más quebradiza. De viejitos el corazón se nos aclara y, de nuevo, entendemos todo.

Ahora me toca hablar del buen Antoine de Saint-Exupéry. Estoy seguro que a el no le gustaría que hablara mucho de el. Que me insistiría que cuente de lo encantador del Principito, pero se que me entenderá. Porque como persona mayor que fue, entenderá que los que están leyéndome son, en su mayoría, adultos o prospectos bastante avanzados de estos, que necesitan saber del autor de una obra, para así entender la esencia de la misma. Su – nuestra - lógica, bastante extraña por cierto, hará que solo enterándonos de quien fue Antoine, sepamos como es que era el Principito. Así que diré solo lo necesario. Que Antoine fue un francés que nació en 1900 y que solo vivió 44 años. Y es que era un hombre muy arriesgado. Las dos cosas que hacía, eran acaso las más temerarias que se pueden hacer. Piloteaba aviones, y escribía libros. Antes de emprender su último vuelo, escribió “Si me derriban no extrañaré nada. Yo nací para se jardinero”. Pero yo creo que no. Que se equivocaba. Que el nació para dar a conocer a aquel hombrecito que tanto queremos, aquellos que nos resignamos a perder la inocencia con la que nacimos, y a convertirnos en los eufemistas que suelen ser las personas grandes.

Antoine tampoco quiso perder la inocencia. Se dio cuenta que ya tenia cuarenta y cuatro años, y que no tardaría en dejar de entender las cosas, y comenzaría a confundirlo todo. Es por eso que desapareció. Y es que desapareció. En verdad. Como el Principito, un día, subió a su avión, y piloteó hasta la eternidad.

Y claro, después de ese día, los adultos se encapricharon en saber qué había sido de el señor de Saint-Exupéry, en encontrar su cadáver o cosas por el estilo. Porque a los adultos nadie los contenta diciéndoles simplemente Antoine desapareció porque sí. No, que va. Ellos necesitaban ver su cuerpo, inerte y sangrante, para estar felices y así, constatar que el autor estaba, efectivamente muerto.
Los pobres se habrían ahorrado un montononón de trabajo si tan solo hubieran leído el cuento que Antoine había escrito un año antes, para darse cuenta que lo que hizo, ese 31 de julio de 1944, no fue morir, sino desaparecer como su encantador personaje, para volver, luego, en el corazón de cada uno e nosotros..

miércoles, enero 05, 2005

Para gustos...y colores

28 de agosto del 2003. Mediodía. Salomón Lerner, presidente de la Comisión de Verdad y la Reconciliación (CVR), presenta el informe final luego de dos años de investigación y la recopilación de miles de testimonios, en doce tomos y siete anexos.

El dato que enciende la atención a primera vista es uno. Los veinte años de lucha contra el terrorismo trajeron un saldo de 69 mil 280 perdidas humanas. Alrededor de 44 mil muertes más de las estimadas antes de la presentación del informe. Así de fácil. Aparecieron, de la noche a la mañana, 44 mil muertos. O desaparecieron 44 mil personas que, a fin de cuentas, es casi lo mismo.

El escándalo duró poco menos de una semana. Luego, los temas en carpeta sería la responsabilidad que la comisión le daba a los gobiernos que estuvieron en el poder en las últimas dos décadas.

Así que los 44 mil muertos, pasaron a ser, otra vez, de un día par otro, una simple estadística que reflejaba la magnitud del terror que perpetraron grupos terroristas. Estadísticas que debajo esconden nombres y apellidos, familias e historias propias. Miles de historias.

Otro dato que desató sorpresa, de nuevo solo pocos días, fue la revelación de que poco menos de la mitad de las muertes que ocasionó la época del terror, tuvo como culpables a los mismos militares que luchaban contra el terrorismo.

Costo social, exclamaron entonces los responsables. El título de "asesinados" o "muertos" fue estratégicamente desplazado por el de "bajas del terrorismo". Mártires, sacrificados por la consolidación de la paz. Eso dijeron. Y la opinión pública pareció creer todo esta suerte de eufemismos plantados convenientemente, para la lavada de manos de unos cuantos. El tema terminó por formar un simple recordatorio de este triste y "olvidable" capítulo de nuestra historia.

Y es que la muerte pareciera no ser un tema tan relevante en el Perú. Al menos no, si las "bajas" corresponden, en un 75%, a personas quechuahablantes, lejanas de la realidad de Lima, aquella que pareciera es la única capaz de sensibilizar a los líderes de opinión, a los medios de comunicación y, por reacción en cadena, a la sociedad.
En cambió si, el secuestro de un adolescente de clase media –solo cuatro días después de la presentación del informe final de la CVR– por más de 39 días, puede quebrar las fibras más sensibles de la sociedad limeña. En una prueba de que el Perú puede unirse, como lo hace cada vez que selección de fútbol juega, Luis Guillermo Ausejo se convirtió, en sus días de reclusión, en una razón para solidarizarse. Porque a cualquiera le puede pasar. Porque uno es hijo, o es madre o padre y piensa, ruega, que jamás Dios le brinde una agonía como ésta. Así que la reacción no se hizo esperar, y días después del 1 de setiembre del 2003, el que no exhibía un lazo amarillo de solidaridad en la solapa del saco, era a secas, un insensible.

El pueblo se unió. Como en el poema "Masa" de Cesar Vallejo, miles alzaron la voz en un pedido, en un ruego común. ¡Liberen a Luis Guillermo! Y mes y medio luego del día del secuestro, el joven, todavía asustado pero feliz de estar libre, ya posaba para los flash de medio Perú. Incluso "El Comercio" presentó en su edición del 31 de diciembre, Una foto inmensa de Luis Guillermo el día de su liberación, como tema del año.
Los 69 mil muertos jamás serán tema de portada. Luis Guillermo les ganó.

Y así. Los temas de interés público, están directamente en proporción con respecto a que tanto lleguen a sensibilizar a los estratos más cultos de nuestra sociedad.

El machismo arraigado que se halla inserto en la sociedad peruana, ya hace tiempo no es tema en carpeta. Pareciera que bastó con un Ministerio de la mujer para menguar el ímpetu con el que algunos luchaban contra esta discriminación sexual.

Los homosexuales siguen siendo flagelados por declaraciones del cardenal de Lima, Juan Luis Cipriani, que parecieran estar sacada de los discursos más ortodoxos de los religiosos en tiempos de la inquisición.
La clase política en el Perú sigue siendo mayoritariamente de raza blanca, cuando es sabido que estando en un país tan plurirracial, estos pocos no representan a un país con distintas realidades.

El color de la tez sigue siendo documento de identidad para el acceso a ciertos lugares "exclusivos", y el termino "buena presencia", al igual que el currículo con foto son solo muestras de las diferenciaciones en las que incurre el sistema a la hora de organizarse.

Seguimos, pues, inmersos en una sociedad que no solo admite, sino que alienta y propicia tratos desiguales. Ya sea por la cultura, nivel social o económico, raza, procedencia, género u opción sexual, el Perú, inexplicablemente, y en una clara y lamentable influencia de occidente desarrollado, se ha vuelto un país que discrimina sin darse cuenta, o lo que es peor, un país donde la discriminación es una actitud tan arraigada y establecida, que simplemente se toma como regla, por tanto se acepta y practica.

Mariano Querol, renombrado psiquiatra del medio, parece deber más su fama al secuestro del que fue protagonista en los noventa, que al de su éxito como profesional. Evento que significó lo que en el año pasado la reclusión de Luis Guillermo. Todo un golpe a la libertad. Un hecho terrible contra un profesional y un caballero a carta cabal. Mientras que en los olvidados Huancavelica y Ayacucho se mataban pobladores a diestra y siniestra, sin siquiera el preámbulo del secuestro. Los mataban y ya. A llorar al río, pero un ratito nomás, que no hay tiempo para el luto y toda la parafernalia post mortem.

La opinión pública se rasga y araña las vestiduras en nombre de los deudos de Utopía. Titulares en los periódicos y entrevistas. Pero de los deudos de Mesa Redonda ya casi no se sabe nada.

Pareciera que la discriminación y el racismo son solo condenados y rechazados como pestilentes cuando le pertenecen a un hecho particular. Tiemble aquel que ponga en un anuncio que solicita trabajadores de "tez blanca". Cuidado con pedir como requisito para entrar a un centro educativo el certificado médico de virginidad. Porque los medios te pondrán la cruz y no descansarán hasta tumbarte.

Pero la discriminación que perjudica más, no es aquella que unos cuantos manifiestan exagerada y flagrantemente. La feo, lo malo y lo difícil es esa discriminación social, en grupo. Aquella que uno asume como parte de la realidad. Como parte de un sistema. Y entonces uno no peca si profesa su homofóbia, si segrega de su grupo social a los que no tienen el color, el dinero o la familia correspondiente, o si despectivamente, cholea y negrea a diestra y siniestra y sin desparpajo. El hecho es uno. Hay una discriminación inserta, de tal manera en nuestra sociedad, que no es considerada discriminación, sino simplemente una consecuencia de las diferencias en el país. Diferencias, que, para todos, tienen escalas y jerarquías. Así, lo blanco es más que lo negro y lo cholo, y el ingles, obviamente más que el quechua.

Así estamos. Viviendo y formando una realidad que, en serio, no nos corresponde. Conformamos una sociedad, que paulatinamente, ha hecho de lo enajenado y lo alienado, su sello inconfundible. Nuestra mayor identidad es, paradójicamente, lo parecidos que somos a los demás.
Pero esto no es reciente. Esta suerte de discriminación moderna, colectiva y mediática viene desde antes. Es pues, menester de la propia sociedad, de los medios y de aquellos que de una u otra manera tienen influencia en el comportamiento de la masa, el terminar con esto.

Miraflores esté realizando una campaña contra el ruido. Los protagonistas de las fotos de la campaña son niños que entre mueca y mueca te motivan a parar la contaminación. Todos son blanquitos y rubios. Niños miraflorinos, que les dicen. Seguramente que se hizo un casting. Seguro que hubo una cola inmensa de niños, todos tomados de la mano de mamá. Seguramente todos blanquitos y rubiecitos. Todos esperando ser los más blanquitos y rubiecitos, porque al fin y al cabo, los más bonitos son los elegidos.

Y es que pareciera que seguimos una perspectiva bastante norteamericana. El pelo rubio sigue vendiendo, atrayendo miradas y costando más que los rulos oscuros. Las discotecas de moda se jactan de solo tener un “tipo” de gente. La más chick, la más regia y linda.

Y es que pareciera que somos cualquier cosa menos una sociedad y hacemos, en reemplazo, extrañas hordas que se que deben sus miembros al color de la piel, la procedencia demográfica o familiar, la opción sexual o el poder adquisitivo.

Un país no mejora sin unión. Eso está claro. Y la única manera de que grupos tan distintos confluyan en una verdadera sociedad, es eliminando los prejuicios. Aquellos que lucen imperceptibles, pero que en realidad son los más profundos.

La frase, tan manoseada y maqueteada de “en el Perú, el que no tiene de inga, tiene de mandinga”, una vez más, adquiere vigencia cuando se habla de este tema. Dentro de un contexto como el peruano, es, por decirlo menos, ridículo tener jerarquías a partir de conceptos como el color, la religión o el nivel social.

La propuesta está hecha. Abrir un poquito la mente. Tan solo un poco, para descubrir lo presos y encadenados que estamos de nuestros propios “criterios de selección”, de nuestros propios prejuicios. Ya fue bastante de discriminación, del trato diferente por estúpidos criterios. Comencemos a aceptarnos todos. Atrevámonos de escapar de nuestra impermeable burbuja, y conozcamos un poquito el mundo. Porque el mundo lo hacen las personas. De todititos los colores.